Fragmentos de El revés y el derecho, de Albert Camus, publicado por Alianza Editorial y traducido por María Teresa Gallego Urrutia.
«Los dos peligros contrarios
que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento».
«Soy avaricioso de esa libertad que se esfuma en
cuanto aparece el exceso de bienes».
«No existe amor por la vida sin desesperación por
la vida».
«Desde luego que el escritor tiene alegrías para
las que vive y que bastan para colmarlo. Pero para mí están en el momento de la
concepción, en el mismo instante en que aparece el tema, en que la
sensibilidad, clarividente de pronto, capta el esbozo de la articulación de la
obra, en esos momentos deliciosos en que la imaginación y la inteligencia son
por completo una misma cosa. Esos instantes se van igual que llegan. Queda la
ejecución, es decir, una prolongada penalidad».
«Hay una virtud peligrosa en la palabra sencillez.
Y esta noche entiendo que haya quien quiera morir porque, ante determinada
transparencia de la vida, nada tiene ya importancia. Un hombre sufre y padece
desdichas tras desdichas. Las soporta, se hace a su destino. Se gana la estima
de los demás. Y, luego, una noche, nada: se encuentra con un amigo al que quiso
mucho. Y éste le habla distraídamente. Al volver a su casa, el hombre se mata.
Se habla luego de penas íntimas y de un drama oculto. No. Y si a la fuerza
tiene que haber un motivo, se mató porque un amigo le habló distraídamente. Así
es como, cada vez que me ha parecido que experimentaba el sentido del mundo en
profundidad, fue siempre su sencillez la que me trastornó».
«Sin los cafés y los periódicos, resultaría difícil
viajar. Una hoja de papel impresa en nuestra lengua, un lugar en donde, por las
noches, intentamos codearnos con otros hombres, nos permiten, mediante ademanes
familiares, representar con la mímica al hombre que éramos en nuestra tierra y
que, visto a distancia, nos parece tan ajeno. Pues lo que le da precio al viaje
es el miedo. Destruye en nuestro fuero interno algo así como un decorado
interior. Ya no podemos hacer trampa, ocultarnos tras horas de oficina y de
tajo (esas horas de las que tanto protestamos y que con tanto tino nos
defienden del sufrimiento de estar solos). Y, por ello, siempre siento el deseo
de escribir novelas en que mis protagonistas digan: «¿Qué sería de mí sin las
horas que paso en la oficina?», o también: «Mi mujer se ha muerto, pero
afortunadamente hay un montón de envíos que debo tener listos para mañana». El
viaje nos priva de ese refugio. Lejos de los nuestros, de nuestra lengua,
arrebatados de cuanto nos sirve de apoyo, despojados de nuestras máscaras (no
sabemos cuánto cuesta el tranvía y con todo lo demás pasa lo mismo), nos
hallamos por completo en la superficie de nuestras personas. Pero también, al
notarnos el alma enferma, devolvemos a todos los seres, a todos los objetos, su
valor milagroso. Una mujer que baila sin fijarse en lo que hace; una botella en
una mesa, divisada tras un visillo; toda imagen se convierte en un símbolo. Nos
da la impresión de que la vida se refleja entera en ella, en la medida de que,
en ese momento, en ella se resume nuestra vida. Sensibles a todos los dones,
¿cómo referir las contradictorias embriagueces que podemos gustar (incluyendo
la de lucidez)? Y es posible que nunca comarca alguna, a no ser el
Mediterráneo, me haya conducido a un tiempo tan lejos y tan cerca de mí mismo».
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