Publicado por Javier Serrano en La República Cultural.
La kallocaína es una sustancia de aspecto verdoso inventada
por el químico protagonista de esta novela, Leo Kall (“kall”, frío en sueco),
capaz de hacer que una persona, a la que se le haya inoculado previamente,
revele todos esos secretos que jamás habría osado contar. Este es el punto de
partida del libro de la novelista y poeta Karin Boye, una distopía (o si se
prefiere “antiutopía”) escrita por la autora en 1940, una novela en la línea de 1984 de
George Orwell (1949), o Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953).
Luna Miguel, en su prólogo, afirma que habría que “reclamar
a Karin Boye como una de las autoras a recuperar, traducir y considerar”, y
ello por la razón de ser anterior su libro a las otras dos novelas mencionadas.
Coincido en que habría que recuperar (y de una manera generosa) a la autora
sueca, en lo que no coincido es en que Boye sea la primera en tratar el tema de
la distopía, pues hay al menos tres ejemplos anteriores, a saber (yendo en
sentido inverso al cronológico): Un mundo feliz, de Aldoux Huxley
(publicada en 1932); Nosotros, de Vladimir Zamiatin, escrita en
ruso en 1920 (si bien en la Unión Soviética no se pudo leer en su idioma
original hasta 1988) y publicada primeramente en inglés en 1924; y El
talón de hierro de Jack London, publicada en 1908. Y dicho todo esto
con las debidas cautelas sobre un concepto algo ambiguo como es el de la
distopía.
Pero vayamos al meollo de la cuestión. Kallocaína transcurre
en un tiempo impreciso, en un estado totalitario (el Estado del Mundo), donde
se ubica el Distrito de la Química, número 4, en que vive y trabaja el
protagonista. O al menos era ahí donde acostumbraba hacerlo, pues la novela
está narrada desde un momento posterior y desde una prisión, un largo racconto en
que Kall describe, en primera persona, las circunstancias que lo han llevado
hasta allí. “¿Qué contiene este libro, si no el relato de mi cobardía?”
El Estado del Mundo es una sociedad donde sus individuos,
los conmílites, viven permanentemente vigilados por un ojo y un oído policial
ubicados en todos los hogares. Como dice unos de los personajes: “no es la
infalibilidad lo que define al buen conmílite, y menos aún la infalibilidad en
cuestiones donde la ética estatal aún está por definirse. Sino ante todo la
capacidad de abandonar el propio punto de vista para abrazar el punto de vista
correcto”. Es así como los ciudadanos han renunciado a una parte importante
de sus vidas, en aras de un ente superior, el Estado, que les ofrece una
seguridad más duradera. Como era de esperar, esto implica enorme sacrificios,
como entregar a los hijos a una edad temprana para que sea el Estado quien
continúe con su formación, o no poder decir lo que uno piensa, o no podersentir (o,
al menos, aprender a no expresar los sentimientos: sería una muestra de
flaqueza). En el Estado del Mundo, ese estado con una tasa decreciente de
natalidad y sobre el que sobrevuela siempre la posibilidad de una guerra con su
estado vecino, la vida transcurre bajo tierra, con desplazamientos en
paternóster o en metro, una metáfora más de la imposibilidad de acceder al
mundo de fuera.
Así las cosas, una sustancia como la kallocaína (y su
consecuente ley contra el temperamento subversivo) puede conducir a sus
gobernantes a conocer la verdad absoluta (extirpando así cualquier célula
disidente del organismo estatal) y condenar a los conmílites a una existencia
tan frustrada como amenazada. Los experimentos, que comienzan con miembros del
Servicio de Víctimas Voluntarias, no tardan en poner en evidencia la eficacia
de la sustancia: es la hora de la fabricación y experimentación a gran escala,
también de la delación y del sentimiento de culpabilidad. “Si hubiera razón
y fundamento para que las personas se tuvieran confianza, jamás habría surgido
el Estado. La raíz sagrada y necesaria de la existencia del Estado es nuestra
bien fundamentada desconfianza mutua. Aquel que pone en tela de juicio este
principio básico pone en tela de juicio la existencia del Estado”.
Kallocaína es también una novela sobre el amor,
los celos, la lealtad, ¿hasta qué punto podemos fiarnos completamente de la
persona con la que convivimos?, ¿estamos condenados a la incomunicación?,
¿podemos fiarnos siquiera de nosotros mismos?, ¿es posible la consecución del
amor? Alguien (el eco quizá de la propia Boye) dice en la novela: “Se habla
del ‘amor’ como de un concepto romántico anticuado, pero me temo que existe a
pesar de todo y que, desde el principio, contiene un elemento
indescriptiblemente doloroso. Un hombre se siente atraído por una mujer, una
mujer, por un hombre, y a cada paso que los acerca, pierden algo de sí mismos:
una serie de derrotas donde uno esperaba victorias”.
La vida de Karin Boye fue probablemente también toda una
novela: miembro del grupo socialista sueco Clarté; tras separase de su marido
mantuvo una relación con Gunnel Bergström (esposa del poeta Gunnar Ekelöf); fue
traductora al sueco de la obra de T.S. Eliot; visitó esas dos referencias distópicas que
eran la Unión Soviética de Stalin y la Alemania abocada al nazismo de Hitler.
El 23 de abril de 1941, con apenas 40 años de edad, la escritora se suicida
atiborrándose de somníferos.
Karin Boye es quizá más conocida por su obra poética, que
incluye, además de las traducciones de T.S. Eliot, títulos como Moln (Nube), Tierra
oculta, Los hornos, Por la causa del árbol y Los
siete pecados capitales. En prosa: Astarte, Merit Vaknar, Kris, För
lite (Muy poco) y la colección de relatos Uppgörelser (Ajustes
de cuentas).
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