... el siguiente texto de Raymond Carver fue publicado por Granta, nº 25, en otoño de 1988. Habla de la amistad en general, y más en particular de la amistad que Carver mantuvo con otros dos escritores estadounideneses: Tobias Wolff y Richard Ford. Aparece en el libro Sin heroísmos, por favor (Bartleby Editores) y está traducido por Jaime Priede.
El concepto carveriano de amistad queda patente en el párrafo en que dice: «¿Elegiría, suponiendo que tuviera que
elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único modo de conservar
los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas y me
enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos. Tampoco lo
harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos bien. En parte
somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos queremos a
nosotros mismos un poco más»...
Tobias Wolff, Raymond Carver y Richard Ford |
AMISTAD
Mira qué contentos parecen estos tipos.
Están en Londres y acaban de realizar una lectura en una sala abarrotada del
Nacional Poetry Centre. A los críticos les ha dado por decir que los tres
forman parte del “Realismo Sucio”. Pero Ford, Wolff y Carver no se lo toman en
serio. Les hace gracia y hacen bromas sobre ello, como sobre tantas otras
cosas. No se sienten parte de ningún grupo.
Es verdad que son amigos. También es
verdad que comparten intereses comunes, conocen a la misma gente y a veces
publican en las mismas revistas. Pero no se ven como abanderados de movimiento
alguno. Son amigos y escritores que se lo pasan bien juntos, contándose sus
cosas. Saben que la suerte juega su papel y se sienten afortunados, pero
también son tan vanidosos como los demás escritores y creen que merecen todo lo
bueno que les venga (aunque ocurre tan pocas veces que se sorprenden cuando les
toca). Han escrito novelas, libros de relatos cortos y de poemas, ensayos,
artículos, obras de teatro y crítica. Su trabajo y sus personalidades varían
tanto como la brisa del mar. Esas diferencias, sin olvidar lo que comparten,
les hacen ser tan amigos.
La razón por la cual están en Londres y
no vuelven a sus casas en Siracusa, Nueva York (Wolff), Coahoma, Mississippi
(Ford) y Port Angeles, Washington (Carver) es que los tres están a punto de
publicar en Inglaterra. Libros que no tienen mucho en común (me parece a mí),
pero que intentan aportar algo. Seguiría pensando así aunque dejáramos de ser
amigos, lo cual espero que no ocurra.
Me emociono ante esta foto tomada hace
tres años. Al mirarla, me gusta pensar que la amistad es imperecedera. Así es,
al menos hasta ahora. Lo que está claro en la foto es que se divierten juntos.
Lo único que están pensando es cuándo terminará el fotógrafo para poder charlar
y pasar juntos un buen rato. Tienen planes para esa tarde. No desean que pase
el tiempo. No tienen ningún interés en que llegue la noche y que las cosas
vayan decayendo con la fatiga. La verdad es que hace tiempo que no se ven, por
eso se lo quieren pasar bien, como buenos amigos. Les gustaría que las cosas
siguieran así siempre. Hasta el final.
Ese final es la muerte. En la foto ese
pensamiento está muy lejos, pero no tanto cuando están a solas. Las cosas se
acaban. Llega el final. La gente deja de vivir. El azar hará que dos de los
tres amigos de la foto se queden mirando fijamente los restos mortales -restos-
del otro cuando llegue el momento. Es terrible pensarlo, ya lo sé, pero la
única posibilidad que tienes de no asistir al entierro de tus amigos es que
ellos asistan al tuyo.
Quiero dejar de pensar cosas tristes
sobre la amistad, que en parte se parece a otro sueño compartido como es el
matrimonio, en el que los integrantes tienen que creérselo y poner en ello toda
su confianza. Confiar en que durará siempre.
Con la amistad pasa lo mismo que con el
amor: recuerdas cuándo y dónde os conocisteis. Me presentaron a Richard Ford en
Dallas, en el vestíbulo del Hotel Milton, rodeados de unos cuantos escritores.
Un amigo común, el poeta Michael Ryan, nos había invitado a unas jornadas
literarias en la Southern Methodist University. Hasta el día en que subí al avión
en San Francisco no sabía si sería capaz de volar. Me disponía a salir de la
cueva por primera vez tras dejar la bebida. Estaba sobrio pero temblando.
Sin embargo, Ford transmitía seguridad.
Elegante en el porte, en la ropa, incluso en su forma pausada y educada de
hablar con acento sureño. Le miré de arriba abajo, imagino. Puede que incluso
haya deseado ser como él por tener las cosas tan claras. Su novela Un trozo de
mi corazón me había encantado y me alegró tener la oportunidad de decírselo. El
también se mostró entusiasmado con mis relatos. Queríamos charlar un poco más
pero era tarde y teníamos que irnos. Nos dimos la mano de nuevo a modo de
despedida. A la mañana siguiente, bien temprano, nos encontramos en el
restaurante del hotel y compartimos mesa. Recuerdo que Richard pidió tostadas,
jamón, cereales y zumo. Decía: “Sí, madame”, “No, madame” o “Gracias, madame” a
la camarera. Me gustaba su forma de hablar. Me dio a probar sus cereales.
Hablamos de muchas cosas en aquel desayuno, como si nos conociéramos desde
siempre.
Pasamos juntos todo el tiempo que pudimos
el resto de los días. Al despedirnos, me invitó a visitarle en Princeton, donde
vivía con su mujer. Pensé que mis posibilidades de ir a Princeton eran más bien
escasas, por decirlo suavemente. Pero le dije que lo intentaría. Supe que
acababa de hacer un amigo, un buen amigo. El tipo de amigo por el que te
desviarías de tu camino.
Dos meses después, en enero de 1978, me
encontraba en Plainfield, Vermont, en el campus del Goddard College. Toby Wolff
estaba allí con la misma ansiedad y mirada asustada que debía tener yo. Su
habitación (parecían celdas, más bien) estaba al lado de la mía en unos
malditos barracones que antes habían ocupado unos chicos de familias ricas que
buscaban una educación alternativa a la convencional del college. Allí estábamos Toby y yo pensando en volver a casa y dar
las clases por correo. Dos semanas por delante. Hacía treinta y seis grados
bajo cero. Había ocho pulgadas de nieve y Plainfield era el sitio más frío del
país.
A nadie podía extrañarle tanto verse en
el Goddard College de Vermont en pleno enero como a Toby y a mí. Toby estaba
allí supliendo la baja de última hora de un escritor que le había recomendado
para sustituirle. Ellen Voigt, la directora del programa, no sólo invitó a Toby
sin haberlo visto en la vida sino que, milagro de milagros, le dio una
oportunidad a un alcohólico en la primera fase de su rehabilitación.
Las dos primeras noches Toby no pudo
dormir. Tenía insomnio pero se reía de sí mismo. En cierto modo era aún más
vulnerable que yo, y eso es decir mucho. Estábamos rodeados de escritores y
miembros de la facultad, algunos muy prestigiosos. Toby aún no había publicado
su primer libro, tan sólo varios relatos en diversas revistas literarias. Yo
había publicado un libro, un par de ellos a decir verdad, pero hacía tiempo que
no escribía nada y no me sentía escritor. Recuerdo que me desperté a las cinco
de la mañana lleno de ansiedad, y me encontré a Toby en la cocina comiéndose un
sándwich con un vaso de leche. Parecía alicaído, como si no hubiera dormido
desde hace días. Cosa que era cierta. Nos vino bien hacernos compañía. Preparé
un colacao para los dos y empezamos a charlar con la sensación de estar
viviendo un momento importante. Aún estaba oscuro y oíamos el chasquido de los
árboles afuera. Por la ventana que estaba encima del fregadero veíamos las
luces a lo lejos, hacia el norte.
Pasamos como pudimos el resto de los
días. Dimos juntos una clase sobre Chéjov y nos reímos un montón. Parecía que
estábamos tocando fondo, pero sentíamos que la suerte estaba empezando a
cambiar. Toby me dijo que no dejara de ir a visitarlo cuando pasara por
Phoenix. Claro, le respondí. Seguro. Le comenté que me había encontrado con
Richard Ford no hacía mucho y me dijo que Richard era un buen amigo de
Geoffrey, su hermano, con quien trabé amistad un año después o así. La cadena,
una vez más.
En 1980, Richard y Toby se hicieron
amigos. Me gusta que mis amigos se conozcan por su cuenta, que se cojan afecto
y empiecen su propia amistad. Todo eso me parece muy enriquecedor, pero
recuerdo las reservas de Richard antes de conocer a Toby: “Seguro que es un
buen tipo, pero no necesito más amigos en mi vida ahora. No puedo complacer a
más, apenas me queda tiempo para atender a los viejos amigos”.
Tuve dos vidas. La primera finalizó en
junio de 1977, cuando dejé de beber. No he perdido muchos amigos desde
entonces, sólo compañeros de parranda. Los había perdido antes. Los había ido
perdiendo de vista sin darme cuenta.
¿Elegiría, suponiendo que tuviera que
elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único modo de conservar
los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas y me
enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos. Tampoco lo
harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos bien. En parte
somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos queremos a
nosotros mismos un poco más.
Mira la foto de nuevo. Nos sentimos bien,
nos gusta ser escritores. No querríamos ser otra cosa, aunque también lo hemos
sido en algún momento de nuestra vida. Estamos muy satisfechos de que las cosas
hayan sido así y nos hayan llevado hasta aquí. Nos lo estamos pasando bien,
como ves. Somos amigos. Y se supone que los amigos se lo pasan bien cuando
están juntos.
Me gustaría saber quién es el autor de la traducción. Es más, creo que es un dato de importancia crucial al que tiene derecho todo lector de un texto traducido.
ResponderEliminarJesús Zulaika (traductor literario)
... Jaime Priede, tal y como lo indico en el texto que precede al relato. Para mí también es un dato crucial y, salvo olvido, lo pongo siempre, como también pongo el nombre de la editorial de donde está extraído. Saludos, Jesús...
Eliminar