Como dice el título del libro, en sus casi 400 páginas Martin A. Lee y Bruce Shlain hacen un repaso exhaustivo a la historia del LSD, del ácido lisérgico, desde su descubrimiento accidental por el doctor Albert Hoffman en 1938 en los laboratorios de la Sandoz (Suiza) hasta nuestros días.
La obra, que data del año 1985, está estructurada en dos partes: Orígenes de la psiquedelia (hasta 1965) y Ácido para las masas (de 1965 en adelante).
En la primera se habla de los experimentos que la CIA y el ejército estadounidense hicieron durante la década de los 50 con el ácido lisérgico y otras drogas, en su búsqueda imparable de armas de control mental para enfrentarse al enemigo, dentro o fuera del país. Conviene recordar que era una época de paranoia y de Guerra Fría. Así, de una manera voluntaria o totalmente forzada, se probó el ácido con diferentes sujetos. La conclusión a la que se llegó fue que provocaba ansiedad, sin tener en cuenta la forma en que el ácido era consumido.
Poco a poco, el LSD se va introduciendo en círculos académicos y científicos, y comienza su expansión, de una manera más o menos velada, por todo los ámbitos de la sociedad estadounidense. Es entonces cuando empiezan a circular por el libro todo tipo de personajes estrafalarios, de vidas rocambolescas, que hacen del consumo del nuevo alucinógeno casi un sacramento, y que como apóstoles de la recién inaugurada religión tratan de iniciar en ella, en los años 50, a todo aquél que se cruza en sus caminos.
Alfred M. Hubbard, hombre brusco y agente secreto de pasado oscuro, recorre el mundo con una petaca llena de lisérgico y va repartiendo ácido a todo el mundo. Aldoux Huxley es la erudición. Describe su experiencia con la mescalina en Las Puertas de la Percepción. Para él, el anhelo de experiencias trascendentales y visionarias no es más que un imperativo biológico. En el umbral de su muerte le es administrada una dosis de LSD para el viaje definitivo. El Doctor Humphry Osmond intenta aplicar la mescalina en el tratamiento de la esquizofrenia y experimenta también con alcohólicos para desengancharlos. El poeta Allen Ginsberg capaz de probar todo tipo de drogas en su búsqueda incesante del satori definitivo, de la Gran Visión, y capaz también de escribir bajo sus efectos. El médico psicólogo Timothy Leary que tras degustar unos hongos se convierte a la nueva religión. Sus experimentos con psilocibina no sólo los aplica a sus pacientes, también a sí mismo. La heterodoxia de sus métodos provocará finalmente su expulsión (y la de su colega Richard Alpert) de Harvard. Tenaz en su cruzada, encuentra a un mecenas, el millonario Billy Hitchcok, que pone a disposición de Leary y su grupo de iniciados una mansión en las afueras de Nueva York, Millbrook, para que puedan desarrollar sus investigaciones sin ningún problema. Convertida en una verdadera central psiquedélica de la costa este, por Millbrook pasarán importantes personajes de la época, deseosos de experimentar su propio viaje. Leary no dudará en hacer del Libro Tibetano de los Muertos todo un manual de iniciación psiquedélica.
Ya en los 60 aparece la estrambótica figura de Ken Kesey, iniciado en el ácido como cobaya humana de un programa de investigación gubernamental. Escritor, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, él y sus seguidores, los Merry Pranksters (los Alegres Pillastres) se harán con un viejo autobús escolar, el Furthur, pintado con colores electrizantes con el que, desde California, irán recorriendo EEUU con los altavoces a todo trapo y ofreciendo catas gratuitas del alucinógeno. El conductor del autobús es Neal Cassady, uno de los protagonistas de En el camino, y paradigma de toda una generación beat. Su periplo les llevará a reunirse con la otra comuna, el grupo de Millbrook, en Nueva York. Todo ocurre en mitad de una década apasionante, en los tiempos de la contracultura, de la experimentación, de la protesta contra la guerra de Vietnam y contra la segregación racial…
La segunda parte del libro, Ácido para las masas, se inicia en 1965. Es el momento en que los hippies (a los que Ronald Reagan, gobernador por entonces de California, define como "… gente que se viste como Tarzán, lleva el pelo como Jane y huele como Chita") cogen el relevo de los beatniks y se instalan en el Haight-Ashbury de San Francisco. Otro tanto ocurre en el East Village de Nueva York. Es momento también para los grandes festivales de música al aire libre, como el de Monterey en 1967 en pleno verano del amor o el de Woodstock en 1969, con hordas de jóvenes viajando en comunión. No sólo ellos, también estrellas de la música como Hendrix, los Beatles o los grupos de rock ácido, fríen sus sesos mientras intentan expandir sus conciencias. Augusto Owsley Stanley III, el "alcalde extraoficial de San Francisco" inunda el mercado con el ácido fabricado por él mismo, en su condición de mago-alquimista. Las autoridades no tardan en reaccionar con una campaña de desprestigio contra el ácido, advirtiendo de los peligros de un mal viaje; empeño magnificado, como es habitual, por unos mass media afines, y que culminará con la prohibición del ácido lisérgico.
Ahora desfilan por el libro diferentes grupos sociales, un verdadero maremágnum de siglas y de apelativos, relacionados unos con otros, cuyos miembros están impregnados de rebeldía y de lisérgico, y cuyas diferencias radican básicamente en dos dilemas: ¿Qué ha de ser primero la revolución individual o la colectiva?, ¿la revolución ha de ser pacífica o violenta? La Nueva Izquierda, los diggers y sus provocadoras performances callejeras, los yippies (del Partido Internacional de la Juventud) y su mezcla de hippismo, marxismo (grouchista) y psicodelia; los joputas y sus acciones de violencia callejera; los Panteras Negras y su actitud violenta y armada; su equivalente, los Panteras Blancas; el Living Theater y su teatro de guerrilla; los Hombres del Tiempo y su disposición abiertamente terrorista…
A medida que la década de los 60 se acerca a su final, la actitud de Peace & Love se irá radicalizando hasta degenerar en situaciones de violencia. El paradigma ahora es esa portada del Berkeley Tribe, donde aparece una familia hippie con el padre armado hasta los dientes. Robert Kennedy es asesinado, Martin Luther King también, la violencia estalla por todo el país. Y mientras, la guerra continúa en Vietnam, con los combatientes de ambas partes disparándose y friéndose los sesos con LSD y otras sustancias.
Entretanto, en el sur de California hace su aparición la Hermandad del Amor Eterno, grupo religioso-espiritual involucrado también, con su Orange Sunshine, en la cruzada lisérgica. La Hermandad terminará por convertirse en una mafia de tráfico de drogas a nivel mundial, donde no faltan los tentáculos alargados de la CIA, y que acabará salpicando al propio Timothy Leary, que dará con sus huesos en prisión. Es la hora de la revancha y las autoridades deciden acabar con la Hermandad y todos los que de alguna manera se han mostrado partidarios del LSD. La posterior huida de Leary de la cárcel y su ulterior periplo por África, Europa y de nuevo EEUU da como para hacer una película.
Una de las tesis que se aventuran como posibles es que la propia CIA (que no le hacía ascos a participar en el tráfico de drogas o de capitales, ni a inmiscuirse en cualquier conflicto mundial que pudiera dañar los intereses estadounidenses) hubiera decidido inundar el país con ácido para debilitar toda la oposición (consumidora en su mayoría de tripis), muy numerosa por entonces, y dividirla. Cierto o no, el hecho es que precisamente eso fue lo que ocurrió, si bien tal vez todo el esfuerzo contracultural terminó difuminándose por pura evolución. La década de los 60 fue como una gran llamarada electrizante de energía que luego terminó extinguiéndose. No todo fue en vano, gracias a toda esa contracultura, a toda esa oposición, se retiró un presidente belicista, Lyndon B. Johnson (LBJ), y se evitó un bombardeo nuclear contra los comunistas de Vietnam. También la actitud ante las drogas cambió en favor de la libertad individual.
Posteriormente, el LSD se ha seguido usando por todo el mundo, si bien ya no con aquella actitud de autoconocimiento, de rebeldía, tan propia de los 60, sino más bien como una vía de evasión, de diversión. En algunos países se está debatiendo aún sobre su posible uso terapéutico.
Sueños de ácido no es sólo un ensayo bien documentado sobre el LSD, es también toda una lección de historia de un período que conmovió al mundo, donde no falta el humor y que por momentos se lee como si fuera una novela. Advertir que es un libro difícil de encontrar en las librerías, al menos en Madrid. Toda una lástima que pone en evidencia cómo funciona el negocio de los libros.
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