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«ESCULPIENDO EL TIEMPO» (I) - ANDRÉI TARKOVSKY

«Un espectador compra una entrada para el cine con una meta: rellenar las lagunas de su propia experiencia; es como si fuera a la caza del «tiempo perdido». Esto quiere decir que intenta rellenar el vacío espiritual que se ha formado en la vida moderna, llena de inquietud y falta de relaciones humanas». 

«En mi caso, el proceso de transformación cinematográfica de un guión escrito discurre de una manera totalmente diferente. Aunque nunca me he encontrado con el fenómeno de que la idea original, al pasar de las notas a la realización, cambiara en su sustancia. El impulso originario, que es causante de una película, permanece inmutable y exige ser cumplido durante los trabajos de filmación. En este proceso de planos, montaje y banda sonora se van cristalizando, eso sí, otras formas, más exactas, de aquella idea. En mi opinión, toda la estructura de la película está sin terminar hasta el último momento. La creación de cualquier obra de arte presupone una lucha con el material que el artista intenta dominar en una realización total y perfecta de su idea básica, dictada (inspirada) por un primer sentimiento inmediato.
Pero en ningún caso se debe perder en el proceso lo más importante, aquello por lo que se ha dado con la idea de esa película. Y esto sobre todo cuando la idea se transforma por medio de medios cinematográficos reales, es decir, con imágenes de la propia realidad. Pues la idea sólo se debería realizar cinematográficamente en contacto inmediato con la realidad del mundo material.
La tendencia más perniciosa para el cine del futuro, en mi opinión, es el intento de reproducir en el trabajo aquello que se ha escrito sobre el papel de una forma exacta y fidedigna, es decir, traspasar a la pantalla estructuras pensadas anteriormente y a menudo meramente especulativas. Un trabajo cinematográficamente creativo exige por naturaleza el interés por la observación inmediata del mundo vivo, cambiante, en continuo movimiento».

«El arte de la segunda mitad del siglo XX ha perdido su misterio. El artista, en nuestro tiempo, repentinamente ha querido el reconocimiento inmediato y pleno, el pago sin dilación por lo que hacía en el terreno intelectual. Qué sobrecogedora es en comparación con ello la historia de Franz Kafka, de quien en vida se imprimieron pocas obras y que encargó a su albacea que quemara todos sus manuscritos. En ese sentido, Kafka moralmente pertenecía al pasado. Por eso tuvo que sufrir tanto, porque no estuvo en condiciones de «estar a la altura» de su tiempo.
El llamado arte moderno, en cambio, es casi siempre una ficción y nada más, porque parte de la base errónea de que el método puede llegar a convertirse en el sentido y el objetivo del arte. A la demostración del método (y esto no es otra cosa que un exhibicionismo ilimitado) es a lo que se dedica la mayoría de los artistas contemporáneos».

«Sería absurdo afirmar que La Divina Comedia, de Dante, ya está superada. Pero unas películas que hasta hace pocos años fueron un gran acontecimiento, de repente y de manera inesperada parecen inadecuadas, desmañadas, pueriles. ¿Por qué? Creo que el motivo principal es que quien realiza una película normalmente no ve su trabajo como un acto de vital importancia para él mismo, como un empeño moral. Lo que envejece son las intenciones de querer estar a la altura de los tiempos, con gran expresividad y actitud de moda; no se puede intentar ser original sólo a través de la originalidad».

«Si un artesano hábil narra algo que en el fondo le resulta extraño, utilizando al máximo las técnicas cinematográficas contemporáneas y si además demuestra tener algo de gusto, indudablemente podrá confundir al espectador durante un rato. Pero el valor meramente efímero de una película de este tipo pronto saldrá a relucir. Más tarde o más temprano, el tiempo —implacablemente— desenmascara todo aquello que no es expresión de las convicciones más profundas de una personalidad única. El trabajo creador es más que una forma de configurar datos e informaciones que existen objetivamente, algo que sólo exigiera ciertas capacidades profesionales. Es más bien una forma de vida de la propia persona, la única forma de expresión posible para él. ¿Acaso los esfuerzos, una y otra vez sobrehumanos, para superar la incapacidad de hablar se pueden unir a los marchitos términos de "búsqueda" o de "experimento"?».

«ENEMY» (2013) - DENIS VILLENEUVE

... Enemy es una película de Denis Villeneuve basada en la novela El hombre duplicado, de José Saramago. En ella vemos la vida tediosa, aburrida y repetitiva que lleva Adam (Jake Gyllenhaal), un profesor universitario de Historia. En sus clases desliza mensajes críticos contra las dictaduras, el control de las masas, cómo la sociedad controla al individuo... pero el hecho cierto es que Adam es un peón más dentro de ese tablero. Vive en un apartamento cutre, centrado en su trabajo, no tiene amigos, recibe llamadas telefónicas de una madre que le abronca por vivir en semejante piso y que él no responde, no sale de casa ni tampoco de su zona de confort; sabe que su vida es anodina pero tampoco hace nada por cambiarla. Su existencia tiene ecos de Kafka y de Pessoa, es como la de esos insectos que quedan atrapados en una tela de araña, sin poder moverse, esperando a que algo, algo que adivinan funesto, acabe con esa inmovilidad. De hecho en la película se intercalan secuencias de carácter onírico en las que aparecen arañas, como esa en que una araña gigantesca (como la Maman de la escultora Louise Bourgeois) se cierne, fantasmal, sobre la ciudad de Toronto; así como planos en los que se ven cables eléctricos, por ejemplo los del tranvía, a modo de modernos hilos de telarañas, una trama que cubre toda la ciudad y que impide escapar a sus habitantes.
El único goce que se permite Adam son los encuentros sexuales con su novia, intercambios que como no podía ser menos también se han vuelto rutinarios y casi mecánicos. Su vida empieza a cambiar el día en que un compañero de la universidad le recomienda una película. Aunque no le gusta el cine decide hacerse con esa película, por variar un poco. Y es justamente con el visionado de esa cinta, Where There's a Will, There's a Way, con esa acción azarosa y nada premeditada, con la que entra el caos en su vida. Adam descubre en ella a un actor que es exactamente igual a él. A partir de ese momento, su existencia deja de ser tan repetitiva y la búsqueda de ese actor, de ese otro yo, que en realidad no es más que la búsqueda de sí mismo, se convierte en una obsesión. Como reza la cita de Saramago que abre la película: "El caos es un orden por descifrar". Y eso es justamente lo que intenta hacer Adam. ¿Puede ser que tenga un hemano gemelo y que no supiera hasta ahora de su existencia? Radicalmente no, le responde su propia madre. ¿Miente su madre? ¿Puede una persona ser más personas en lugares distintos y llevando otra vida, como esas Torres Absolute World en Mississauga, que aparecen a lo largo de la película, parecidas pero no iguales sino más bien de formas complementarias? ¿Son esas otras vidas más interesantes? ¿Puede una persona convertirse en otra, suplantarla? Y si es así, ¿la nueva forma de vida es necesariamente mejor que la anterior?
La fotografía de la película, con esos colores entre verdosos y marrones, le da un aspecto visual que encaja perfectamente con esta pesadilla: esos colores de fotografía envejecida que ha perdido todo su lustre reflejan cómo es la vida del protagonista. Otro aspecto importante es el uso de la arquitectura y del urbanismo en la película. La ciudad de Toronto, trasunto de la mente de Adam, aparece como una trampa de edificios de cemento y de líneas rectas y duras, un laberinto frío y geométrico, sin salida...

«KAFKA Y EL ANARQUISMO» - MIJAL LEVI

El problema de la dimensión política en los escritos de Kafka como una cuestión metafísica y psicológica separada, ha sido descuidado por sus biógrafos y críticos. La mayoría de ellos recuerda sus relaciones con los círculos anarquistas de Praga, sin atribuirle significado alguno. Por otra parte, numerosos comentaristas reconocen que uno de los temas fundamentales de la obra de Kafka es la lucha del hombre contra la máquina burocrática en sus múltiples aspectos.
Hurgando en el contenido de sus principales obras y a la luz de su biografía, que es testimonio de su simpatía hacia las agrupaciones anarquistas, se puede encontrar una relación que arroja nueva luz sobre su mundo espiritual. Por supuesto que esta relación «política» es fragmentaria: el mundo de Kafka es mucho más rico, más complejo y más polifacético como para que se lo pueda trasmitir en una fórmula condensada, aislada.

El testimonio biográfico
De la época en que Kafka comienza a trabajar en la Caja de Seguros para Obreros datan sus contactos con los círculos anarquistas o para-anarquistas de Praga.
Según las referencias de Mijal Kasha, uno de los fundadores del movimiento anarquista en Praga, y de Mijal Mares, en aquel entonces un jovencito anarquista, Kafka participó en las reuniones anarquistas del «Mlodite Club», de la organización antimilitarista y anticlerical de la asociación obrera «Viles Kerber»; participó también en el movimiento anarcosindicalista checo. Ambos testigos concuerdan en que Kafka mostraba gran interés por lo que se discutía en las reuniones, pero nunca pidió la palabra ni participó de los debates. Kasha, que lo estimaba muchísimo, solía llamado «Klidos», que significa algo así como «el gigante pacífico».
Mijal Mares cuenta que, invitado por él, Kafka asistió a reuniones y conferencias anarquistas. La primera de ellas fue una manifestación de protesta por la sentencia de muerte al pensador y educador anarquista español Francisco Ferrer. Kafka participó en la reunión que fue disuelta por la policía.
En el año 1912 Kafka participó también en la manifestación que se realizó como protesta contra la imposición de la pena de muerte al anarquista Liabedz en París. La demostración fue violentamente disuelta por la policía. Entre los detenidos en aquella oportunidad se encontraba también Kafka.
Mares cuenta que Kafka leía con interés y simpatía los escritos de los diversos teóricos y expositores anarquista s como Domela Niewenhuis, los hermanos Reclus, Vera, Finger, Bakunin, Jean Grave, Kropotkin, por ejemplo.
Existen otros dos testimonios de las inclinaciones antiautoritarias de Kafka y de su simpatía por los trabajadores oprimidos. En su conocida creación «Carta al padre» (1919) califica la actitud de su progenitor en el comercio como tiránica y lo acusa con las siguientes palabras:
«A tus empleados los llamabas ‘enemigos pagados’; y lo eran, pero aún antes de que lo fuesen tú me parecías ser su enemigo que paga. (...) Es verdad que exageraba, ya que sin más suponía que causabas a esa gente una impresión tan terrible como a mí. (...) Pero a mí se me hacía insoportable el negocio, me recordaba demasiado mi relación contigo. (...) Por eso, necesariamente tenía que pertenecer yo al partido del personal».
Aquí encontramos un nexo entre la rebeldía frente al dominio paterno y la rebeldía anarquista ante la fuerza económico-política imperante.
Es bien conocido el profundo odio que Kafka sentía hacia su trabajo en la compañía de seguros, a la que tildaba de «nido de oscuros burócratas». No podía soportar el sufrimiento de los obreros perjudicados y de sus desgraciadas viudas, que eran introducidas en el laberinto jurídico-burocrático de la Caja de Seguros Obreros. La frecuentemente citada frase, mencionada por Max Brod, es una aguda y sugerente expresión de su manera de pensar: «Qué mansa es la gente; llegan a nosotros con sus súplicas, en lugar de tomar la oficina por asalto y destruirla, nos vienen a pedir misericordia». El espíritu anarquista de esta frase — bajo la cual Bakunin agradecido estamparía su firma — es lo suficientemente claro como para recordarnos la posición de Kafka frente a las instituciones democráticas.
Max Brod dice que la estructura realista de muchos capítulos de «El Proceso» y «El Castillo» tienen su origen en la oficina de seguros. Está fuera de toda duda que este trabajo burocrático y la rebeldía de Kafka constituyen una de las fuentes del espíritu libertario que traslucen sus escritos.
¿Constituye la tendencia anarquista en la vida de Kafka una pasajera expresión juvenil limitada a los años 1909-1912? Es cierto que después de 1912 Kafka dejó de participar en sus actividades con los anarquistas checos y comenzó a demostrar un interés mayor por los círculos judíos y sionistas. Pero debemos recordar sus charlas con G. Janusz, allá por el año 1920, no sólo porque llama a los anarquistas checos «queridas y alegres personas (...) tan cariñosas y fraternales que casi a la fuerza creemos en sus palabras», sino porque las opiniones sociales y políticas que desarrolla están muy cerca del anarquismo. Así, comenta con Janusz la no admisión de los poetas en la República de Platón: «Los poetas proveen al hombre de nuevos ojos y de esta manera intentan introducir una modificación en el mundo real. Por eso son elementos peligrosos para el Estado, porque reclaman transformaciones. Pero el Estado y sus fieles servidores tienen una sola y excluyente voluntad: permanecer». Hay que interpretar que Kafka se considera él mismo como uno de esos poetas que hace peligrar la permanencia del Estado.
Kafka define al capitalismo como un «sistema dependiente de relaciones en que todo tiene jerarquía, todo está encadenado». Este es un pensamiento típicamente anarquista en el que se subraya el carácter opresor y esclavista del régimen vigente.
Su actitud escéptica frente al movimiento obrero es también una consecuencia de la desconfianza que los anarquistas han demostrado frente a los partidos políticos y sus instituciones.
En una oportunidad se encontró frente a una manifestación obrera que portaba banderas y pancartas; su comentario a Janusz fue el siguiente: «Esta gente está tan segura de sí misma, tan convencida de su justicia. Dominan la calle y piensan que son los poderosos del mundo. Pero están equivocados: detrás de ellos están preparados los secretarios, los funcionarios, los políticos profesionales, todos estos modernos sultanes a quienes ellos preparan el camino del poder. (...) La rebeldía se evapora y sólo queda el barro de la nueva burocracia. La soga de la torturada humanidad está trenzada con los papeles de la burocracia».
Sería extraño e incomprensible que las ideas políticas de Kafka no tuvieran influencia sobre sus escritos porque sustancialmente el estrato anarquista es uno de los signos centrales de sus grandes creaciones, cuentos, relatos y alegorías.
De sus tres novelas más conocidas, «América» es la que está menos influida por sus ideas libertarias. Sólo dos pasajes son una excepción en este sentido, pasajes en los que se expresa la analogía entre el autoritario grupo de oficiales de la marina, funcionarios y representantes estatales, y el obrero que se queja por alguna injusticia. Kafka mismo describe este estado como «los sufrimientos de un pobre hombre que es oprimido por los poderosos». La misma circunstancia aflora en su «Lámparas nuevas», un hecho que sirve siempre como demostración de las inquietudes sociales de Kafka. En este relato hace un paralelo entre el abatido delegado de los obreros mineros, que viene a quejarse de las lámparas que no funcionan y el «gentleman» de la administración que se burla de su justa demanda. La profunda oposición entre el astuto sector superior y la clase baja de la galería es la característica fundamental en este relato. Otro hecho del mismo género encontramos en sus «Diarios». El administrador de una compañía de seguros (similar a la conocida por Kafka) echa, humillándolo, a un pobre obrero enfermo y desocupado que va en busca de empleo. Toda la alharaca de las elecciones norteamericanas son calificadas por Karl Rossman como una gran parodia, a la luz de la desconfianza anarquista en el sistema electoral.
En su segunda novela, «El Proceso», surge el problema de la burocracia autoritaria como uno de los temas fundamentales de la obra. Es cierto que en «El Proceso» está subrayada la parte burocrático-jurídica del aparato estatal, antes que la político-militar, que los anarquistas más combaten. Este hecho puede ser fácilmente comprensible si tenemos en cuenta que Kafka mismo fue un burócrata de la justicia, trabajo que le producía náuseas.
Josep K., la candorosa víctima de «El Proceso» es detenido una mañana y nadie puede explicarle la causa de su arresto. Es juzgado en un tribunal en el que no se le permite apelar a los jueces de suprema instancia; que no reconoce la defensa, aunque la tolera en parte; sus decisiones resultan incomprensibles; los jueces no se dejan conocer, pronunciándose al final por un fallo que ordena: «muera como un perro».
La posición de Kafka frente a las leyes de Estado surge claramente en su relato «El problema de nuestras leyes». Aquí describe un pueblo dominado por un pequeño grupo de aristócratas que guardan en secreto las leyes cuya misma existencia está puesta en duda. La observación cuasi-anarquista de Kafka es: «Si surgiera un partido que diera por tierra no sólo con cada creencia y cada ley sino también con la aristocracia, entonces todo el pueblo lo apoyaría».
La falta de leyes es suplantada en «El Proceso» por la presencia de una poderosa organización jurídica que Joseph K. critica con indignación: «Una organización que no sólo se vale de corruptos funcionarios, inspectores imbéciles y jueces inquisidores —que en el mejor de los casos son moderados—, sino que incluso el jefe máximo de la jerarquía jurídica se sirve de toda una caterva de servidores, funcionarios, policías y demás ayudantes. Tampoco me abstendré de decirle a esta poderosa organización ¡verdugos! qué significa, señores míos, que personas que son jurídicamente inocentes son detenidas haciéndoselas objeto de investigaciones absurdas».
«El Proceso» describe la máquina legal desde el punto de vista de las víctimas, los hombres humildes y sumisos: una jerarquía burocrática, absurda y de dura cerviz que no sabe de misericordias.

El Castillo
En «El Castillo» Kafka se ocupa directamente del problema del Estado, la burocracia. El país que describe es una veraz versión de la cruda realidad, que conoció y vivió en el Imperio austro-húngaro.
«El Castillo» opone la fuerza, el poder y el Estado al pueblo, que tiene su símbolo en la aldea. Este castillo es pintado y representado como algo extraño, hostil, que no permite su comprensión; constituye una especie de lejana y caprichosa fuerza que gobierna al pueblo por medio de una tortuosa jerarquía de burócratas de comportamiento absurdo, incomprensible, cursi.
En el capítulo V, Kafka nos describe una parodia tragicómica del mundo burocrático; la turbación «oficial» que el autor define como ridícula alarma. La absurda lógica interior de esta idea se descubre en toda su desnudez en las siguientes palabras del alcalde: «¿Que si hay oficinas de control? Hay solamente oficinas de control. Cierto que no están destinadas a descubrir fallos en el sentido bruto de esta palabra, puesto que tales fallos no se producen, y aun cuando alguna vez se produce un fallo, como en el caso suyo, ¿quién podría decir definitivamente que es un fallo?». El alcalde de la ciudad nos recuerda que todo el aparato burocrático está constituido tan sólo por oficinas que se controlan unas a otras... pero en seguida agrega que en la práctica no hay nada que necesite de un control. Por lo tanto, errores serios no se encuentran. Cada oración niega la anterior, y en resumen se demuestra la estupidez oficial.
En el ínterin algo crece, se extiende e inunda; papeles, papeles de oficina (como se expresa Kafka) con los que está trenzada la soga de la torturada humanidad. Un mar de papeles colma la oficina de Sordini.
Pero la culminación de la alienación burocrática se traduce en las palabras del alcalde que califica al aparato oficial como «una máquina autónoma que funciona por sí misma». Aquí Kafka trata el íntimo y más inhumano de los contenidos de la concepción burocrática: el proceso de alienación que transforma una estructura de relaciones humanas en un objeto petrificado, en una máquina ciega.
En «El Castillo» alude Kafka a la frecuente duplicidad de una serie de héroes. Klam, por ejemplo, se parece a un águila cuando se lo observa en sus funciones oficiales pero cuando este poderoso representante del castillo es visto a través del ojo de la cerradura, se nos aparece como cualquier otro burócrata: de estatura mediana, gordo, fumando y bebiendo cerveza, con bigotes en punta y gafas. Así se nos revela el mismo castillo: por fuera impenetrable, todopoderoso, pero mirado de cerca se ve que sufre no menos desgracias que la aldea.
El lado corrupto y feo del poder del castillo, surge de la lectura del capítulo Sordini-Amalia: la expulsión de la virginal muchacha, que no acepta las proposiciones deshonrosas del funcionario.
La propensión de Kafka a descubrir el rostro de la pequeñez, la mediocridad y la inmoralidad que están tras la magnífica fachada del Estado, tiene también su expresión en otros escritos. En «El Proceso» nos pinta a un juez que ocupa con descaro su estrado judicial, pero por las declaraciones de Leni nos enteramos de que en realidad está sentado sobre un simple banquillo de cocina cubierto por una vieja manta; el antiguo y respetado Código en el vacío recinto de justicia resulta ser una colección de fotografías de relatos pornográficos. El mismo motivo lo encontramos en una cantidad de retratos de Kafka, como por ejemplo «Poseidón»; en éste el dios del mar se nos aparece como un burócrata mediocre, que sentado a su mesa de trabajo se dedica a efectuar simples operaciones de aritmética.
«El Castillo» trata el problema de la impotencia del hombre frente a la diabólica farsa, a la pedantesca, a la complicada, brutal y ridícula táctica del omnipotente aparato de gobierno. No sólo Kafka, como un extraño y un «perturbador», sino todos los que protestan contra el poder son triturados sin misericordia por la «máquina», no por medio de un golpe mortal directo sino con lentitud, indirectamente y con astucia, absorbiéndoles la médula de sus huesos. En esta novela se ataca al poder político y burocrático como tal. Igual que los pensadores anarquistas, no critica una forma determinada de Estado sino su esencial y universal contenido y significado: el poder institucional jerárquico.
Pero este análisis de «El Castillo» y «El Proceso» puede ser considerado como parcial si no agregamos que la actitud de Kafka y de Joseph K. frente a la autoridad no consiste sólo en una pura rebeldía; encontramos también en esta actitud cierta reverencia temerosa, es un esfuerzo por ser reconocido. Esta situación ambivalente la encontramos en la actitud de Kafka frente al padre y en su relación con la misma autoridad divina.

En la colonia penitenciaria
Entre los relatos cortos de Kafka, el más significativo desde el punto de vista político es «En la colonia penitenciaria»: un vigoroso grito de protesta contra la bestial autoridad y la falsa y extraña justicia.
Con frecuencia se ha opinado que a través de este relato previó los campos de concentración nazis. Pero Kafka pintó una determinada realidad de su época: el colonialismo francés. Los comandantes y oficiales de la prisión son franceses que «no quieren olvidar su hogar»; los sumisos soldados, los obreros-peones y la víctima condenada a muerte, son nativos que «no entienden una palabra de francés». Kafka introduce el trasfondo colonial para subrayar la brutalidad de determinados gobernantes. Este poder autoritario es más brutal que el que encontramos en «El Castillo» y «El Proceso».
En su obra «En la colonia penitenciaria», Kafka nos habla de la cruel venganza de un poder iracundo. Un desgraciado conscripto es condenado a muerte por no cumplir con las órdenes y por faltarle el respeto a sus superiores. Fue encontrado en falta en un irrisorio deber: saludar cada hora de la noche la puerta de su cuarto; al recibir de su capitán un fustazo en la cara, tiene este soldado la osadía de rebelarse contra la autoridad, y faltando toda responsabilidad de defensa de acuerdo con el reglamento de disciplina de los oficiales, es condenado a morir por medio de una máquina de tortura que graba en su cuerpo: «¡Respeta a los que están delante de ti!». Pero esto no es lo esencial de su relato, pues si tan sólo fuera ése el contenido no habría diferencia alguna entre el relato de Kafka y centenares de otros relatos sobre presidios y correccionales. La figura central de «En la colonia penitenciaria» no es el investigador ni el penado, el oficial o el comandante, sino la máquina.
El relato gira alrededor de la máquina infernal, su origen, su papel y su significado. La máquina, según las palabras del oficial, se convierte con el tiempo en un fin en sí misma. La máquina no existe para infligir el castigo al hombre, sino que el hombre está destinado a la máquina, para servirle como alimento, con su cuerpo, a fin de que pueda grabar sobre él un estético texto con letras de sangre, decorado con flores y otros ornamentos. Hasta el oficial sirve a la máquina, pues al final cae él mismo víctima del Moloch que no satisface su hambre.
Kafka vuelve nuevamente a las raíces del problema: el proceso de alienación que convierte al objeto, a la creación humana, en un amo opresor, autónomo y extraño. La máquina domina al hombre y lo destruye en vez de prestarle ayuda y servirle.

¿A qué máquina devoradora de víctimas propiciatorias se refería Kafka? El relato «En la colonia penitenciaria» fue escrito en octubre de 1914, tres meses después del estallido de la Primera Guerra Mundial.

«EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS» (Y VI) - ERNESTO SABATO

Fragmento de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral. En esta parte del libro Sabato aventura una teoría como respuesta a la pregunta que dio pie al libro: ¿por qué se escriben novelas?, y viene a ser una suerte de resumen de la obra.

«POR QUÉ SE ESCRIBEN NOVELAS
El surgimiento de la novela occidental coincide con la profunda crisis que se produce al finalizar la época medieval, era religiosa en que los valores son nítidos y firmes, para entrar en una era profana en que todo será puesto en tela de juicio y en que la angustia y la soledad serán cada día más los atributos del hombre enajenado. Si hemos de buscar una fecha más o menos definitiva, creo que podemos fijarla en el siglo XIII, cuando comienza la desintegración del Sacro Imperio y cuando el Papado como el Imperio empiezan a derrumbarse desde su universalidad. Entre ambos poderes en declinación, cínicas y poderosas, las comunas italianas inician la nueva era del hombre profano, y todo el Viejo Mundo comenzará a ser derruido. Pronto el hombre estará listo para el surgimiento de la novela: no hay una fe sólida, la burla y el descreimiento han reemplazado a la religión, el hombre está de nuevo a la intemperie metafísica Y así nacerá ese género curioso que hará el escrutinio de la condición humana en un mundo donde Dios está ausente, o no existe, o está cuestionado. De Cervantes a Kafka, éste será el gran terna de la novela y por eso será una creación estrictamente moderna y europea; pues se necesitaba la conjunción de tres grandes acontecimientos que no se dieron ni antes ni en ninguna otra parte del mundo: el cristianismo, la ciencia y el capitalismo con su revolución industrial. El Quijote constituye no sólo el primer ejemplo sino también su ejemplo más típico, ya que en él los valores caballerescos del Medioevo son puestos en la picota del ridículo, de donde no sólo la sensación de sátira sino el doloroso sentimiento tragicómico, el tristísimo desgarramiento que evidentemente siente su creador y que, a través de su grotesca máscara, transmite a todos sus lectores. Aquí tenemos, precisamente, la prueba de que nuestra novela es algo más que una simple sucesión de aventuras: es el testimonio trágico de un artista ante el cual se han derrumbado los valores seguros de una comunidad sagrada. Y una sociedad que entra en la crisis de sus ideales es como para el niño el fin de su adolescencia: el absoluto se ha roto en pedazos y el alma queda ante la desesperación o el nihilismo. Quizá por eso mismo el fin de una civilización es más sentido por los jóvenes, que no quieren resignarse nunca al derrumbe de lo absoluto, y por los artistas, que son los únicos que entre los adultos se parecen a los adolescentes. Y así, este derrumbe de una civilización lo testifican esos muchachos desgarrados que recorren los caminos de Occidente, y esos artistas que en sus obras describen, indagan y poéticamente testimonian el caos. La novela se situaría de este modo entre el comienzo de los Tiempos Modernos y su declinación, ahora; corriendo paralelamente a esta creciente profanación (¡qué significativa resulta esta palabra!) de la criatura humana, a este pavoroso proceso de desmitificación del mundo. Entre estas dos grandes crisis se forma, desarrolla y culmina la novela occidental. Y por eso es inútil y ocioso estudiarla sin referencia a este formidable período, que no hay más remedio que llamar «Los Tiempos Modernos». Sin el cristianismo que los precede, no habría existido la conciencia intranquila y problemática; sin la técnica que los tipifica no habría habido ni desmitificación, ni inseguridad cósmica, ni alienación, ni soledad urbana. De ese modo, Europa inyecta en el viejo relato legendario o en la simple aventura épica esa inquietud social y metafísica para producir un género literario que describirá un territorio infinitamente más fantástico que el de los países de leyenda: la conciencia del hombre. Y lo llevará a sumergirse cada día más, a medida que el fin de la era se acerca, en ese universo oscuro y enigmático que tanto tiene que ver con la realidad de los sueños.
Sostiene Jaspers que los grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras un saber trágico, que no sólo emocionaba a los espectadores sino que los transformaba. De ese modo, eran educadores de su pueblo, profetas de su ethos. Pero luego —dice— ese saber trágico se transmutó en fenómeno estético, y tanto el auditorio como el poeta abandonaron su grave seriedad primitiva, para proporcionar imágenes sin sangre. Es posible que el gran pensador alemán al escribir estas palabras haya tenido presente cierto tipo de literatura bizantina que se da en Occidente como se ha dado en todos los períodos de refinamiento intelectual, porque, ¿cómo admitir que la obra de Kafka sea metafísicamente menos grave que la de Sófocles? Al enfrentar el hombre esta crisis total de la raza, la más compleja y profunda que haya enfrentado en su entera historia, el saber trágico ha retomado aquella antigua y violenta necesidad, a través de los grandes novelistas de nuestra época. Y aun cuando en superficie se trate de guerras o revoluciones, en última instancia esas catástrofes sirven para poner la criatura humana en las fronteras de su condición, a través de la tortura y la muerte, la soledad o la demencia. Esos extremos de la miseria y de la grandeza del hombre que únicamente se manifiestan en los grandes cataclismos, permitiendo a los artistas que los registran la revelación de los secretos últimos de la condición humana.
Ese hombre no es el solo cuerpo, ya que por él apenas pertenecemos al reino de la zoología; ni tampoco es el solo espíritu, que más bien es nuestra aspiración divina: lo específicamente humano, lo que hay que salvar en medio de esta hecatombe es el alma, ámbito desgarrado y ambiguo, sede de la perpetua lucha entre la carnalidad y la pureza, entre lo nocturno y lo luminoso. Mediante el espíritu puro, a través de la metafísica y la filosofía, el hombre intentó explorar el universo platónico, invulnerable a los poderes del Tiempo; y quizá haya podido hacerlo, si hay que creer a Platón, por el recuerdo que le queda de su primigenia confraternidad con los Dioses. Pero su patria verdadera no es esa sino esta región intermedia y terrena, esta dual y desgarrada región de donde surgen los fantasmas de la ficción novelesca. Los hombres escriben ficciones porque están encarnados, porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas». 

«EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS» (V) - ERNESTO SABATO

Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:

«En toda gran novela, en toda gran tragedia, hay una cosmovisión inmanente. Así, Camus, con razón, puede afirmar que los novelistas como Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievsky, Proust, Malraux y Kafka son novelistas filósofos. En cualquiera de esos creadores capitales hay una Weltanschauung, aunque más justo sería decir una «visión del mundo», una intuición del mundo y de la existencia del hombre; pues a la inversa del pensador puro, que nos ofrece en sus tratados un esqueleto meramente conceptual de la realidad, el poeta nos da una imagen total, una imagen que difiere tanto de ese cuerpo conceptual como un ser viviente de su solo cerebro. En esas poderosas novelas no se demuestra nada, como en cambio hacen los filósofos o cientistas: se muestra una realidad. Pero no una realidad cualquiera sino una elegida y estilizada por el artista, y elegida y estilizada según su visión del mundo, de modo que su obra es de alguna manera un mensaje, significa algo, es una forma que el artista tiene de comunicarnos una verdad sobre el cielo y el infierno, la verdad que él advierte y sufre. No nos da una prueba, ni demuestra una tesis, ni hace propaganda por un partido o una iglesia: nos ofrece una significación. Significación que es casi todo lo contrario de la tesis, pues en esas novelas el artista efectúa algo que es casi diametralmente opuesto a lo que esos propagandistas ejecutan en sus detestables productos. Pues esas grandes novelas no están destinadas a moralizar ni a edificar, no tienen como fin adormecer a la criatura humana y tranquilizarla en el seno de una iglesia o de un partido; por el contrario, son poemas destinados a despertar al hombre, a sacudirlo de entre la algodonosa maraña de los lugares comunes y las conveniencias están más bien inspiradas por el Demonio que por la sacristía o el buró político» (…) «Y para esa síntesis nada hay más adecuado en las actividades del espíritu humano que el arte, pues en él se conjugan todas sus facultades, reino intermedio como es entre el sueño y la realidad, entre lo inconsciente y lo consciente, entre la sensibilidad y la inteligencia. El artista, en ese primer movimiento que se sume en las profundidades tenebrosas de su ser, se entrega a las potencias de la magia y del sueño, recorriendo para atrás y para adentro los territorios que retrotraen al hombre hacia la infancia y hacia las regiones inmemoriales de la raza, allí donde dominan los instintos básicos de la vida y de la muerte, donde el sexo y el incesto, la paternidad y el parricidio, mueven sus fantasmas. Es allí donde el artista encuentra los grandes temas de sus dramas. Luego, a diferencia del sueño, que angustiosamente se ve obligado a permanecer en ese territorio ambiguo y monstruoso, el arte retorna hacia el mundo luminoso del que se alejó, movido por una fuerza ahora de expresión; momento en que aquellos materiales de las tinieblas son elaborados con todas las facultades del creador, ya plenamente despierto y lúcido, no ya hombre arcaico o mágico sino hombre de hoy, habitante de un universo comunal, lector de libros, receptor de ideas hechas, individuo con prejuicios ideológicos y con posición social y política. Es el momento en que el parricida Dostoievsky cederá, parcial y ambiguamente, lugar al cristiano Dostoievsky, al pensador que mezclará a esos monstruos nocturnos que salen de su interior las ideas teológicas o políticas que atormentan su cabeza; diálogos y pensamientos que sin embargo no tendrán nunca esa pureza cristalina que ofrecen en los tratados de teólogos o filósofos, ya que vienen promovidos y deformados por aquellas potencias oscuras, porque están en boca de esos personajes que surgen de aquellas regiones irracionales, cuyas pasiones tienen la fuerza feroz e irreductible de las pesadillas. Fuerzas que no sólo empujan sino que deforman y tienden esas ideas que enuncian sus personajes y que nunca, así, pueden identificarse con las ideas abstractas que leemos en un tratado de ética o de teología. Porque nunca será lo mismo decir en uno de esos tratados que «el hombre tiene derecho a matar» que oírlo en boca de un estudiante fanático que está con un hierro en la mano, dominado por el odio y el resentimiento; porque ese hierro, esa actitud, ese rostro enloquecido, esa pasión malsana, ese fulgor demoníaco en los ojos, será lo que diferenciará para siempre aquella mera proposición teórica de esta tremenda manifestación concreta».

«EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS» (I) - ERNESTO SABATO

Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:

«La condición más preciosa del creador:
El fanatismo. Tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada importante»

«Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo».

EXPLORADORES, MÁS QUE INVENTORES
«Hay probablemente dos actitudes básicas que dan origen a los dos tipos fundamentales de ficción: o se escribe por juego, por entretenimiento propio y de los lectores, para pasar y hacer pasar el rato, para distraer o procurar unos momentos de agradable evasión; o se escribe para buscar la condición del hombre, empresa que ni sirve de pasatiempo, ni es un juego, ni es agradable. Efectivamente, es casi normal, para no decir que es inevitable, esta sensación de desagrado que produce la lectura de una novela de esta naturaleza. Y eso se debe a que no sólo la exploración de las simas del corazón humano es agobiante sino que, proponiéndoselo o no, este tipo de ficción nos produce un desasosiego que tampoco es placentero. Maurice Nadeau sostiene que una novela que deje tal cual al escritor y al lector es una novela inútil. Es cierto. Cuando hemos terminado de leer El proceso no somos la misma persona que antes (y seguramente tampoco Kafka después de escribirlo)»

«Es obvio que una cosa es la humanidad y otra muy distinta el público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie, moldeados por una educación estandarizada, embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y cosificados por una manufactura de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el artista es el único por excelencia, es el que gracias a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun así estará más cerca del hombre concreto que un razonable amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, acorralado y desesperado, termina por huir al África, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia muerte. ¿indica todo eso que es él quien está deshumanizado?
"Si nuestra vida está enferma —escribe Gauguin a Strindberg— también ha de estarlo nuestro arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes... Vuestra civilización es vuestra enfermedad"»

LITERATOS Y ESCRITORES
«"La profesión de escritor tiene un lado penoso, que consiste en que el trabajo lo obliga a uno a mezclarse con una serie de literatos. Para guardar las apariencias, una o dos veces por año, hay que concurrir a una reunión y pasar varias horas en compañía de críticos, autores radiales y gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerga que sólo pueden entender los literatos. Únicamente después de proceder a una purificación de fondo puede uno recobrarse y caminar con la cabeza en alto, como un ser humano" (Erskine Caldwell)».

«Pienso que el signo más sutil de que una sociedad está ya madura para una profunda transformación social es que sus revolucionarios se revelen capaces de comprender y recoger la herencia espiritual de la sociedad que termina. Si eso no sucede, la revolución no está madura». 

"DESNUDO EN LA BAÑERA, ASOMADO AL ABISMO" - LARS IYER

Lars Iyer es el autor de las novelas Spurious y Dogma. En este demoledor manifiesto arremete contra lo que hoy en día se entiende por Literatura. Para Iyer, hoy por hoy y tal y como la conocíamos, la Literatura es imposible, salvo que se entienda como una farsa o una parodia de sí misma.
La traducción del texto del inglés es de Susana Lago Ballesteros y el texto original fue publicado en inglés en: http://www.thewhitereview.org/





Desnudo en la bañera, asomado al abismo (Manifiesto literario tras el fin de la literatura y los manifiestos)



El descenso de la montaña

Hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses. Vivían en las montañas, cual eremitas desahuciados o aristócratas lunáticos. Escribían con la única finalidad de comunicarse con los muertos, los aún no nacidos, o con nadie en absoluto. No habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y antisociales. Aunque tal vez deploraran sus vidas, marcadas por la soledad y la tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Escribían teatro y poesía y filosofía y tragedias y cada muestra era más devastadora que la anterior. Los libros que alcanzaban a escribir llegaban con carácter póstumo a sus lectores, y por el más tortuoso de los caminos. Asomarse a sus pensamientos e historias era tan aterrador como toparse con los huesos de un animal extinto.

Andando el tiempo, surgió una segunda oleada de escritores. Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las alturas, necesitaban morar en los confines de bosques colindantes con alguna ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando, para darse una vuelta por la plaza pública. Congregaban multitudes, cuyas mentes agitaban; provocaban escándalos, se metían en política, se retaban en duelos e instigaban revoluciones. A veces emprendían largos viajes a las montañas y cuando regresaban, el pueblo temblaba oyendo sus nuevas proclamas. Los escritores se habían convertido en héroes, áureos, audaces y pomposos. Más de uno entre quieres deambulaban ociosamente por la plaza dio en pensar: ¡Me place esto que veo! Me siento medio inclinado a intentarlo yo mismo.

Pronto, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la ciudad, y aceptaron puestos de trabajo. De hecho, ciudades enteras se vieron colonizadas y ocupadas por escritores. Pontificaban acerca de cuanto tema hay bajo el sol, concedían entrevistas y publicaban en la editorial local, Libros del Monte Santo. Los había que llegaron incluso a vivir de las ventas y, cuando éstas menguaron, impartieron clases en la facultad de Olimpia City, y cuando se dejó de contratar a nadie en los Departamentos de Humanidades, se dedicaron a escribir libros de memorias sobre el arte de “vivir en las montañas”. Se hicieron expertos en publicidad, porque resultaba evidente que la industria editorial era una rama de la comunicación. Los más astutos empezaron a escribir anuncios, pues era una excelente manera de adquirir una buena técnica. En poco tiempo, los autores empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto quedó claro que a fin de cuentas el público no era más que una alucinación, del mismo modo que la importancia de la escritura era básicamente una alucinación.

Ahora te sientas ante el escritorio, soñando con la Literatura y leyendo distraídamente el artículo de Wikipedia sobre la "novela", mientras picas algo y ves vídeos de perros y gatos en el móvil. Escribes un poco en tu blog y tuiteas los pensamientos más profundos de que eres capaz, te devanas los sesos intentando añadir tu propia opinión sobre algún tema de moda en la red. Susurras, como en una plegaria, los nombres de Kafka, Lautréamont,Bataille, Duras, con la esperanza de conjurar el espectro de algo que apenas comprendes, algo ridículo y obsoleto que, sin embargo, te reconcome todos los días de tu vida. Y te sorprendes riéndote impotente de ti mismo muy a tu pesar, hasta que casi se te saltan las lágrimas. Por fin haces clic en “abrir nuevo documento” y estremecido, clavas la mirada en la pantalla, y te preguntas qué demonios podrías escribir ahora. 
  
El cadáver de la marioneta

Decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente falso e intuitivamente cierto. Según la mayoría de datos estadísticos, el diagnóstico es acertado. Hay más lectores y escritores que nunca. El crecimiento de internet indica, en cierto sentido, el aumento de una cultura profundamente alfabetizada. Tendemos a mandar mensajes, en vez de hablar. Ahora más que nunca publicamos comentarios por escrito, en vez de observar o escuchar. Se suele citar el dato de que el número de diplomados en programas de escritura es superior al número de londinenses en tiempos de Shakespeare. Como dice Gabriel Zaid, autor deDemasiados libros: la proliferación exponencial de autores apunta a que el número de libros publicados pronto eclipsará al de la población humana. Pronto habrá más libros que personas han existido desde el principio de los tiempos. Tenemos bibliotecas enteras en los móviles, libros (disponibles o descatalogados) a los que podemos acceder con sólo mover un dedo. La todopoderosa Amazon, la infinita Feed, la inagotable Aggregation, la Wikisabiduría, las recomendaciones, favoritos, listas, críticas, comentarios... Vivimos en una época de palabras sin precedentes. 

Con todo y con ello... en otro sentido, conforme a un criterio diferente, la Literatura es un cadáver, y lleva además mucho tiempo frío. Intuitivamente sabemos que así es, lo sentimos, lo sospechamos, lo tememos y lo aceptamos. El sueño se ha desvanecido, nuestra fe y nuestro asombro han huido, hemos dejado de creer en la Literatura. En algún momento de la década de los 60 el gran río de la Cultura, la Tradición Literaria y el Canon de las Obras Sublimes se empezó a ramificar, rompiéndose en una miríada de afluentes, discurriendo con lentitud por las llanuras del delta cultural. En una cultura sin verticalidad, la Literatura sobrevive como referente primordial del efecto de realidad, o como un diploma menor otorgado por una universidad recién privatizada. Ahora bien: ¿qué era antaño la Literatura? La Literatura eran nombres como Diderot, Rimbaud, Walser, Gogol, Hamsun, Bataille y, por encima de todos, Kafka: revolucionario y trágico, profético y solitario, póstumo, incompatible, radical y paradójico, refugio de oráculos y outsiders. Kafka planteaba retos a base de emoción, su objetivo era romper moldes, alterar lo existente, a base de describir, sí, solo que sus descripciones eran devastadoras; se situaba fuera de la cultura a fin de observar bien su interior, o se instalaba en el interior de la cultura, para ver bien qué había fuera. Nadie escribe ya obras así, impregnadas de este espíritu. O, más bien, siguen existiendo, pero sólo como una parodia de modelos pasados. La Literatura se ha convertido en una pantomima de sí misma, su peso en la cultura está sobrevalorado, teniendo en cuenta que sus acciones son unidades infinitesimales que valen calderilla en el mercado de la bolsa. 

¿Cuáles son las causas de tamaño declive? Se puede señalar la caída de antiguas clases y estructuras de poder, como la iglesia, la aristocracia y la burguesía. Estas grandes instituciones que lastraban el avance de las energías modernistas se han disuelto. Como la paloma de Kant, que para atravesar el aire en vuelo libre precisa de su resistencia, también el escritor necesita sentir una especie de resistencia por parte de la Literatura; el escritor necesita oponerse a algo, en su lucha por alcanzar algún logro. Y ¿a qué oponerse cuando no queda enemigo contra el que luchar? Se podría hablar de la globalización, de la absorción del planeta entero por el mercado mundial, cuyo efecto ha sido el debilitamiento de las antiguas formas culturales así como de las literaturas nacionales. Vemos cómo se eleva la idea de individuo a un punto en que el concepto mismo de idiosincrasia se convierte en un lugar común, un punto en el que términos como yo, alma, corazón y mente son jerga demográfica. Nuestra idea de lo que es tradición se ha reducido a algo tan exiguo que no tiene sentido plantarle cara; no quedan autores del pasado a los que hacer frente. Se podría apuntar como causa el populismo de la cultura contemporánea, la disolución de los antiguos límites entre arte culto y popular, así como el debilitamiento de nuestros recelos ante el poder del mercado. Hoy día, los escritores trabajan en concierto con el capitalismo, más que adoptando una postura en su contra. No eres nada si no vendes, si tu nombre no es conocido, si no acuden decenas de admiradores cuando firmas ejemplares de tus libros. Y también podríamos señalar la banalidad de las democracias liberales; al tolerarlo todo, al absorberlo todo, nuestro sistema político no da licencia para nada. Hubo un tiempo en que el arte fue oposición, pero actualmente ha sido fagocitado por el aparato cultural, y la idea de seriedad se ha visto reducida a una especie de producto kitsch para consumo de la Generación X, Y o Z. No nos faltan temas a los que enfrentarnos con seriedad: la atmósfera está en ebullición, las reservas de agua se están desecando, las dinámicas políticas nos empujan a la ingenuidad de cruzarnos de brazos como si la catástrofe no fuera con nosotros... y en medio de todo esto la Literatura ha perdido la capacidad de dar cuenta de esta tragedia. La globalización ha aplastado la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado. La prosa se ha convertido en un producto más: algo agradable, llamativo, exquisito, laborioso, respetado, pero irremisiblemente insignificante. Ya no se escriben poemas que llamen a la revolución, ya no se escriben novelas que desafíen a la realidad. Ya no.

La  historia de la Literatura es como el eco que reproduce una cámara de sonido, que va debilitándose con cada nueva reiteración. O, para emplear otra metáfora, se podría decir que la Literatura era, a fin de cuentas, un recurso finito, como el petróleo, como el agua. Cada nueva manifestación literaria ha sido una prospección que ha ido mermando las reservas hasta acabar con ellas. Si la historia de la Literatura es la historia de los movimientos literarios y sus posibilidades,  entonces hemos alcanzado el punto en que el modernismo y el postmodernismo la han agotado. El postmodernismo, nombre que en el fondo no hace más que añadir al modernismo una dosis de desesperación, nos ha conducido al final del juego: todo está a nuestro alcance pero nada nos sorprende. En el pasado, cada gran afirmación contenía un manifiesto y cada vida literaria era una invitación a la heterodoxia; pero hoy todo es fotocopia, nota a pie de página, gesto teatral. Ni la originalidad misma es ya capaz de sorprendernos. Hemos presenciado tantos ejercicios de estilo y forma que incluso algo original en cada uno de sus componentes contiene la novedad como meta-cualidad y así nos resulta, paradójicamente, reconocible al instante.

Algunos optan por tocar los clarines del pasado, reclamando el regreso de las viejas formas, exigiendo que la Cultura vuelva a subirse a su viejo carruaje, proclamando la vigencia del concepto de autoridad literaria. Pero estas exigencias grandiosas o son vistas con recelo, o resultan irrisorias o nadie hace caso de ellas. Los “clásicos”, de la antigüedad hasta el presente, son repertorios rutinarios, como el Cascanueces en Navidad. El prestigio literario sólo existe como una forma litúrgica, tan pintoresco como una monja en el metro. ¿Quién, sino los más pomposos escritores de la tercera oleada, se toma a sí mismo en serio como Autor? ¿Quién se atrevería a soñar con archivar sus e-mails y tweets para que los lea agradecida la posteridad? La reclusión de Blanchot ya no es posible, al igual que el exilio de Rimbaud o la muerte adolescente de Radiguet. Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión. La idea de autor se ha evaporado, siendo sustituida por un ejército de obreros de la tecla, que trabajan codo con codo con los publicistas y los programadores.

Se podría argüir que deberíamos estar agradecidos por este nuevo orden. ¿No es estupendo, al fin y al cabo, tener como hobby ser todo un novelista? Que los demás puedan leerte. ¡Menuda sorpresa! Que la gente leyera ficción sería de por sí una sorpresa. Tus amigos y tu familia también creen que es estupendo. ¡Así que has publicado una novela! ¿La gente aún lee novelas? ¡Quién lo hubiera dicho! Para tu círculo de amigos, el hecho de publicar una novela es más importante que lo que pueda contener. El hecho de que tu nombre aparezca en Google acompañado de algo más que fotos en que se te ve desnudo en la bañera es ya algo. Y así, el prestigio de ser un verdadero autor cede ante la frívola idea de fama literaria, algo efímero que se olvida rápidamente.

¿Qué es tan terrible, entonces? Entre los puestos del mercado se escucha un parloteo fascinante, el ruido de una vida estable. Que brote un millar de flores y todo eso. Tal vez la muerte de la Literatura sea el síntoma del fin de algo que ha dejado de ser necesario. Tal vez debamos aceptar esta muerte. ¿Para qué evocar el espectro pantomímico del poète maudit, las sombras burlonas de Rimbaud o Lautréamont, con su botella de absenta y los ojos inyectados en sangre? Para los más prácticos, el fin de la Literatura no es más que el fin de un modelo melodramático, una falsa esperanza que ha seguido el camino del psicoanálisis, del marxismo, del punk rock y de la filosofía. Pero quienes somos menos pragmáticos nos damos cuenta de lo que se ha perdido, lo vivimos. Junto con la Literatura perdemos la posibilidad de la Tragedia y la Revolución, las últimas modalidades de Esperanza que teníamos a nuestro alcance. Y cuando desaparece la posibilidad de lo trágico, nos hundimos en una forma de pesar sin atributos, una vida cuya enorme tristeza carece de grandeza trágica. Ansiamos la tragedia, pero ¿dónde encontrarla, cuando sólo hay lugar para la farsa? La burla y el desdén son hoy las únicas reacciones que se dan cuando alguien lee en público un nuevo manifiesto. Todos los esfuerzos son tardíos, todos los intentos son impostados. Sabemos lo que queremos decir y oír, pero los nuevos instrumentos a nuestro alcance no duran mucho tiempo afinados. No podemos repetir fórmulas antiguas ni probar fórmulas nuevas, ambas posibilidades se han alejado telescópicamente de nosotros, reducidas a algo que nos suena. Somos como payasos de circo incapaces de estrujarnos todos juntos en un cochecito. Las palabras de Pessoa nos resuenan en los oídos: “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Esta es la tarea que se nos ha encomendado, nuestra mejor y única salida. 
  
Enfermos de literatura

Quien escribe está en destierro de la escritura; 
allí está su patria donde no es profeta
Maurice Blanchot

Como ante cualquier muerte, cualquier calamidad, nuestra primera y perversa reacción es la negación. Amábamos demasiado a nuestros genios literarios como para aceptar que sus días han terminado. Danzamos en torno al tótem de Bloomsday y paladeamos el nombre de Camus como la eucaristía. En vano se conceden, pomposa y solemnemente, medallas de grandeza a novelas que imitan pálidamente el vago recuerdo de las obras maestras. El prestigio, los escombros, el cuerpo de la Literatura sigue ahí, pero su espíritu ha volado. Sólo un puñado de escritores ha captado la gravedad del momento que atraviesa actualmente la Literatura. Sólo un puñado de escritores es sincero a la hora de escribir acerca de la situación en que nos encontramos y los obstáculos que hay en el camino. Y lo que escriben es enfermizo y canibalesco, absurdo y desesperado, pero paradójicamente son también alegres y auténticas. Sus obras son increíblemente honestas y tienen un poder liberador. Estos son los escritores que, tal vez, nos muestran el camino a seguir.

Antes de curarnos debemos diagnosticarnos. El narrador de El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas, padece la “enfermedad de la literatura”, lo cual le hace experimentar el mundo únicamente a través de los libros que ha leído, escritos por los grandes autores de la historia de la literatura. Está condenado a entenderse a sí mismo y todo lo que le rodea a través de las vidas y obras de los autores que le obsesionan. Escribe El mal de Montano para encontrar una cura, para salir de la Literatura mediante la Literatura. 

En la primera parte del libro, una novela corta independiente, Montano va a Nantes para liberarse de su enfermedad literaria, pero acaba aún más inmerso en ella. La ciudad le recuerda a Jacques Vaché, el legendario protosurrealista conocido únicamente por sus cartas a Breton. Nacido y criado allí, Vaché pensaba, igual que Breton, que Nantes sólo iba detrás de su querida París como fuente de inspiración. Y cuando Montano visita a su hijo en la misma ciudad, sólo puede verse a sí mismo como el fantasmagórico padre de un Hamlet que, como el personaje de Shakespeare, finge haber perdido totalmente la razón. 

Montano está atrapado por la literatura. Decidido a marcharse de la ciudad, coge el primer tren y admite que se trata de “un gesto muy literariolos trenes son muy literarios”. También los medios de transporte se han contagiado del mal de Montano. Un viaje que efectúa más adelante a Chile tampoco le proporciona alivio. Volar en  avioneta le trae el recuerdo de Antoine de Saint-Exupéry, quien repartía correspondencia en aquellas mismas montañas. Montano evoca a incontables autores a lo largo del viaje: Danilo Kiš, Pablo Neruda,Alejandra Pizarnik, y así sucesivamente.

Montano sufre. Su proximidad a la literatura es agobiante. El mundo mismo parece un sistema de tropos literarios, de asociaciones literarias. Montano no puede ni recurrir al suicidio, poniendo fin a todo esto, puesto que “la muerte... es precisamente de lo que más habla la literatura”No hay salida, no hay acción posible que no corra el riesgo de convertirse en una especie de cliché literario, de manifestación literaria kitsch. Y es que el problema de Montano no es sólo estar atrapado en la Literatura; es que la propia Literatura aparece como un escenario de mal gusto.

La afección de Montano encuentra sus raíces en Kafka (a decir verdad: ¿qué problema de los últimos cien años no ha sido previsto por Kafka?). Montano escribe que nadie ha estado más “enfermo de literatura” que el autor de Praga. “Estoy hecho de literatura”afirma Kafka, pero él consiguió hacer literatura gracias a su enfermedad. El castillo se podría entender, como sugiere el narrador de El mal de Montano, como una alegoría de la imposibilidad de intercambiar exégesis por realidad, de permutar enfermedad por salud, pero el hecho de crear una alegoría a partir de su enfermedad es ya literatura. En otras palabras, Kafka aún puede escribir Literatura y así aliviar temporalmente su enfermedad literaria.

El narrador de Vila-Matas dispone de menos opciones aún que Kafka. El sostén de la religión ya se había desmoronado en tiempos de Kafka, dejándole en el reino de la alegoría, pero Vila-Matas ni siquiera tiene el sostén de la alegoría, peor aún: la propia estructura de la narrativa se ha desplomado. Kafka todavía podía contar una historia, pero esto le está vedado al narrador de Vila-Matas. De la misma manera que Kafka nació demasiado tarde para la religión, todos nosotros hemos nacido demasiado tarde para la Literatura. Al reactivar las vidas y obras de literatos legendarios, el narrador de Montano no hace sino poner de relieve cuán remotas son estas figuras para nosotros, todas ellas de escritores a quienes la propia Literatura parecía mantener a cierta distancia. La Literatura se aleja de nosotros al igual que se alejó de nuestros predecesores literarios, empezando por autores de diarios como Gide quien, como se describe en El mal de Montano, sueña eternamente con escribir una Obra Maestra. Y es que la noción misma de Obra Maestra, o incluso albergar la esperanza de escribir una Obra Maestra, es ya síntoma de mal gusto literario. A esto se refiere el narrador cuando sostiene que la literatura en sí misma padece el mal de Montano: la enfermedad de Montano, si contemplamos el mundo a través de la lente de la Literatura, es también la enfermedad de la Literatura, un espejo que ya no es capaz de reflejar el mundo. 

“Don Quijote representa la juventud de una civilización: se inventaba los sucesos, mientras nosotros no sabemos escapar a los hechos que nos acosan”, escribe E. M. Cioran. Inventar sucesos, incluso hacer alegorías sobre ellos, ya no parece posible. Como cuando escupimos contra el viento, nuestro menor gesto literario nos es devuelto en plena cara. Esto, como sucede con el brillante virtuosismo de la primera parte de El mal de Montano, puede resultar divertido, pero acaba siendo agotador. Como afirmaba un crítico: “los chistes tienen cada vez menos gracia” y el libro se vuelve una tortura. Resulta difícil no estar de acuerdo con la idea de que el narrador parece “haber perdido el hilo del argumento, y eso sin perder de vista el hecho de que en realidad nunca llegó a haber un argumento en el pleno sentido de la palabra”. Con todo y con ello, a pesar de tan agobiante encerrona, Vila-Matas pone fin a su obra con una sorprendente nota de rebeldía, incluso de esperanza: el narrador y Robert Musil se arrodillan juntos frente a un gran abismo, rodeados de escritores pomposos y petulantes (“enemigos de lo literario”) que se congratulan unos a otros durante la celebración de un grotesco festival literario. “Es el aire de los tiempos”, se lamenta el narrador, “el espíritu está amenazado”. Pero Musil le contradice: “Praga es intocable... es un círculo mágico. Praga ha sido siempre demasiado para ellos. Y siempre lo será”. Para ser un libro cuyo propósito es determinar la enfermedad terminal de la Literatura, El mal de Montano acaba insistiendo en que algo queda todavía, que subsiste una cualidad decidida y secreta que ni siquiera tiempos como los nuestros pueden desbaratar.

Volvamos ahora la mirada hacia Thomas Bernhard, otra víctima del mal de Montano. No hay nada que hacer, no hay salida, no se puede hacer nada excepto subrayar el hecho de que no hay nada que hacer, y de que no hay salida. La misma historia contada una y otra vez, el intento de encontrar tiempo y espacio para elaborar un compendio, una exhaustiva obra de recopilación dedicada a algún tema específico (la naturaleza del sentido auditivo; la música de Mendelssohn) que sirve de excusa para que el narrador haga que la sustancia del relato sean los insuperables problemas que plantea su escritura. Bernhard aborda sus temas (el resentimiento y los deseos frustrados de quien aspira a una vida intelectual; la culpa y el sufrimiento derivados de haber vivido totalmente sometidos a la exigencias del estado austríaco; la abominación moral inherente a las secuelas del nazismo) recurriendo a una prosa cacofónica que desarrolla un tema con variaciones. Son grandes bucles repetitivos que se estiran hasta alcanzar el punto de ruptura, propagándose después en una espiral huracanada de rabia y frustración. Sus libros giran como torbellinos, arrastrando cuanto se cruza en su camino: hipérboles de gran calado revolotean mezcladas con menudencias lamentables; aforismos del Viejo Mundo colisionan con estúpidas perversiones, grandes denuncias se repliegan, transformándose en distracciones banales. El valor de una maleta, el valor de una vida; cómo los perros de compañía sabotean toda posibilidad de actividad intelectual; el desayuno cotidiano entendido como asalto. Las frases de Bernhard, siempre a punto de desmoronarse, no pretenden únicamente representar la vida (la vida ordinaria y tediosa de los filósofos fracasados, los científicos fracasados, los músicos fracasados y los escritores fracasados que viven bajo regímenes corruptos) sino también las fuerzas que en ella se encierran.

El incesante movimiento hacia delante de su prosa pone de relieve la completa intolerancia al fracaso, a las componendas y al odio, hacia las presuntuosas poses de aquellos que no entienden sus propios fracasos y componendas. Al declararse la guerra a sí mismos, los frustrados narradores de Bernhard, permanentemente incapaces de encontrar un tiempo y espacio en el que por fin les resulte posible escribir como los maestros que tratan de imitar (trátese de Schopenhauer, Novalis, Kleist o Goethe) declaran la guerra a una cultura en la que la imitación de los maestros ha dejado de ser posible. Bernhard es el nombre del sumidero que succiona los remolinos que forman una Cultura, una Literatura y una Filosofía que corresponden al pasado. Bernhard lamenta, horrorizado, el suicidio de la Cultura, al tiempo que escupe bilis contra los “enemigos de lo literario” que aún quedan: los artistas, actores, escritores y compositores subvencionados por el estado que acuden a la insufrible cena que nos describe en Tala. Se ve envuelto en una neblina de odio hacia la vida no literaria, actitud que encarnan personajes como la célebre y ajetreada hermana deHormigón. En El malogrado, Bernhard incluso llega a postular que las únicas salidas posibles a una vida dedicada a la creación artística son el suicidio, la locura o el más abyecto fracaso.

Evidentemente, la ironía de Bernhard reside en el hecho de que, en tanto que sus narradores fracasan una y otra vez, incluso antes de empezar, el propio Bernhard encuentra una manera y una vía en que expresarse. Puede que sus músicos hayan renunciado a su arte y que sus críticos musicales sean incapaces de escribir una línea, pero Bernhard ha creado una música para sí mismo. Es, tal vez, una sinfonía grotesca, un vals ridículo, irrisorio, disparatado y oscuro, pero hay algo emocionante, podríamos decir incluso hermoso, en su canto abnegado. Una vez más, como en la obra de Vila-Matas, sólo al borde del abismo somos capaces de recordar qué es lo intocable.

Un último ejemplo de literatura que se enfrenta a su propia muerte y sobrevive es Los detectives salvajes de Bolaño, un libro sobre el intento de crear una vanguardia literaria en 1975, escrito después de que las condiciones para poner en práctica la vanguardia se hayan desmoronado. Es un libro sobre la revolución política después de la constatación del fracaso a que estaban condenadas dichas revoluciones. Se trata de una novela sobre las vanguardias literarias, pese a lo cual se resiste a la conceptualización y al estilo que exige la idea de vanguardia literaria. Se trata de una novela extática, apasionada (el propio Bolaño la describe como una “carta de amor” a su generación) que parodia los deseos de que existan la Literatura y la Revolución. Se trata de una novela que, como todas las novelas recientes, llega demasiado tarde, pero a diferencia de la mayoría, encuentra el modo de abordar este retraso. Gracias a ello, Los detectives salvajes aporta a quienes aspiran a ser considerados autores un modelo que permite hablar con propiedad de nuestros sueños anacrónicos.

Los supuestos protagonistas del libro, Ulises Lima y Arturo Belano, líderes de una bandaliteraria conocida como los “realistas viscerales”, ocupan pocas veces el primer plano de la narración. En general, nos llega un lejano eco de ellos, a través de los múltiples narradores a quienes Bolaño encomienda que den cuenta de la historia. Y el veredicto que recae sobre ellos es desigual: encuentran un admirador en Madero, izquierdista exaltado, estudiante de leyes, cuyos brillantes y divertidos diarios enmarcan Los detectives salvajes. Pero también tienen detractores: “Belano y Lima no eran revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga”dice uno de los narradores de Bolaño“Todo el realismo visceral era… el pavoneo demencial de un pájaro idiota, algo bastante vulgar y sin importancia”, dice otro. Al final, se dirigen hacia “la catástrofe o el abismo”, mientras recorren el mundo, intentando mantener una pose literaria y política cuando el tiempo de la Literatura y de la Política ha pasado. “Luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados”, dice Bolaño hablando de su generación. “Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto”.

Abrazar deliberadamente un ideal muerto: esta es la cualidad que impregna Los detectives salvajes. La intuición de Bolaño, perturbadora y liberadora a un tiempo, revela que ya sólo es posible escribir el epílogo de la Literatura: la historia de quienes se rascan las rodillas mientras rastrean las huellas que ha dejado la Literatura tras su desaparición. No es cuestión de alardes metaliterarios ni de  solipsismos; se trata de mirar las cosas de frente. Vivimos en una cultura en que millones de escritores se dedican a mimetizar los grandes modelos que adoran, con tan solo una vaga consciencia de que lo único que hacen es vomitar vulgaridades. Todos sabemos que Libertad [la novela de Jonathan Franzen] no es Flaubert, y aún así no alcanzamos a comprender por qué se nos ha cerrado esa puerta. Año tras año vemos cómo se intenta hacer pasar como si fuera el último grito muestras de estilos muertos como el realismo, el modernismo, el nuevo periodismo o alguna variante lúdica del postmodernismo, todos ellos más retro que la peste. Es hora de que la literatura acepte su propia muerte, en vez de seguir jugando a las marionetas con su cadáver. Debemos denunciar la farsa de una cultura que sueña con cosas que no puede crear, porque esta farsaes nuestra tragedia. Debemos afrontar con humor la oscuridad y la amargura de la situación en que vivimos. ¿Por qué, si no, dibuja uno de los narradores de Bolaño enanos con penes gigantescos, mientras mata el tiempo en la celda de una prisión israelí? ¿Por qué Madero juega con sus compañeros a las adivinanzas con las caricaturas que aparecen en las últimas páginas de Los detectives salvajes, cuando la búsqueda de Cesárea Tinajero se acerca a su fin? Estos comportamientos son propios de quien vive después de la Literatura. Una vez más, como en Cervantes, la historia más poderosa es la que realza el papel que tiene la Literatura en nuestras vidas, sólo que en las circunstancias actuales es un papel reducido al de un fuego que flota sobre una ciénaga, un fantasma que arrastra sus cadenas, un ente derrotado que hipnotiza a un ejército de idiotas integrado por supuestos novelistas, revolucionarios, críticos, conferenciantes de filosofía, editores de blogs literarios, suscriptores de revistas y supuestos intelectuales... en una palabra: todos nosotros.
  
Qué escribir en las postrimerías

Hay esperanza, infinita esperanza,
 pero no para nosotros
 Kafka

De modo que aquí estamos, a este lado de la montaña, nostálgicos de las mesetas tormentosas donde nuestros ancestros escritores emplearon una vez su magia, pero conscientes de que somos habitantes de las tierras bajas. Aquí estamos, al cabo de la Literatura y la Cultura, desnudos, despojados, azorados. Somos como niños que se han encontrado unas botas viejas y andan trotando por ahí con ellas. ¡Puede que hasta Bernhard y Bolaño sean demasiado grandes como para que los imitemos!  Deberíamos estudiar a los perversos garabateadores, como David Shrigley e Ivan Brunetti. El medio de expresión que han elegido pone de relieve hasta qué punto han abrazado su condena. Deberíamos apagar los ordenadores, subir los libros al desván y olvidar que hubo un tiempo en que sabíamos leer y nos parecía algo importante. Pero para los que no podemos escapar a la necesidad de borronear y teclear, he aquí algunas pistas.

Utiliza una sencillez a-literaria. El juego ha terminado, ya no queda nada. El estilo de Los detectives salvajes es notoriamente a-literario, exento casi de elegancia, pese al virtuosismo desasosegado de sus voces narrativas. Es “directo hasta la asfixia”. Incluso Bernhard, pese a todas sus circunvoluciones gramaticales, a la postre escribe con una suerte de obviedad patética. No se maquilla ni adorna, sino que escupe la materia de su descontento. El abismo necesita la clara quietud de un testigo, el testimonio sobrio del día después para recordar lo que pasó. La Literatura ya no es nada por sí misma, es la Gran Desaparecida.

Resístete a las formas cerradas, a las obras maestras. El empeño por escribir obras maestras es una modalidad de necrofilia. Escribir debe ser un acto abierto por todos sus flancos, de modo que un esbozo de vida real (aunque ésta no sea más que una farsa lúgubre y ridícula) pueda atravesarlo, pasando las páginas. Según Vila-Matas, cualquiera que escriba un texto de ficción debe permitir que se le vea la mano, que la imagen de uno mismo aparezca. Pero en el ámbito de la literatura después de la Literatura lo que permite ver la mano es la vida como farsa. Los autores deben renunciar a imitar a los genios. En lugar de ello, es preferible mostrar a los autores como monos de imitación, en una palabra, como idiotas. No tengas la arrogancia de intentar ser cómico. Tú eres el serio en esta farsa; el gracioso es el universo. No vayas de tonto, ni de listo, ni de simpático, ni de tímido. Eso sí, deja un margen a la hilaridad, a una risa dolorosa y purificadora que te parta en dos los costados y el corazón. Sigue tu propia estupidez como unas huellas en la arena.

Aunque trates otros temas, no dejes de escribir acerca de este mundo, un mundo dominado por sueños muertos. Resalta la ausencia de Esperanza, de Fe, de Compromiso, de Seriedad rimbombante. Señala el pasado, del que hemos sido desgajados; señala el futuro, que nos destruirá. Escribe sobre un tipo de esperanza que antaño fue posible en tanto que Literatura, Política, Vida, pero que ya no es posible para nosotros

Deja ver claramente que eres consciente de tu impostura. No eres un Autor, no en el sentido tradicional. En realidad, no has escrito ningún Libro, un Libro de Verdad. No formas parte de ninguna tradición, movimiento ni vanguardia. No te estás jugando verdaderamente nada en la Literatura, por muchos aires insensatos que te quieras dar. Además, la verdad es quehoy día es poquísima la gente que lee. No dejes de recalcar bien este dato. ¡Nadie lee, pedazo de idiota! Hay más novelistas que lectores. Hay demasiados libros...

Deja ver tu melancolía, resalta el hecho de que el final se acerca. Se acabó la fiesta. Las estrellas salen y el cielo negro se muestra indiferente ante ti y tus sandeces. Estás con los personajes de Bolaño al final de la búsqueda, perdido en el desierto de Sonora, al final de todas las búsquedas. Estás haciendo dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto. No hay más, ésas son tus obras completas: dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto.

No seas generoso ni amable. Ríete de ti mismo y de lo que haces. Saquea el arte, como el caníbal que eres. Recuerda: únicamente cuando el cuerpo está sin vida, y ha sido picoteado durante millones de años por los cuervos, roído por los chacales, cubierto de escupitajos y olvidado, sólo entonces descubriremos que aún queda una última esquirla de hueso intacta.


"TESIS SOBRE EL CUENTO" - RICARDO PIGLIA


Tesis sobre el cuento
Los dos hilos: Análisis de las dos historias

Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.