"EL PASO SUSPENDIDO DE LA CIGÜEÑA" - THEO ANGELOPOULOS

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
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Título original: To Meteoro Vima tou Pelargou (El paso suspendido de la cigüeña) (1991)
Director: Theo Angelopoulos
Guión: Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Petros Markaris
Intérpretes: Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Vassilis Bougiouclakis, Dora Chrisikou, Gregory Karr, Ilias Logothetis, Dimitris Poulikakos
Fotografía: Giorgos Arvanitis, Andreas Sinanos
Música: Eleni Karaindrou
Producción: Coproducción Grecia-Francia-Italia
Duración: 143 ’

B.S.O.


El reportero Aléxandros (Gregory Karr) es destinado, junto a su equipo de filmación, a la frontera entre Grecia y Albania para grabar cómo es la vida allí. Su viaje coincide temporalmente con el incidente del Pireo, en que unos polizontes asiáticos son descubiertos en un barco griego y, ante la negativa a concederles el asilo político, optan por arrojarse al mar y morir allí. “¿Cómo se va uno? ¿Por qué? ¿Adónde? Como decía el viejo verso olvidado: “No olvides que ha llegado la hora de viajar. El viento se lleva tus ojos lejos”, dice la voz en off de Aléxandros.
La frontera es ese lugar donde, como explica el coronel al mando de las tropas destinadas en la zona, “todo se sobredimensiona y la gente se vuelve loca”. El paso suspendido de la cigüeña va sobre la vida en el límite, junto a esa arbitraria línea trazada en el suelo de algún puente que cruza un río y que separa dos países, dos pueblos que en el fondo no son tan diferentes. Acercarse a esa línea es algo parecido al paso suspendido de una cigüeña, con un pie en tierra y el otro en el aire a punto de tomar una decisión. “Si doy un paso estoy en otro sitio o muerto”, aclara el coronel, ese hombre que para sobrellevar su penoso trabajo como vigilante de la frontera se ha vuelto un cínico y un borrachín. Frontera geográfica, por tanto, pero frontera también entre la vida y la muerte.
Aléxandros descubre una ciudad cercana a ese último confín, donde hace tiempo se creó un barrio, una especie de “sala de espera”, un gueto que ha ido creciendo hasta extenderse, como un tumor, por toda la ciudad, un espacio entre la nieve donde viven (o quizá están muriendo) refugiados kurdos, turcos, albaneses, polacos, rumanos, iraníes… a la espera de que su situación se resuelva. Un no lugar donde seres humanos malviven en casas de baja calidad o encerrados como mercancías en vagones de trenes varados (como describe una panorámica que va recorriendo esos compartimentos uno a uno). Un sitio a espaldas del mundo donde las personas adoptan el nombre que quieren y no tienen papeles. Por casualidad, en medio de ese paisaje de bruma, frío y humedad donde ocasionalmente sale un rayo de sol (tan típico del cine de Angelopoulos), Aléxandros descubre a un hombre muy parecido a un político (Marcello Mastroianni) que desapareció misteriosamente hace años, en el auge de su carrera como político y como escritor, tras la publicación de su profético La desesperación de finales de siglo, esa obra que conmocionó y que en su prefacio se anticipaba al futuro diciendo aquello de: “Supongamos que al escribir estas líneas estamos a 31 de diciembre de 1999…”. Aléxandros se va implicando progresivamente en los sucesos que se suceden delante de la cámara, abandonando su aséptica actitud de reportero, obsesionándose con la vida de este hombre enigmático, investigando en sus últimos días, hablando con su esposa, una Jeanne Moreau que susurra en inglés. ¿Cuántas fronteras ha de cruzar un hombre para estar en su casa? Por si fuera poco, Aléxandros se enamora de una joven a la que conoce, y a la que algún obstáculo misterioso impide que se entregue totalmente a él.
Sobre un fondo decadente, inhóspito y difuminado, las dos tramas se van entrecruzando, a menudo sin solución de continuidad gracias a los larguísimos planos-secuencia del maestro Theo Angelopoulos, coreografía sinuosa que exige de todo el equipo (técnico y artístico) un esfuerzo grande, pero que cuando obtiene el resultado buscado provoca en el espectador una implicación mucho mayor que la del montaje al que habitualmente le tiene acostumbrado otro tipo de cinematografías. La banda sonora de Eleni Karaindrou nos envuelve con la atmósfera de la nostalgia decadente de un acordeón, como esa suerte de valtz hermoso y trágico que se repite una vez y otra en la película. Otras veces no hay música de fondo, solo el silencio, un silencio prolongado y apenas quebrado por el ruido ambiente, el ladrido de un perro, el rumor de un río. “A veces hay que callar para oír la música que hay tras el sonido de la lluvia”, aseguraba el político en el parlamento, segundos antes de desaparecer.
Una de las metáforas habituales de Angelopoulos que aparece en El paso suspendido de la cigüeña (película que es pura alegoría) es la del viaje, ya sea interior o exterior, como símbolo de la vida. En la película, ese viaje tiene lugar a bordo de vehículos decadentes, o de trenes que llegan hasta esa ciudad fronteriza, o que sirven de vivienda, como fin del viaje y fin de la vida. También el río, otro viaje; ese río, impetuoso o sosegado, pero cargado de vida, y que sin embargo hace de frontera entre dos países o entre los dos amantes que aparecen hacia el final de la película celebrando su boda.
Pero, ¿quién ese ese hombre camaleónico al que todos aseguran haber visto en diferentes lugares?, ¿realmente se puede saber lo que uno es? Y si es el político, ¿por qué se marchó dejándolo todo, esposa incluida? ¿Cuál fue el mecanismo que en un momento dado falló y que provocó un colapso en su vida, convirtiéndole en un exiliado del mundo pero también de sí mismo? ¿Qué ocurriría si los amantes volvieran a encontrarse?, ¿puede seguir la vida como antes, después del paréntesis?
El cine de Angelopoulos no es de los que dan respuestas, sino más bien todo lo contrario, deja preguntas en el aire, acaso irresolubles entre la bruma, a sabiendas de que la vida es ese paisaje desolado, frío y húmedo, en que cohabitan la incertidumbre y el silencio, donde ocasionalmente (y solo ocasionalmente) aparece un rayo de sol. Y mientras, una brigada de hombres ataviados con uniformes amarillos se encarama en lo alto de los postes telefónicos, intentando restablecer la comunicación…


El 24 de enero de 2012 Theo Angelopoulos fue arrollado por una moto mientras cruzaba una avenida en la periferia ateniense. Se hallaba buscando localizaciones para su próxima película, El otro mar, sobre los efectos de la crisis en Grecia. Pero Theo Angelopoulos no murió ese frío día de enero: aquel accidente ridículo fue solo el inicio de un plano-secuencia, uno largo y silencioso… Como decía el viejo verso olvidado: "No olvides que ha llegado la hora de viajar. El viento se lleva tus ojos lejos".

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