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«AMISTAD» - RAYMOND CARVER

... el siguiente texto de Raymond Carver fue publicado por Granta, nº 25, en otoño de 1988. Habla de la amistad en general, y más en particular de la amistad que Carver mantuvo con otros dos escritores estadounideneses: Tobias Wolff y Richard Ford. Aparece en el libro Sin heroísmos, por favor (Bartleby Editores) y está traducido por Jaime Priede. 
El concepto carveriano de amistad queda patente en el párrafo en que dice: «¿Elegiría, suponiendo que tuviera que elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único modo de conservar los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas y me enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos. Tampoco lo harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos bien. En parte somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos queremos a nosotros mismos un poco más»...

Tobias Wolff, Raymond Carver y Richard Ford

AMISTAD

Mira qué contentos parecen estos tipos. Están en Londres y acaban de realizar una lectura en una sala abarrotada del Nacional Poetry Centre. A los críticos les ha dado por decir que los tres forman parte del “Realismo Sucio”. Pero Ford, Wolff y Carver no se lo toman en serio. Les hace gracia y hacen bromas sobre ello, como sobre tantas otras cosas. No se sienten parte de ningún grupo.
Es verdad que son amigos. También es verdad que comparten intereses comunes, conocen a la misma gente y a veces publican en las mismas revistas. Pero no se ven como abanderados de movimiento alguno. Son amigos y escritores que se lo pasan bien juntos, contándose sus cosas. Saben que la suerte juega su papel y se sienten afortunados, pero también son tan vanidosos como los demás escritores y creen que merecen todo lo bueno que les venga (aunque ocurre tan pocas veces que se sorprenden cuando les toca). Han escrito novelas, libros de relatos cortos y de poemas, ensayos, artículos, obras de teatro y crítica. Su trabajo y sus personalidades varían tanto como la brisa del mar. Esas diferencias, sin olvidar lo que comparten, les hacen ser tan amigos.
La razón por la cual están en Londres y no vuelven a sus casas en Siracusa, Nueva York (Wolff), Coahoma, Mississippi (Ford) y Port Angeles, Washington (Carver) es que los tres están a punto de publicar en Inglaterra. Libros que no tienen mucho en común (me parece a mí), pero que intentan aportar algo. Seguiría pensando así aunque dejáramos de ser amigos, lo cual espero que no ocurra.
Me emociono ante esta foto tomada hace tres años. Al mirarla, me gusta pensar que la amistad es imperecedera. Así es, al menos hasta ahora. Lo que está claro en la foto es que se divierten juntos. Lo único que están pensando es cuándo terminará el fotógrafo para poder charlar y pasar juntos un buen rato. Tienen planes para esa tarde. No desean que pase el tiempo. No tienen ningún interés en que llegue la noche y que las cosas vayan decayendo con la fatiga. La verdad es que hace tiempo que no se ven, por eso se lo quieren pasar bien, como buenos amigos. Les gustaría que las cosas siguieran así siempre. Hasta el final.
Ese final es la muerte. En la foto ese pensamiento está muy lejos, pero no tanto cuando están a solas. Las cosas se acaban. Llega el final. La gente deja de vivir. El azar hará que dos de los tres amigos de la foto se queden mirando fijamente los restos mortales -restos- del otro cuando llegue el momento. Es terrible pensarlo, ya lo sé, pero la única posibilidad que tienes de no asistir al entierro de tus amigos es que ellos asistan al tuyo.

Quiero dejar de pensar cosas tristes sobre la amistad, que en parte se parece a otro sueño compartido como es el matrimonio, en el que los integrantes tienen que creérselo y poner en ello toda su confianza. Confiar en que durará siempre.
Con la amistad pasa lo mismo que con el amor: recuerdas cuándo y dónde os conocisteis. Me presentaron a Richard Ford en Dallas, en el vestíbulo del Hotel Milton, rodeados de unos cuantos escritores. Un amigo común, el poeta Michael Ryan, nos había invitado a unas jornadas literarias en la Southern Methodist University. Hasta el día en que subí al avión en San Francisco no sabía si sería capaz de volar. Me disponía a salir de la cueva por primera vez tras dejar la bebida. Estaba sobrio pero temblando.
Sin embargo, Ford transmitía seguridad. Elegante en el porte, en la ropa, incluso en su forma pausada y educada de hablar con acento sureño. Le miré de arriba abajo, imagino. Puede que incluso haya deseado ser como él por tener las cosas tan claras. Su novela Un trozo de mi corazón me había encantado y me alegró tener la oportunidad de decírselo. El también se mostró entusiasmado con mis relatos. Queríamos charlar un poco más pero era tarde y teníamos que irnos. Nos dimos la mano de nuevo a modo de despedida. A la mañana siguiente, bien temprano, nos encontramos en el restaurante del hotel y compartimos mesa. Recuerdo que Richard pidió tostadas, jamón, cereales y zumo. Decía: “Sí, madame”, “No, madame” o “Gracias, madame” a la camarera. Me gustaba su forma de hablar. Me dio a probar sus cereales. Hablamos de muchas cosas en aquel desayuno, como si nos conociéramos desde siempre.
Pasamos juntos todo el tiempo que pudimos el resto de los días. Al despedirnos, me invitó a visitarle en Princeton, donde vivía con su mujer. Pensé que mis posibilidades de ir a Princeton eran más bien escasas, por decirlo suavemente. Pero le dije que lo intentaría. Supe que acababa de hacer un amigo, un buen amigo. El tipo de amigo por el que te desviarías de tu camino.
Dos meses después, en enero de 1978, me encontraba en Plainfield, Vermont, en el campus del Goddard College. Toby Wolff estaba allí con la misma ansiedad y mirada asustada que debía tener yo. Su habitación (parecían celdas, más bien) estaba al lado de la mía en unos malditos barracones que antes habían ocupado unos chicos de familias ricas que buscaban una educación alternativa a la convencional del college. Allí estábamos Toby y yo pensando en volver a casa y dar las clases por correo. Dos semanas por delante. Hacía treinta y seis grados bajo cero. Había ocho pulgadas de nieve y Plainfield era el sitio más frío del país.
A nadie podía extrañarle tanto verse en el Goddard College de Vermont en pleno enero como a Toby y a mí. Toby estaba allí supliendo la baja de última hora de un escritor que le había recomendado para sustituirle. Ellen Voigt, la directora del programa, no sólo invitó a Toby sin haberlo visto en la vida sino que, milagro de milagros, le dio una oportunidad a un alcohólico en la primera fase de su rehabilitación.
Las dos primeras noches Toby no pudo dormir. Tenía insomnio pero se reía de sí mismo. En cierto modo era aún más vulnerable que yo, y eso es decir mucho. Estábamos rodeados de escritores y miembros de la facultad, algunos muy prestigiosos. Toby aún no había publicado su primer libro, tan sólo varios relatos en diversas revistas literarias. Yo había publicado un libro, un par de ellos a decir verdad, pero hacía tiempo que no escribía nada y no me sentía escritor. Recuerdo que me desperté a las cinco de la mañana lleno de ansiedad, y me encontré a Toby en la cocina comiéndose un sándwich con un vaso de leche. Parecía alicaído, como si no hubiera dormido desde hace días. Cosa que era cierta. Nos vino bien hacernos compañía. Preparé un colacao para los dos y empezamos a charlar con la sensación de estar viviendo un momento importante. Aún estaba oscuro y oíamos el chasquido de los árboles afuera. Por la ventana que estaba encima del fregadero veíamos las luces a lo lejos, hacia el norte.
Pasamos como pudimos el resto de los días. Dimos juntos una clase sobre Chéjov y nos reímos un montón. Parecía que estábamos tocando fondo, pero sentíamos que la suerte estaba empezando a cambiar. Toby me dijo que no dejara de ir a visitarlo cuando pasara por Phoenix. Claro, le respondí. Seguro. Le comenté que me había encontrado con Richard Ford no hacía mucho y me dijo que Richard era un buen amigo de Geoffrey, su hermano, con quien trabé amistad un año después o así. La cadena, una vez más.
En 1980, Richard y Toby se hicieron amigos. Me gusta que mis amigos se conozcan por su cuenta, que se cojan afecto y empiecen su propia amistad. Todo eso me parece muy enriquecedor, pero recuerdo las reservas de Richard antes de conocer a Toby: “Seguro que es un buen tipo, pero no necesito más amigos en mi vida ahora. No puedo complacer a más, apenas me queda tiempo para atender a los viejos amigos”.

Tuve dos vidas. La primera finalizó en junio de 1977, cuando dejé de beber. No he perdido muchos amigos desde entonces, sólo compañeros de parranda. Los había perdido antes. Los había ido perdiendo de vista sin darme cuenta.
¿Elegiría, suponiendo que tuviera que elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único modo de conservar los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas y me enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos. Tampoco lo harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos bien. En parte somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos queremos a nosotros mismos un poco más.
Mira la foto de nuevo. Nos sentimos bien, nos gusta ser escritores. No querríamos ser otra cosa, aunque también lo hemos sido en algún momento de nuestra vida. Estamos muy satisfechos de que las cosas hayan sido así y nos hayan llevado hasta aquí. Nos lo estamos pasando bien, como ves. Somos amigos. Y se supone que los amigos se lo pasan bien cuando están juntos.

«MANZANAS ROJAS Y BRILLANTES» - RAYMOND CARVER


... el siguiente relato fue escrito por Raymond Carver en 1967, cuando trabajaba como conserje nocturno en el hospital del Sacramento State Collage. Apareció publicado en Gato Magazine, n° 1, y es el único texto de carácter experimental que intentó Raymond Carver. Está traducido por Jaime Priede y aparece incluido en Sin heroísmos, por favor (Bartleby Editores).
En un penoso entorno familiar, el relato muestra dos tipos de realidades: en la primera mitad del cuento aparece la realidad del contexto donde transcurre la acción, y en la segunda mitad la "realidad" de la mente, enfebrecida y peligrosa, de Rudy, el protagonista. Pero, ¿cuál es más real?...


MANZANAS ROJAS Y BRILLANTES

“No puedo hacer aguas, mami”, dijo el Viejo Hutchins saliendo del baño con lágrimas en los ojos.
“Abróchate la bragueta, pa”, gritó Rudy. El viejo hizo un gesto de rabia con la mano. Saltó de la silla y buscó el boomerang. “¿Has visto mi boomerang, ma?”
“No, no lo he visto”, dijo Mamá Hutchins con paciencia. “Pórtate bien, Rudy, mientras ayudo a tu pa. Ya le has oído, no puede orinar. Pero abróchate la bragueta, papi, como dice Rudy”.
Suspirando, el Viejo Hutchins hizo lo que le decía. Mamá Hutchins se acercó con mirada preocupada. Las manos en el mandil.
“Es lo que me dijo el Dr. Porter que me pasaría, mami”, dijo el Viejo Hutchins dejándose caer de espaldas contra la pared como si se fuera a morir en aquel instante. “Un día te levantarás y no podrás hacer aguas”.
“¡Cállate!”, gritó Rudy. “¡Todo el día hablando, hablando y hablando! ¡Ya estoy harto!”.
“Cálmate, Rudy”, le dijo Mamá Hutchins con un hilo de voz mientras se iba un paso o dos hacia atrás con el Viejo Hutchins en brazos.
Rudy pateaba arriba y abajo el suelo de linóleo de la sala escasamente amueblada pero limpia. Metía y sacaba las manos en los bolsillos y le lanzaba miradas amenazantes al Viejo Hutchins, que se balanceaba flácidamente en los brazos de Mamá Hutchins.
En aquel instante llegó de la cocina un apetitoso olor a tarta de manzana recién hecha. Rudy se pasó la lengua por los labios y se acordó, a pesar del enfado, de que era hora de comer algo. De vez en cuando miraba por el rabillo del ojo a Ben, sentado en su silla de roble cerca de la máquina de coser a pedales. Pero Ben no levantaba la vista de su ejemplar de Restless Guns.
Rudy no le entendía. Seguía vagando por la sala. De vez en cuando golpeaba una silla o rompía una lámpara. Mamá Hutchins y el Viejo Hutchins intentaban llegar al baño. Rudy se detuvo de repente y les miró fijamente. Luego miró a Ben otra vez. No podía entender a Ben. No entendía a ninguno, pero a Ben menos que a los otros dos. A veces le apetecía prestarle un poco de atención, pero Ben siempre tenía la nariz metida en un libro. Ben leía a Zane Grey, Louis L´Amour, Ernest Haycox, Luke Short. Ben pensaba que Zane Grey, Louis L´Amour y Ernest Haycox estaban bien, pero no eran tan buenos como Luke Short. Pensaba que Luke Short era el mejor de todos. Había leído sus libros cuarenta o cincuenta veces. Tenía que matar el tiempo de algún modo. Hacía ya siete u ocho años que se había caído podando árboles para la Pacific Lumber y tenía que pasar el rato de algún modo. Sólo podía mover la parte superior de su cuerpo, así que también había perdido agilidad, rapidez de movimientos. No había pronunciado una sola palabra desde el día de la caída. Hasta entonces había sido un chico tranquilo, no molestaba a nadie. “Sigue sin molestar”, decía la madre cuando le preguntaban. Tranquilo como un ratón y necesitando muy poca cosa.
Además, a principios de cada mes, Ben recibía una pequeña pensión como discapacitado. No mucho, pero lo suficiente para vivir todos. El Viejo Hutchins dejó de trabajar cuando empezó a llegar el cheque. No le gustaba su jefe, eso es lo que dijo. Rudy nunca se fue de casa. Tampoco terminó los estudios. Ben sí, pero Rudy lo había dejado. Ahora tenía miedo de que lo reclutaran. La idea de ser alistado le ponía nervioso. No podía soportarlo. Mamá Hutchins había sido siempre ama de casa. No era muy inteligente pero sabía bien cómo llegar a fin de mes. No obstante, si se veían apretados, iba a la ciudad con una buena caja de manzanas a la espalda y las vendía frente a la farmacia Johnson a diez centavos. El señor Johnson y sus empleados la conocían y siempre les daba una manzana roja y brillante que frotaba con el borde del vestido.
Rudy empezó a dar violentas cuchilladas de un lado a otro. El cuchillo zumbando en el aire. Parecía haberse olvidado de la vieja pareja que se agachaba en el pasillo.
“No te preocupes más, cariño”, le decía débilmente Mamá Hutchins al Viejo Hutchins. “El doctor Porter te pondrá bien. Una operación de próstata es algo habitual, se hacen muchas todos los días. Mira a McMillian, el Primer Ministro. ¿Recuerdas al Primer Ministro McMillian, papi? Cuando era Primer Ministro y se operó de próstata se puso bien en poco tiempo, muy poco. Así que arriba ese ánimo, porque...”
“¡Cállate, cállate ya!” Rudy hizo una embestida con el cuchillo para asustarlos, pero ellos retrocedieron. Afortunadamente, Mamá Hutchins tuvo fuerza suficiente como para llamar con un silbido a Yeller, un perro grande y desgreñado que rápidamente entró en la casa por el porche trasero y se abalanzó sobre Rudy, empujándolo hacia atrás.
Rudy retrocedió despacio, asustado por la forma de respirar del perro. Al pasar caminando de espaldas por la salita cogió de la mesa el objeto más querido del Viejo Hutchins, un cenicero hecho con la pezuña de un arce, y lo arrojo al jardín.
El Viejo Hutchins perdió los nervios y empezó a llorar otra vez. Desde hacía un mes Rudy no paraba de meterse con él y tenía los nervios destrozados, aunque nunca los había tenido muy bien.
Esto es lo que había pasado: el Viejo Hutchins estaba tomando un baño cuando Rudy entró a hurtadillas y le arrojó el fonógrafo a la bañera. Pudo haber sido grave, incluso fatal, si con las prisas Rudy no hubiera olvidado conectarlo. Así y todo, el Viejo Hutchins había recibido un fuerte golpe en su muslo derecho cuando el fonógrafo voló desde la puerta abierta. Ocurrió justo después de que Rudy hubiera visto una película en la ciudad titulada Goldfinger. Ahora nadie bajaba la guardia en ningún momento, especialmente cuando Rudy se acercaba a la ciudad. A saber lo que se le podía ocurrir viendo una película. Era muy impresionable “Está en una edad muy impresionable”, le decía Mamá Hutchins al Viejo Hutchins. Ben nunca decía nada, ni a favor ni en contra. Nadie podía llegar a Ben. Ni siquiera su madre, Mamá Hutchins.
Rudy se encerró en el establo el tiempo suficiente como |para zamparse media tarta. Encabestró a Em, su camella favorita. La sacó por la puerta de atrás atravesando tranquilamente la intrincada red de trampas, hoyos tapados y cepos. Una vez en terreno despejado, tiró de la oreja de Em y le ordenó arrodillarse. Montó y se fue.
Se alejó por detrás de la casa y subió las colinas cubiertas de artemisa. Se detuvo en un pequeño saliente para mirar la casa familiar. Le hubiera gustado tener a mano dinamita y un detonador para borrarla de la faz de la tierra, como había hecho Lawrence de Arabia con aquellos trenes.
Le molestaba simplemente el verla, la hacienda familiar. Todos estaban locos allí abajo. No se les echaría de menos. ¿Los echaría de menos él? No, no los echaría de menos. Aún le quedarían las tierras y las manzanas. Al diablo también con las tierras y las manzanas. Le hubiera gustado tener un poco de dinamita.
Guió a Em hacia el arroyo seco. Con el sol pegado a la espalda, trotó hasta el final del cañón. Se detuvo, desmontó y tras una roca destapó la lona que cubría el gran revólver Smith & Wesson, el poncho y el sombrero. Se vistió y metió el revólver por el cinturón. Se le cayó. Lo metió otra vez y se le cayó de nuevo. Entonces decidió llevarlo en la mano, aunque pesaba bastante y era complicado guiar a Em. Exigía mucha destreza por su parte, pero pensaba que podría hacerlo, que sería capaz.
De vuelta en la granja, dejó a Em en el establo y se dirigió a la casa. Vio el cenicero de pezuña de arce todavía en el jardín con unas pocas moscas volando por encima. Se rió despectivamente: el viejo no se había atrevido a salir para cogerlo. Tuvo una idea.
Irrumpió en la cocina. El Viejo Hutchins, sentado tranquilamente a la mesa de la cocina, sorbía su café con leche y se quedó pasmado mirándole. Mamá Hutchins estaba metiendo otra tarta de manzana en el horno.
“Manzanas, manzanas, manzanas”, chilló Rudy en un ataque de ira seguido de una risa nerviosa. Blandía su colt 45 en el aire. Los empujó hasta la sala. Ben alzó la vista con una ligera muestra de interés y luego volvió a su libro. Era Rawhilde Trail, de Luke Short.
“Eso es”, dijo Rudy levantando la voz. “Eso es, eso es, eso es”.
Casi como si esperara un beso, Mamá Hutchins se mordió un labio intentando llamar a Yeller, pero Rudy se reía dando alaridos. Apuntó a la ventana con el cañón de su Winchester. “Ahí está Yeller”, dijo. Mamá Hutchins y el Viejo Hutchins se acercaron y vieron a Yeller corriendo por el huerto con el cenicero en la boca. “Ahí está tu viejo Yeller”, dijo Rudy.
El Viejo Hutchins empezó a gemir cayéndose de rodillas. Mamá Hutchins se agachó echándole una mirada de súplica a Rudy. Rudy, que estaba a unos cuatro pies de ellos, a la derecha del escabel rojo.
“Rudy, no vas a hacernos nada, querido, luego te arrepentirías. No vas a hacernos daño ni a tu pa ni a mí, ¿verdad?”
“No es mi padre, no lo es, no lo es y no lo es”, dijo Rudy moviéndose por la sala y mirando a Ben de vez en cuando, que no se había vuelto a mover.
“No digas que no lo es, Rudy”, le reprochó suavemente Mamá Hutchins.
“Hijo”, le dijo el Viejo Hutchins dejando de suspirar, “¿verdad que no harías daño a un pobre viejo inválido y enfermo?”
“Resopla, resopla otra vez y te resoplo yo”, le dijo Rudy balanceando el cañón recortado del calibre 38 bajo la nariz respingona del Viejo Hutchins. “Te diré lo que voy a hacer contigo”. Se movía de lado a lado, como columpiándose. Luego volvió a caminar por la sala, “No, no voy a dispararte, sería demasiado bueno para ti”. Pero disparó una ráfaga hacia la pared de la cocina para demostrarles que dominaba la situación.
Ben alzó la vista del libro. Tenía una expresión tierna e indolente. Miró fijamente a Rudy como si no lo reconociera. Luego volvió al libro. Estaba en una elegante habitación del hotel The Palace en Virginia City. Abajo le esperaban tres o cuatro hombres en el bar para ajustar cuentas, pero ahora iba a darse tranquilamente el primer baño desde hacía tres meses.
Rudy vaciló un momento. Luego miró alrededor, nervioso. Sus ojos se posaron en el gran reloj de cuerda que llevaba siete años en la familia. “¿Ves el reloj, ma? Cuando la manecilla grande se ponga encima de la pequeña habrá una explosión. ¡Bumm! Saltará todo por los aires”. Dio un brinco hasta la puerta y saltó al porche.
Se sentó apoyado en un manzano a unos cien metros de la casa. Iba a esperar hasta que aparecieran todos por el porche: Mamá Hutchins, el Viejo Hutchins e incluso Ben. Allí los tres con las pocas pertenencias que quisieran salvar. Ya se las quitaría luego. Hizo un barrido con su telescopio, enfocando la ventana, una silla de mimbre, un tiesto agrietado secándose al sol en uno de los peldaños. Suspiró profundamente y se sentó a esperar.
Esperó y esperó, pero no aparecían. Una pequeña bandada de codornices de California rondaba el huerto, posándose de vez en cuando para picar una manzana del suelo o buscar en el suelo alrededor del árbol un sabroso gusano. Se quedó mirándolas y se olvidó del porche. Se tumbó tras el árbol, casi sin respirar. Las codornices no le veían y se acercaban cada vez más, hablando entre ellas mientras picaban las manzanas o escrutaban el suelo. Se inclinó hacia delante con la mano en la oreja para escuchar lo que se decían. Las codornices hablaban de Vietnam.
Esto era ya demasiado. Es posible que pegara un grito. Dio una palmada y las espantó. Ben, Vietnam, las manzanas, la próstata: ¿Qué sentido tenía?, ¿había alguna conexión entre Marshall Dillon y James Bond?, ¿entre Oddjob y el Capitán Easy? Y si fuera así, ¿cómo podría relacionarlo todo Luke Short?, ¿y Ted Trueblood? La cabeza le daba vueltas.
Con una mirada desamparada al porche vacío, se metió en la boca el doble cañón recientemente pavonado del calibre 12.

"TRES ROSAS AMARILLAS" - RAYMOND CARVER

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:http://www.larepublicacultural.es/article3992.html

Como advierte el editor los relatos de Tres Rosas Amarillas formaron parte, como "New Stories", de la antología de Raymond Carver Where I´m Calling From (1988) y se publicaron como un libro separado en Gran Bretaña con el título Elephant and Other Stories (1988).
1988 fue también el año en que murió Raymond Carver, con un tumor cerebral y cáncer en el pulmón. En su última década de vida, junto a la poeta Tess Gallagher, había conseguido abandonar el alcohol definitivamente y parecía disfrutar de una vida por primera vez equilibrada.
Tres Rosas Amarillas está integrado por siete relatos, donde Raymond Carver va entreverando, como en el resto de su obra, algunos aspectos de su biografía. En los seis primeros (dejando fuera el relato titulado Tres Rosas Amarillas) aparece el escenario típico de los relatos carverianos, el de los perdedores, el de las parejas al borde de la ruptura, el de las familias desgajadas, etc. Un hecho notable es que el alcohol ha desaparecido prácticamente de estas páginas. Ahora sus personajes beben Pepsi o incluso leche. De hecho, un personaje tiene un sueño con el whisky y, al despertar, considera que es lo peor que le podía haber pasado.
El relato Cajas debe su título a las cajas en que una mujer, la madre del narrador (tal vez la del propio Carver), tiene almacenadas todas sus pertenencias (toda su vida, si se prefiere), preparada siempre a cambiar de domicilio y rehacer de nuevo su vida. Pronto encontrará algún motivo sólido para detestar el nuevo lugar de acogida.
En Quienquiera que hubiera dormido en esta cama una pareja recibe una llamada telefónica en mitad de la madrugada, una mujer borracha pregunta por alguien que no vive allí. Tras dejar descolgado el teléfono, el en principio inofensivo incidente desencadena una serie de reacciones, de preguntas, en la pareja, sobre la confianza entre ambos, la enfermedad… Finalmente, con el teléfono ya colgado otra vez, se recibe una nueva llamada por parte de la misma mujer. Ese hubiera sido un final perfecto, pero Carver añade una página entera que termina por deslucir, desde mi punto de vista, un poco el relato.
En Intimidad un hombre, de paso por la ciudad donde vive su ex-esposa, decide acercarse a verla. Ella aprovechará su estancia breve en la casa para desahogarse lanzándole un reproche tras otro, mientras el tipo aguanta estoicamente sentado. Finalmente, la mujer le informa de que no tiene que preocuparse: pese a todo, lo ha perdonado.
En Menudo de nuevo estamos ante un hombre, uno casado, que no puede dormir. Está espiando lo que ocurre en la casa de los vecinos, a su vecina, con la que tiene un affaire. El hombre rememora lo que ha sido su vida sentimental: con Molly, la mujer de toda su vida; con Vicky, su mujer actual, a la que engaña; y con Amanda, la mujer de la casa de al lado, la que se supone que ha de ser el amor del futuro cercano.
El elefante es casi una fábula, moraleja incluida. Un hombre se ve acorralado por las continuas peticiones económicas que hacen miembros de su entorno (acaso el entorno del propio Carver): su madre, su hermano, sus hijos…, y que van mermando progresivamente su calidad de vida, al menos en lo material. Tal es el acoso que sufre el tipo que amenaza con dejarlo y largarse a Australia. Después el hombre, desmotivado y en su cama, tiene un sueño "alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de niños". Esta suerte de epifanía, que le lleva a comprender que en realidad la vida no es más que una sucesión de problemas que hay que estar resolviendo continuamente, es lo que hace que el hombre se levante de la cama y salga a trabajar.
En Caballos en la niebla el protagonista recibe una misteriosa carta que alguien ha pasado por debajo de la puerta de su estudio. El hombre, con una memoria prodigiosa, la lee, mientras en el exterior la niebla se va haciendo dueña de la noche. Aparentemente, la carta ha sido escrita por su propia esposa, con la que comparte casa y vida, si bien la letra no es la suya. En ella, la esposa constata el declive de su matrimonio. El marido no ha terminado de leer la larga carta cuando ya corre a pedir explicaciones a su mujer. La encuentra al lado de la casa, vestida con sus mejores galas y con una maleta, a punto de marcharse. Es justo ese el momento en que se produce un hecho tan extraordinario como poético: dos caballos aparecen en mitad de la madrugada, emergiendo de entre la niebla. La mujer acaricia sus crines. Finalmente, aparecerán un policía (un hombre sarcástico que se ríe del amor) y el camionero encargado de meter a los dos caballos en un furgón de transporte. La mujer se va en el camión, y el esposo comprende que esa marcha no tiene vuelta atrás. En cuanto al detalle de la letra de la carta, cuyo enigma ha impulsado el relato hacia adelante, Carver opina que no es necesario explicarlo, lo considera un detalle sin importancia. "¿Cómo podría serlo después de las secuelas de la carta?".
Tres Rosas Amarillas es el relato que como auténtico broche de oro cierra el libro y que le da título (también se lo da a una librería madrileña). Probablemente es el mejor de todo el volumen. Carver abandona su universo habitual y hace un relato de época: los últimos años de uno de sus maestros, el ruso Anton Chejov. Desde que le es diagnosticada la tuberculosis Carver va describiendo el avance lento pero inexorable de la enfermedad (también la del propio Carver), hasta su muerte en un hotel, un final entre agónico y apoteósico, con Chejov brindando con el mejor champaña, junto a su médico y su esposa. Después, un despistado empleado del hotel, ajeno por completo al drama, aparecerá portando un jarrón con tres rosas amarillas con el que no sabe muy bien qué hacer, y ofreciendo la posibilidad de desayunar en el jardín. El relato, en el que esta vez no sobra absolutamente nada, es toda una joya, un homenaje a su maestro.

"TRES ROSAS AMARILLAS" - RAYMOND CARVER

Extraído del libro de relatos "Tres Rosas Amarillas".

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

"PRINCIPIANTES" - RAYMOND CARVER




Editorial Anagrama
Traducción: Jesús Zulaika
312 pág




Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/articulo.php3?id_article=3955

Principiantes es el libro de relatos que Raymond Carver presentó a su editor, Gordon Lish, allá por el año 1980. Éste, tras hacerle una poda de un promedio del 50 % (en los cuentos titulados ¿Donde está todo el mundo? y En algo sencillo y bueno la tala llega al 78 %), tras cambiar algunos títulos, algunos personajes, e incluso algunos finales de los relatos, lo editó bajo el título de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Pero, ¿realmente tenía tanto de relleno el original como para hacerle una poda semejante? Personalmente pienso que, aparte de la calidad indiscutible del texto, en su versión primera la prosa de Carver tiende a veces a la repetición, a lo farragoso; en ocasiones lo narrado adolece de obviedad, de sentimentalismo, lo cual, guste al lector o no, transmite una sensación de humanidad que no aparece (o, al menos, no tanto) en De qué hablamos cuando hablamos de amor. Si Carver, el Chejov norteamericano, es conocido por la precisión de su prosa deshumanizada, por sus finales inesperados; entonces, ahora que sabemos que Lish le había hecho al texto original los retoques mencionados, ¿cuánto del estilo carveriano es atribuible a Lish? Dicho de otro modo: puestos a ir hasta una librería a comprar este libro de relatos, nos encontraremos con el siguiente dilema: ¿cuál de los dos debemos adquirir: Principiantes o De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Ignoro en qué condiciones Carver aceptó que su original fuera editado de la manera en que apareció. Lo que sí que se sabe es que prometió a Tess Gallagher, su compañera por entonces, que algún día volvería a publicar el texto en su longitud original (la que ofrece la editorial Anagrama). Carver no llegaría a ver su sueño hecho realidad.
En lo que al texto se refiere, los relatos de Carver indagan en ese universo suyo tan particular, plagado de situaciones tensas, protagonizadas por perdedores o por personajes a punto de perderlo todo, familias de clase media-baja (más que de clase pobre) desestructuradas, alcohólicos, parados… seres en frágil equilibrio a los que la situación más inesperada puede hacerles tropezar una vez más (esto en el mejor de los casos), o bien, hacerles caer definitivamente en el abismo que bordean.
Me interesan especialmente algunas de las situaciones que dan pie a las tramas. Así, en ¿Por qué no bailáis? hay un hombre que está sentado en su jardín con todos los muebles de su casa esperando a ser vendidos. En Visor aparece un personaje inquietante: un fotógrafo, con garfios en lugar de manos, que se dedicar a vender fotografías de casas a sus propietarios. En ¿Quieres ver una cosa? la protagonista descubre a su vecino, en mitad de la madrugada, matando babosas en el jardín.
El alcohol aparece en todos los relatos. "La bebida es extraña -dice el narrador en Belvedere-. Cuando miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas las decisiones importantes las hemos tomado bebiendo. Hasta cuando hablábamos de la necesidad de beber menos lo hacíamos sentados en la cocina o en una mesita de picnic, en el parque, delante de un cartón de seis latas de cerveza o de una botella de whisky". Carver sabía de lo que hablaba: su padre había sido alcohólico y él mismo lo había sido también, gran parte de su vida, hasta que consiguió dejarlo cuando le dieron seis meses de vida de seguir con la vida que llevaba.
Carver afirma: "Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos cotidianos utilizando un lenguaje coloquial y dotar a la vez a esos objetos -una silla, persianas, un tenedor, una piedra, un anillo- de un inmenso, incluso asombroso poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente intrascendente diálogo y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector (el origen del placer estético, como diría Nabokov). Ésa es la clase de literatura que me interesa". Toda una definición de lo que es la poética de Raymond Carver, y en Principiantes hay ejemplos claros, como en Algo sencillo y bueno, donde una tarta encargada para un cumpleaños tiene unas consecuencias inesperadas al sufrir un accidente el muchacho que cumple años.
Diles a las mujeres que nos vamos es un cuento realmente perturbador, con una tensión creciente que culmina con un final sorprendente. El editor Noel Young se negó a publicarlo, "demasiado horripilante para mis medrosos sentidos".
Tanta agua tan cerca de casa nos muestra a un grupo de amigos que sale un fin de semana a pescar y encuentran el cuerpo de una joven. El hallazgo perturbará hasta límites insospechados la relación familiar de la narradora (esposa de uno de los pescadores). Por cierto que Gordon Lish le quitó a este relato un 70 %.
La edición de Anagrama incluye al final del libro un apartado donde nos muestra todos los cambios que sufrió cada relato, en porcentaje de texto escamoteado, así como los diferentes nombres con que aparecieron en sucesivas ediciones.

"POR LA MAÑANA, PENSANDO EN EL IMPERIO" - RAYMOND CARVER

Incluido en el libro "Incendios".

Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen...
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven.
Rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.

POEMAS DE "UN SENDERO NUEVO A LA CASCADA" - RAYMOND CARVER


DOMINGO POR LA NOCHE

Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
Tras la ventana, por ejemplo.
Este cigarrillo entre los dedos,
Estos pies en el sofá.
El débil sonido del rock and roll,
El Ferrari rojo en el interior de mi cabeza.
La mujer que anda a trompicones
Borracha por la cocina…
Coge todo eso,
Utilízalo.

ENTRE LAS RAMAS

Por la ventana, veo en el muelle unos pájaros de aspecto
sucio que se reúnen junto al comedero. Los mismos pájaros, creo,
que vienen todos los días a comer y pelearse. Ya es la hora, ya es la hora
gritan y se picotean unos a otros. Es casi la hora, sí.
El cielo está oscuro todo el día, sopla viento del oeste,
no deja de soplar... Dame la mano un momento. Coge
la mía. Eso es, así. Aprieta fuerte. Hace tiempo
creíamos tener el tiempo a nuestro favor. Ya es la hora, ya es la hora,
gritan esos pájaros sucios.

PROPINA

No hay otra palabra. Pues eso es lo que fue. Una propina.
Una propina, estos diez años.
Vivo, sobrio, trabajando, amando
y siendo amado por una buena mujer. Hace
once años le dijeron que le quedaban seis meses de vida
si seguía así. Y que por ese camino
no llegaría sino al fondo. De modo que cambió
su modo de vida. ¡Dejó de beber! ¿Y el resto?
Después de eso, todo fue una propina, cada minuto
hasta ahora, incluyendo el momento en que se lo dijeron,
bueno, aunque hubo cosas en su cabeza que se vinieron abajo
y otras que empezaron a formarse. “No lloréis por mí”,
les dijo a sus amigos: “Soy un hombre con suerte.
He vivido diez años más de lo que yo o nadie
esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.

LO QUE DIJO EL MÉDICO

Dijo que la cosa no tenía buen aspecto
dijo que lo tenía malo malo de verdad
dijo que había contado treinta y dos en un pulmón y
que dejó de contar
le dije me alegro porque no querría saber
si hay más
dijo si usted es un hombre religioso arrodíllese
en el bosque y pida ayuda
cuando llegue a la cascada
la neblina le rodeará los brazos y la cara
deténgase y trate de comprender esos momentos
yo le dije no lo soy pero trataré de empezar hoy
dijo lo siento mucho dijo
me hubiera gustado tener otras noticias que darle
dije Amén y él añadió algo
que no entendí y no sabiendo qué más hacer
y para no hacerle repetirlo
y a mí digerirlo
me quedé mirándole sin más
durante un rato y él me miraba a mí
me puse de pie de un salto y le tendí la mano al hombre
que acababa de decirme lo que nunca nadie me había dicho
puede que incluso le haya dado las gracias por costumbre.

POEMAS DE "DONDE EL AGUA SE UNE A OTRAS AGUAS" - RAYMOND CARVER


Poemas extraídos de "Donde el agua se une a otras aguas":


LLUVIA

Me desperté esta mañana con
unas ganas tremendas de quedarme todo el día en la cama
leyendo. Luché contra ello durante un rato.

Me asomé entonces a la ventana y estaba lloviendo.
Y me rendí. Me dediqué por entero
al cuidado de esta mañana lluviosa.

¿Viviría mi vida otra vez?
¿Con los mismos errores imperdonables?
Sí, a la mínima posibilidad que tuviera. Sí.

DINERO

Para ser capaz de vivir
en el lado correcto de la ley.
Para usar siempre su verdadero nombre
y número de teléfono. Para prestarle algo
a una amiga y no soltar
un taco si la amiga se va de la ciudad.
Esperar, de hecho, que lo haga.
Para darle algo
a su madre. Y a sus
hijos y sus madres.
No ahorrar. Quiere
disfrutarlo antes de que se acabe.
Comprar ropa.
Pagar el alquiler y el servicio público.
Comprar comida y algo más.
Salir a cenar si le apetece.
¡Y estaría muy bien
pedir algo fuera del menú!
Comprar drogas cuando quiera.
Comprar un coche. Si se avería,
repararlo. O comprar
otro. ¿Ves ese
barco? Podría comprar uno
igual. Y doblar
el cabo de Hornos, buscando
compañía. Conoce a una chica
en Porto Alegre a la que le encantaría
verle a bordo
de su propio barco, a toda vela,
entrar en el puerto a buscarla.
Un amigo que pueda permitirse
venir a verla
de esa forma. Sólo porque
le gusta el sonido
de su risa
y su manera de mover el pelo.

"DONDE EL AGUA SE UNE A OTRAS AGUAS" - RAYMOND CARVER


Extraído del libro "Donde el agua se une a otras aguas"

DONDE EL AGUA SE UNE A OTRAS AGUAS

Me fascinan los arroyos y la música que crean.
Y las corrientes, entre prados y cañas, antes
de tener oportunidad de convertirse en arroyos.
Me fascinan sobre todo
por su sigilo.¡Casi olvidaba
decir algo de las fuentes!
¿Hay algo más hermoso que un manantial?
Pero también me encantan las grandes corrientes.
Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar.
Los lugares donde el agua se une
a otras aguas. ¡Conservo esos lugares
en mi mente como si fueran sagrados!
Me gustan como a otros les gustan los caballos
o las mujeres atractivas. Me pasa una cosa
con esa agua fría y veloz.
Sólo con mirarla se me acelera la sangre
y se me eriza la piel. Podría sentarme
a mirar estos ríos durante horas.
Ninguno es igual.
Hoy tengo 45 años.
¿Me creería alguien si le dijera
que una vez tuve 35?
¡Mi corazón seco y vacío a los 35 años!
Tuvieron que pasar cinco años
antes de que empezara a latir de nuevo.
Me tomaré todo el tiempo que quiera esta tarde
antes de dejar mi sitio en la orilla del río.
Me gustan, me encantan los ríos.
Me encantan desde su fuente.
Me encanta todo lo que crece en mí."

"TU PERRO SE MUERE" - RAYMOND CARVER


Incluido en el poemario "Incendios"

TU PERRO SE MUERE

lo atropella una furgoneta.
lo encuentras a la orilla de la carretera
y lo entierras.
te sientes mal.
te sientes mal por ti mismo,
pero te sientes peor por tu hija
porque era su mascota
y lo quería mucho.
solía canturrearle
y lo dejaba dormir en su cama.
escribes un poema sobre ello.
lo titulas un poema para tu hija
y trata del perro al que atropella una furgoneta,
de cómo te ocupaste de él,
lo llevaste al bosque
y lo enterraste hondo, muy hondo,
y el poema sale tan bien
que casi te alegras de que hayan atropellado
al pobre perro, si no, no habrías escrito
nunca ese poema.
entonces te sientas a escribir
un poema sobre la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes oyes
a una mujer gritar
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se para.
dejas pasar un rato y vuelves a escribir.
ella grita de nuevo.
te preguntas hasta dónde puede llegar.

POEMAS DE "ULTRAMAR" - RAYMOND CARVER


ESPERANZA

"Mi mujer -dijo Pinnegar- espera verme tirado como un perro
cuando me deje. Es su última esperanza".
D. H. Lawrence, "Jimmy and the Desperate Woman"

Me dejó el coche y doscientos
dólares. Dijo, Hasta siempre, cariño.
Que te sea leve. Eso
tras veinte años de matrimonio.
Ella sabe, o cree que sabe,
que gastaré la pasta
en un día o dos, y que finalmente
estrellaré el coche -que estaba
a mi nombre y necesitaba reparación, de todos modos.
Cuando salí de casa, ella y su novio
estaban cambiando la cerradura
de la puerta delantera. Me saludaron.
Les devolví el saludo para que se dieran cuenta
de que no le daba importancia
alguna. Luego pisé a fondo
hasta la frontera del estado. Estaba lleno de ira.
Ella tenía razón al pensarlo.
Me uní a los perros y
nos hicimos buenos amigos.
Pero salí adelante. Un largo
camino sin volver la vista.
Dejé a los perros, mis amigos, atrás.
Sin embargo, cuando asomé
la cabeza otra vez por aquella casa,
meses o años después, conduciendo
otro coche, ella se puso a llorar
cuando me vio en la puerta.
Sobrio. Vestido con una camisa limpia,
pantalones y botas. Su última esperanza
no se había cumplido.
Y no tenía ningún otro motivo
para la esperanza.

VAGO

A la gente que le iba mejor que a nosotros les llamábamos acomodados.
Vivían en casas pintadas y con cisterna en los váteres.
Conducían coches de año y marca reconocibles.
A los que les iba peor les llamábamos miserables y no trabajaban.
Sus extraños coches descansaban entre chatarra en corrales llenos de polvo.
Los años pasan y todo es reemplazado.
Pero hay una cosa que aún es verdad.
Nunca me gustó trabajar. Mi meta fue siempre
ser un vago. Le veía mérito.
Me gustaba la idea de sentarme en una silla
a la puerta de mi casa durante horas, sin hacer nada
más que llevar puesto el sombrero y beber coca-cola.
¿Qué tiene de malo?
Encender un cigarrillo de vez en cuando.
Escupir. Pelar un palo con una navaja.
¿A quién le perjudica? Llamar
de vez en cuando a los perros para ir a cazar conejos. Pruébalo alguna vez.
Saludar cada poco a un chico gordo y rubio como yo
y preguntarle: "¿No te conozco?"
O mejor: "Eh, ¿qué quieres ser de mayor?"

DORMIR

Durmió sobre sus manos.
Sobre una piedra.
Sobre sus pies.
Sobre pies ajenos.
Durmió en autobuses, trenes, aviones.
Durmió de guardia.
Durmió en el arcén.
Durmió sobre un saco de manzanas.
Durmió en un servicio público.
En un henal.
En el Super Dome.
Durmió en un Jaguar y en la parte trasera de una furgoneta.
Durmió en teatros.
En la cárcel.
En barcos.
Durmió en chozas y una vez en un castillo.
Durmió bajo la lluvia.
Bajo el sol abrasador durmió.
En la parte de atrás de un caballo.
Durmió en sillas, iglesias, en hoteles de lujo.
Durmió bajo techo extraño toda su vida.
Ahora duerme bajo tierra.
Duerme y duerme.
Como un antiguo rey.

POEMAS DE "ULTRAMAR" - RAYMOND CARVER


EL COCHE

El coche con el limpiaparabrisas partido.
El coche que perdió una biela.
El coche sin frenos.
El coche con una junta defectuosa.
El coche con un agujero en el radiador.
El coche por el que recogí melocotones
El coche con cilindros que chirrían
El coche sin rueda de repuesto
El coche que cambié por una bicicleta.
El coche con problemas en la dirección.
El coche sin asiento de atrás.
El coche con el asiento delantero lleno de desgarrones.
El coche que perdía aceite
El coche con el manguito carcomido.
El coche que escapó del restaurante sin pagar.
El coche con las llantas lisas.
El coche que no tenía calefacción ni refrigeración.
El coche con la tracción desalineada.
El coche en el que vomitaron mis niños.
El coche en el que yo vomité.
El coche con la bomba de agua rota.
El coche que tenía la correa de distribución como un colador.
El coche con la junta principal reventada.
El coche que abandoné en el arcén.
El coche que escupía monóxido de carbono.
El coche con el carburador lleno de grasa.
El coche que atropelló al perro y no se detuvo.
El coche con un agujero en el silenciador.
El coche sin silenciador.
El coche que averió mi hija.
El coche con el motor varias veces trucado.
El coche con los cabes de la batería corroídos.
El coche que compré con un cheque sin firma.
Coche de mis noches de insomnio.
El coche con el termostato atascado
El coche al que se le incendió el motor.
El coche sin luces delanteras.
El coche que tenía roto un cinturón de seguridad.
El coche con bayetas que nunca se utilizan.
El coche que abandoné.
El coche con problemas de transmisión.
El coche del que me lavé las manos.
El coche que golpeé con un martillo.
El coche al que nunca le apareció la documentación.
El coche que pasó de mano en mano.
El coche al que se le rompió el cable del embrague.
El coche que esperaba detrás de la casa.
Coche de mis sueños.
Mi coche.

EL TELEVISOR DE JEAN

Mi vida va sobre ruedas
en este momento. Aunque ¿quién se atreve
a decir que no volveré a flaquear?
Esta mañana me acordé
de una novia que tuve justo después
de mi ruptura matrimonial.
Una chica muy dulce llamada Jean.
Al principio, ella no tenía ni idea
de la parte mala de las cosas. Llevó
su tiempo. Pero, de todos modos,
me amaba un montón, decía.

Y sé que era cierto.
Me dejó quedarme en su casa
cuando dirigía
los mezquinos asuntos de mi vida
por su teléfono. Me compraba
bebida, me decía
que no era un borracho
como todos esos otros, decía.
Me extendía cheques
y los dejaba sobre su almohada
cuando se iba al trabajo.
Me regaló una chaqueta Pendleton
aquella Navidad, y todavía la uso.

Por mi parte, le enseñé a beber.
Y a dormir
con la ropa puesta.
Cómo despertar
llorando en mitad de la noche.
Cuando la dejé, me pagó dos meses
de alquiler. Y me dio
su televisor en blanco y negro.

Hablamos por teléfono una vez,
meses después. Estaba borracha.
Y seguro que yo también.
Lo último que me dijo fue,
¿Podría ver mi tele otra vez?
Miré alrededor
como si el televisor pudiera aparecer
de repente en su sitio otra vez,
sobre la silla de la cocina. O si no,
salir del armario de la cocina
y presentarse. Pero ese televisor
había sido arrojado calle abajo
semanas antes. El televisor que Jean me regaló.
No se lo dije.
Le mentí, claro. Pronto, le dije,
muy pronto.
Y colgué el teléfono
después, o antes, de que colgara ella.
Pero aquellas palabras oídas como en sueños
me hicieron sentir
que había llegado al final de una historia.
Y ahora, con esa última mentira
a mis espaldas,
podía descansar.

"MIEDO" - RAYMOND CARVER


Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.

"ESCRIBIR UN CUENTO" - RAYMOND CARVER


Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso.
Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O´Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento.
Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos esa ficha escrita. "El esmero es la única convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa,o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O´Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O´Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de
madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos
mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pareció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O´Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de
esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada.
Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los demás las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.