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«SPARTA» (2022) - ULRICH SEIDL

 ... Sparta forma parte, junto a Rimini, de lo que debería haber sido una trilogía (como ya ocurriera con su anterior tríptico llamado Paraíso: Amor-Fe-Esperanza). Esta otra trilogía no llegó a consumarse por la muerte de uno de sus actores principales, Hans-Michael Rehberg, que hace el papel de padre de los protagonistas de ambas cintas, un hombre con demencia senil que vive en una residencia de ancianos y del que se insinúa un oscuro pasado nazi.
En esta ocasión, Ulrich Seidl nos presenta a Ewald (Georg Friedrich), un austriaco que vive en Rumanía y que siente una especial atracción por los niños. Juega con ellos, como si fuera uno más, pero su cabeza estalla cuando se despierta un deseo sexual turbio que a duras penas logra reprimir. Es entonces cuando da marcha atrás y se retira, a sabiendas de que todo volverá a ocurrir, pues esa es su condición. Ese el motor de la película, que la impulsa hacia delante y que atrapa al espectador, que siente una curiosidad malsana por comprobar si finalmente la presa caerá abatida o no.
Seidl nos presenta un tema tan peliagudo como es la pederastia y lo hace de una manera inteligente, sin caer en lo morboso o en lo excesivamente explícito, haciendo que el espectador pueda sentir todo el dolor que siente Ewald, una mente enferma pero al mismo tiempo decidida a llevar a cabo sus planes. No sabemos si en el pasado tuvo ya alguna relación con algún crío, o tal vez él mismo sufrió abusos cuando era pequeño y ahora repite el mismo patrón.
Ewald rompe con su novia, abandona su trabajo y se marcha de la ciudad en que vive en Rumanía, en busca de un lugar donde montar una escuela de judo para niños. Ayudado por algunos críos del pueblo consigue rehabilitar una vieja escuela y crear una suerte de fortaleza, lejos de miradas indiscretas, donde los niños puedan jugar y aprender artes marciales mientras él les hace fotos, y al mismo tiempo forjarles un carácter fuerte, hacer de ellos "buenos soldados", como lo eran los soldados espartanos de la antigua Grecia (no en vano la escuela de judo recibe precisamente ese nombre, Sparta). Pretende también alejarlos de un ambiente familiar marcado por la violencia y el alcoholismo.
Ewald siente una especial atracción por Octavian, un niño tímido y sensible que guarda cierto parecido con el Tadzio de la película Muerte en Venecia de Visconti. La película da un giro cuando los vecinos del pueblo, y en especial el violento padre de Octavian, empiezan a intuir que algo raro puede estar ocurriendo.
Tanto aquí como en Rimini, ambas películas de ficción, se percibe un tono cercano al documental, género que conforma el grueso de la filmografía del director austriaco, ayudado también por una mezcla de actores profesionales y no profesionales.
La Rumanía que nos muestra Seidl es el paisaje más acorde a lo que pueda ser la mente del protagonista: un escenario decadente, sucio, pobre, feo... Adjetivos estos que suelen ser bastante habituales en el cine de Seidl, acostumbrado a poner el dedo en la llaga del espectador occidental, a mostrarle aquello que el cine mainstream se empeña en no enseñar o cuando lo hace le añade un final feliz o más o menos tolerable. Seidl parece sentirse cómodo, igual que su compatriota Michael Haneke, en sacudir al espectador, en mostrarle todo lo desagradable, turbio y contradictorio que hay en la cultura occidental, en unos países que se han forjado una imagen amable a fuerza de ocultar su lado oscuro, y todo ello con el objetivo último de hacerle reflexionar.
El guión de Sparta se construyó a partir de una historia real, la del alemán Markus Roth, un pedófilo que enseñaba judo en las áreas más deprimidas de Rumanía y que al mismo tiempo vendía fotos y vídeos de niños duchándose y jugando.
Como era previsible, Sparta ha estado acompañada de polémicas. El Festival Internacional de Cine de Toronto retiró la película a raíz de una noticia publicada por Der Spiegel en la que acusaba al cineasta de haber ocultado el argumento a sus jóvenes actores y a sus familias. Más cerca de nosotros, Seidl canceló su viaje a San Sebastián para presentar la cinta en el festival de cine...

«TORE TANZT (NOTHING BAD CAN HAPPEN)» (2013) - KATRIN GEBBE


 ... Tore es un joven que vive con un grupo de punks en una casa okupada en Hamburgo. Este grupo de jóvenes se hace llamar Jesus Freaks y son unos devotos de Jesucristo. Cierto día Tore (interpretado de manera magnífica por un creíble Julius Feldmeier) ayuda a reparar de manera «milagrosa» la furgoneta de una familia, en la que el padre, Benno, le devolverá el favor días después abriéndole las puertas de su casa y acogiéndolo en su familia. La historia no nos revela en ningún momento detalles de la vida de Tore, es un joven sin pasado, poco sabemos de él, salvo que es un ser muy puro, quizás demasiado para la sociedad y los tiempos que le han tocado vivir, ingenuo y optimista. De vez en cuando sufre ataques epilépticos, es aficionado a la papiroflexia y por encima de todo es un fanático de la religión cristiana; se debe a Jesucristo, con el que cree estar en contacto directo y al que reza durante las comidas y por las noches. Poco a poco, Tore irá descubriendo que su nueva familia está lejos de lo que se supone que debe ser una familia. Benno, el padre, es un tirano, celoso, abusador, que ejerce su violencia sobre los que le rodean, incluido Tore, que cree que todo lo que le está pasando es una prueba a la que le está sometiendo su dios y que pase lo que pase («Nada malo puede pasar» cuando tienes a Dios de tu lado), ha de resistir y tener esperanza. Astrid, la esposa de Benno, y el hijo pequeño, Dennis, tampoco escapan a esa atmósfera de violencia que se respira en la casa, inexorable como una ley física que podría enunciarse como «la violencia genera violencia y siempre irá in crescendo», y también ejercen en mayor o menor medida maltrato sobre Tore. Se diría que el ser humano alberga un instinto violento del que no puede substraerse y que le empuja a ejercer esa violencia sobre otros seres más débiles. O quizás es la sociedad, competitiva y violenta, en la que vivimos la que nos empuja a ser así y se trata más bien de agredir o ser agredido y esa es la única elección posible. Solo Sanny, la hija mayor, parece ser diferente a los demás miembros, de hecho guarda una relación con ellos más bien distante. Pronto se siente atraída por Tore, con el que establece una suerte de relación muy casta, una mezcla de amor y compasión. Al joven Tore, por su parte, no parece importarle convertirse en una especie de moderno mártir con tal de conseguir lo que busca. ¿Y qué es lo que busca? ¿Tal vez el amor de Sanny? ¿Sentirse integrado dentro de una familia y ser querido por ella, aunque se trate de una familia desestructurada como la que le ha tocada en suerte? ¿Tal vez cree que con la ayuda de Dios («Teach me Lord» reza el tatuaje que Tore tiene en su espalda) puede contribuir a cambiar el mundo o hacer, al menos, que una pequeña parte de ese mundo decadente, pongamos una familia o un miembro de esa familia, pueda vivir mejor? ¿Qué puede hacer la religión, sea la que sea, en un mundo gobernado por el dinero, el poder y la violencia? 
La película está estructurada en tres capítulos: Fe, Amor, Esperanza; probablemente inspirada en la frase extraída de la Biblia: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor» (Corintios 13:13). Tore Tanzt, la ópera prima de Katrin Gebbe, es una cinta violenta como también lo son otras películas que abordan temas similares y con las que se percibe cierto parecido: La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick o dos de las películas del turbador Michael Haneke, Funny Games y Benny's video... La cinta está inspirada en hechos reales, en una noticia que leyó la directora y que hablaba de una pareja que había mantenido a un niño con discapacidad mental en su sótano durante meses en 2009, torturándolo hasta la muerte...

«VORTEX» (2021) - GASPAR NOE

 ... Vortex, la última película de Gaspar Noe, guarda por su temática un cierto parecido con la también notable Amour de Michael Haneke. En Vortex asistimos a la decadencia de una pareja de ancianos, encerrada en una casa repleta de objetos y de recuerdos, desordenada, sucia y claustrofóbica, donde la demencia senil de ella, la madre (interpretada por Françoise Lebrun) condiciona su existencia, atrapada y atormentada en su laberinto mental, y la de él, marido y padre (interpretado por Dario Argento), que no sabe muy bien cómo afrontar la situación y escapar de ese vórtice de locura que lo arrastra, y que se aferra a su actividad intelectual y al libro que está escribiendo sobre el cine y los sueños para poner algo de cordura en su vida. La pantalla aparece partida en dos, pero no es una decisión gratuita o esteticista del director: aunque los protagonistas están en el mismo lugar y en el mismo momento, sus percepciones de la realidad son completamente distintas, la «película» de su vida en común hace tiempo que se convirtió en «dos películas», complementarias pero diferentes, así que tiene sentido que dos cámaras sigan a ambos personajes. Hay un tercer personaje, el hijo (interpretado por Alex Lutz), que los visita de vez en cuando pero que se ve incapaz de hacer otra cosa que no sea tender puentes temporales entre sus padres y ya de paso pedirle algo de dinero al padre.
Vortex es también un homenaje al cine. La casa está llena de pósteres de cine, de libros de cine, de películas de vídeo... Es el cine como fábrica de sueños. «Una película es un sueño dentro de un sueño» dice Dario Argento, el anciano, en un momento dado. Cine, sueño, realidad... todo se entremezcla. El cine como tabla de salvación en medio de un océano hostil y terrible, como posibilidad última de escapar a la horrible realidad que circunda a la pareja protagonista. En momentos cruciales de la película, Gaspar Noe, el director, se apoya en secuencias extraídas de otras películas para mostrar estados de ánimo de sus personajes, como en esa secuencia hermosa en que el anciano está tendido en el suelo, sufriendo un ataque al corazón, y en la televisión estamos viendo el océano misterioso que aparecía en Solaris, de Andrei Tarkovski, mientras en la otra mitad de la pantalla grande vemos a su esposa durmiendo plácidamente...

«FUNNY GAMES» (1997) - MICHAEL HANEKE

... he vuelto a ver Funny games, la primera versión, la de 1997, para comprobar cómo le ha afectado el paso del tiempo. Aparte de la violencia explícita hay varias cosas que me resultan muy molestas como espectador. Al final, creo que es justamente eso lo que pretende Haneke en todas sus películas: incomodar al espectador, sacarlo de su zona de confort, hacerle pensar, provocarle dilemas morales que le empujen a hipotéticas tomas de decisión. De hecho, en esta cinta esa incomodidad es muy explícita: Peter, uno de los jóvenes intrusos, de vez en cuando se dirige a la cámara, al espectador, le guiña un ojo, le propone jugar, incluso le anima a que apueste por cuál va a ser el final de la película, algo bastante inquietante. Pero hay más elementos perturbadores. Uno es la exquisitez de modales con que se desarrolla todo, a pesar de lo violento de la situación. Incluso el primer acto de violencia se ejerce con un palo de golf convertido en refinada arma. Otro elemento es el sinsentido de toda esa violencia. «¿Por qué?», pregunta el padre. «¿Y por qué no?», le responde Peter, su agresor. Otra cosa que me incomoda mucho es que todo parece un juego, un juego tan ridículo como perverso por parte de los intrusos, un funny game en el que además se van improvisando las reglas. Y así es cómo sobre la música clásica y la ópera del principio de la película (Mozart, Handel, Mascagni) termina imponiéndose el rock metalero de Naked City...

«EL ASCETISMO EN LAS PELÍCULAS DE RUBEN ÖSTLUN» - Oliver Blomqvist

EL ASCETISMO EN LAS PELÍCULAS DE RUBEN ÖSTLUN
Por Oliver Blomqvist
Traducción: Javier Serrano

Ruben Östlund - IMDb
El ascetismo, el acto de la autoprivación, se ha aplicado en ocasiones como un principio artístico por los directores de cine. En el cine escandinavo, esa idea está presente desde Dreyer hasta Dogma 95, y más recientemente en el cine del sueco Ruben Östlund. Östlund, un no-cinéfilo fotógrafo de deporte extremo convertido en director de cine independiente, tiene un complejo acercamiento ontológico y técnico a la idea de expresión parsimoniosa y desarrolló esta idea en filmes como De ofrivilliga (2008), Play (2011) y Force majeure (2014). Esa aproximación consiste en el acto de reducir cuidadosamente los medios artísticos al mínimo, imponiendo un severo conjunto de reglas a seguir. ¿Cuáles son los medios y los objetivos del ascetismo en el cine cuando la idea se ha separado de su origen religioso-espiritual? ¿Por qué el artista se convierte en un asceta?
La noción de ascetismo está presente en todas las religiones. En la mayoría de ellas encontramos, de manera más o menos parecida, la idea de la autoprivación como la más alta virtud. El hinduismo y el budismo han proporcionado algunas de las más extendidas materializaciones de esta noción: ideología antimaterialista y diversas formas de ejercicios corporales que se introdujeron en contextos seculares en Occidente (por ejemplo el yoga y la meditación). La palabra viene del griego y originalmente significaba «ejercicio» o «entrenamiento» para conseguir una perfección espiritual o corporal.
En la tradición cristiana, el modo de vida ascético es percibido como la última expresión en el sufrimiento del hombre: ganarse el pan con el sudor de su frente, tal y como es su destino por culpa del pecado original. Pero también a través de la observancia de reglas estrictas, transmitidas por la tradición, el hombre es capaz de abandonar los placeres terrenales y evitar así los obstáculos en su camino a Dios. Este sentido dual del ascetismo cristiano, tanto castigo como camino hacia placeres más elevados (apartando de su camino los escombros del mundo material), se puede encontrar en el pensamiento de importantes directores de cine.
En el cine europeo es probablemente en el director francés Robert Bresson donde más se percibe este concepto de «ascetismo». Devoto católico, Bresson estaba decidido a renunciar al lenguaje del cine más comercial para crear una verdadera expresión cinematográfica, el cine. Bresson mantiene una distinción clara entre películas verdaderas y falsas: «Hay dos tipos de películas: las que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se sirven de la cámara para reproducir; y las que emplean los medios del cine y se sirven de la cámara para crear». Según Bresson, el cine es un arte en sí mismo. Como tal no puede depender de la escenografía, la actuación, la música y otras formas artísticas independientes, so pena de convertirse en «teatro grabado». Es un oficio singular, con su propia materia prima para ser moldeada por el artista: «El cine es una escritura con imágenes en movimiento y sonidos». El director de cine ascético debe observar dos principios: «Desprenderse de los errores y falsedades acumuladas. Conocer mis medios, valerme de ellos». Y el camino hacia el dominio del oficio es la parsimonia y el autodominio: «La facultad de utilizar bien mis medios disminuye a medida que su número aumenta».
Lo anteriormente mencionado no se refiere explícitamente a una experiencia espiritual o religiosa, pero está claro, según la manera de pensar de Bresson, que el ascetismo cristiano le ha suministrado un ideal (prácticamente inalcanzable), al que solo se puede llegar a través de un rechazo estricto de las impurezas del cine comercial.
Si el ascetismo de Bresson proviene de un modo de pensamiento dualista, enraizado en la tradición católica romana, su dicotomía entre cine puro e impuro ha inspirado a otros que han prescindido de las connotaciones religiosas y las han sustituido por otra ideológicas o políticas. El director austriaco Michael Haneke se ha comprometido en una batalla contra el «cine fascista», un cine autoritario que impone su contenido sobre el espectador, en vez de provocar reflexión. En su película 71 Fragmente – einer Kronologie des Zufalls (1994) (71 fragmentos de una cronología del azar), Haneke nos muestra a un joven a punto de cometer una masacre. En una secuencia clave el joven está jugando al tenis de mesa contra un muro. La toma es larga y sin diálogo. Haneke explica: «Lo primero que piensas es “Oh, el director está usando el tenis de mesa para mostrar a un hombre frustrado y enfadado, vale, lo entiendo”». Como la secuencia se alarga durante varios minutos, el espectador empieza a mostrarse escéptico y comienza a percibir verdaderamente lo que está ocurriendo en la escena, olvidando lo que se supone que la escena expresa. La ambigüedad inherente en las imágenes de Haneke y su narrativa plagada de lagunas son armas para combatir la noción «fascista» de una sola verdad, una sola interpretación. Todo aquello que es potencialmente manipulador, imponiendo medios de expresión como la música de fondo, el movimiento de la cámara y la edición debe estar por tanto bajo control.
Esta dicotomía entre dos tipos de cine —que podríamos llamar fascista y emancipatorio— puede ser de naturaleza política o ideológica, pero en su estructura dualista, el concepto tiene un inequívoco parentesco con el ascetismo de inspiración religiosa de Bresson. La corrupción de la expresión más comercial y la promesa redentora del cine puro están también claramente presentes en la filosofía de Haneke.
Otra elaboración de la idea de ascetismo en el cine fue la propuesta por el movimiento Dogma 95. Incluso la propia elección de la palabra «dogma» y el hecho de que los directores que quisieran certificar sus películas como «películas Dogma» tuvieran que adherirse a un voto de castidad evoca connotaciones religiosas y sitúa el movimiento en el contexto cristiano. Los objetivos declarados del movimiento eran «hacer frente a ciertas tendencias» en el cine de hoy, especialmente el «cine de ilusión» y una «percepción burguesa del arte». Aunque a estas alturas ya nadie se acuerda de los objetivos originales, las formas con las que esas tendencias iban a ser enfrentadas todavía permanecen en el recuerdo: no atrezo, no luz artificial, no música no-diegética, no películas de género ni acción superficial, sólo cámara en mano, etc.
No deja de ser significativo que ninguna de las películas certificadas como Dogma 95 fueran capaces de respetar completamente las reglas por la forma estricta en que el voto de castidad estaba formulado.
Hemos visto a través de los ejemplos anteriormente mencionados algunas materializaciones del ascetismo como una manera de hacer cine. De una manera u otra todos sirven al propósito dual de ser un ejercicio estricto destinado a convertirse en una lección de humildad para el artista y purificar el propio arte del cine de la decadencia, ya sea en forma de «teatro grabado», «fascismo» o «percepción burguesa del arte». ¿Pero puede el ascetismo cinematográfico estar separado del pensamiento dual y seudocristiano?
No es extraño en la historia de las ideas ver cómo los mismos pensamientos vuelven a emerger en diferentes periodos de tiempo o contextos, aparentemente sin ninguna conexión entre los hechos. Haciendo un paralelo con la genética, se ha descubierto que la evolución de los ojos ha tenido lugar de manera independiente en al menos 40 especies diferentes, sin una base hereditaria común.
La antigua idea de castidad cinematográfica ha sido aplicada de nuevo al oficio del cine por el director Ruben Östlund, galardonado en Cannes y conocido internacionalmente por su despiadado estudio del desmoronamiento de la familia como núcleo, en Force Majeure (2014). En Suecia, su país de origen, debutó como director con Gitarrmongot (2003), su mirada semidocumental sobre algunas personalidades excéntricas de la periferia de Goteborg, la segunda ciudad más grande del país. El filme, tan alabado como denostado por la prensa sueca, mostraba entre otros personajes a un joven con síndrome de Down tocando desgarradas canciones punks en las calles de Goteborg. Después de esta película vino De ofrivilliga (2008), un acercamiento brutal al destructivo carácter conformista y a la manera típicamente sueca de evitar el conflicto interpersonal. El tema tratado y la estructura de la narración merecerían un tratamiento más a fondo, pero por el momento lo importante es subrayar el oficio de Östlund y su modo de expresión. Salvo la secuencia final donde la cámara está colocada en el interior de una ambulancia, corriendo velozmente y de noche por las calles de la ciudad, la cámara está estática a lo largo de todo el filme, la luz es natural, no hay música de fondo y las historias individuales están contadas con tomas largas, ininterrumpidas, a menudo desde ángulos que ocultan más que mostrar lo que está ocurriendo en la escena. Östlund a menudo nos presenta un elenco de actores desconocidos que actúan en sus escenas siguiendo una pauta predeterminada y de una manera semimprovisada. La película, por tanto, es una serie de «clips» encuadrados de manera minuciosa, mostrando situaciones inquietantes en las que varias patologías de la sociedad sueca aparecen reflejadas a través de hechos cotidianos.
En la historia del cine, mientras la forma artística evolucionó desde largas y estáticas tomas hasta una expresión basada en el montaje, donde las acciones eran fraccionadas en partes que luego se ponían juntas mediante el uso de técnicas de edición, la expresión cinematográfica también sufrió un cambio pasando de mostrar acciones a insinuarlas, o induciendo al espectador a leer en las imágenes un contenido que en realidad no era mostrado, como ya señaló de manera notable André Bazin en su L'Ontologie de l'image Photographique.
El refinamiento de la técnica de montaje hizo que fuera posible en el cine una más poderosa manipulación del espectador y presentar el mundo de una manera que era exclusiva del cine. Por ello, muchos consideran que el arte de yuxtaponer imágenes para incitar y crear respuestas emocionales o intelectuales en el espectador es la verdadera esencia de la expresión cinematográfica.
¿Por qué entonces un moderno cineasta decide prescindir del montaje, la más cinematográfica de las herramientas de una película? Para Östlund las razones son de naturaleza técnica pero también ontológica. Primeramente, Östlund comenzó su carrera como director rodando esquí alpino y descubrió que la toma larga y sin editar de un esquiador era una secuencia mucho más interesante que una editada, desde que la edición puede ser usada para disimular errores y combinando diferentes tomas crear una ilusión a partir de una simple sesión de esquí. Los espectadores más atentos descubrirán el engaño, mientras la toma larga y sin editar será percibida como una demostración de la realidad tal y como es. Para Östlund, la toma larga es una manera de expresar la imagen que él tiene de la realidad al espectador de una manera directa y sin adulterar.
Pero aparte de ser una forma de fidelidad a la percepción que uno tiene del mundo, la limitación autoimpuesta de la toma sin editar y la cámara estática son una chispa de creatividad. En una entrevista que el presente autor llevó a cabo con Östlund en verano del 2010, explicó su enfoque ascético de la siguiente manera: «Si quiero capturar una situación en una película, habrá siempre una abundancia de formas posibles para hacerlo. Las posibilidades son tan numerosas que agotan la energía creativa. En cambio, si decido respetar ciertas limitaciones formales, tales como filmar solo desde un ángulo determinado, usar una cámara fija, no editar una secuencia, etc., entonces tengo claro cuáles son mis opciones y me veo obligado a encontrar una innovación narrativa para la secuencia. Para mí, esto genera una cantidad muy grande de energía».
Entonces, ¿qué papel juega el ejercicio ascético para Östlund? El uso de limitaciones tiene el doble propósito de estimular la creatividad artística y ser verdadero con la manera en que percibimos la realidad. Östlund es un autoproclamado no cinéfilo y por tanto sus limitaciones no están destinadas a limpiar el cine como una forma artística ni parecen motivadas por una razón ideológica o religiosa. Provienen más bien de una necesidad práctica: ¿qué necesito para hacer que una escena funcione y contar la historia al espectador? ¿Cómo puedo crear algo cuando los medios de que dispongo son prácticamente ilimitados? En su forma más básica, es posible encontrar una conexión entre su ejercicio técnico y el ascetismo en el pensamiento religioso: el despojamiento del exceso para descubrir la esencia.

«PARADIES: LIEBE (PARAÍSO: AMOR)» - ULRICH SEIDL

«Paraíso: Amor» - Ulrich SeidlTítulo original: Paradies: Liebe (Paraíso: Amor)
Año: 2012
Duración: 121 min.
País: Austria
Dirección: Ulrich Seidl
Guión: Ulrich Seidl, Veronika Franz
Fotografía: Edward Lachman, Wolfgang Thaler
Reparto: Margarete Tiesel, Inge Maux, Peter Kazungu, Gabriel Mwarua, Carlos Mkutano
Productora: Coproducción Alemania-Francia-Austria; Société Parisienne de Production / Tatfilm

Amor se abre con una perturbadora secuencia en un parque de atracciones, en la que vemos a un grupo de discapacitados, acompañados por sus cuidadores, subidos en coches de choque dándose golpes unos contra otros, entre excitados y asustados. Teresa (Margarethe Tiesel), una de las cuidadoras, es una mujer austriaca entrada en años, madre de una taciturna adolescente con la que guarda una relación distante. Teresa no tiene pareja y se halla en una edad en la que es difícil encontrar un hombre que la pueda querer. Como ella misma dice, sus carnes se caen y eso no gusta a los hombres, algo que, por cierto, la publicidad y la televisión se encargan de recordarnos todos los días. Decide tomarse unas vacaciones para cambiar de aires, y viaja a Kenya, donde descubre, entre idílicas playas de arenas finas y aguas transparentes, todo un paraíso de africanos jóvenes, poseedores de atléticos cuerpos de ébano, dispuestos a acostarse con ella sin importarles la edad o la apariencia física (Hakuna Matata, no hay problema).
Amor es la primera película de la trilogía Paraíso de Ulrich Seidl (Fe y Esperanza completan la serie). Al igual que en el resto de su filmografía, Ulrich Seidl (al que algunos críticos cinematográficos sitúan dentro de una tendencia oscura y provocadora, por momentos sádica, junto al también austriaco Michael Haneke y el danés Lars von Trier) es muy crítico con el denominado primer mundo. Como es sabido, para que los países desarrollados puedan disfrutar de un alto grado de bienestar es necesario que el tercer mundo viva en un permanente precariado. Una imagen de la película ilustra a la perfección la separación entre esos dos mundos: un plano, casi una foto fija (recurso habitual en Seidl), donde vemos a las turistas blancas tomando el sol en la playa, separadas por una cuerda, vigilada por un guardia, del grupo de africanos ávidos por ofrecerles sus mercancías. La cuerda separa el mundo de los ricos del de los pobres, Occidente de África, los cuerpos carnosos y de piel blanca de los cuerpos magros y oscuros. Si la turista decide abandonar la seguridad del complejo turístico y franquea la cuerda, se verá literalmente acorralada por un enjambre de hombres negros que con su precario conocimiento de otras lenguas y su encanto personal intentarán colocarle todo tipo de objetos o posibilidades de diversión, incluido el sexo. Inicialmente, una sonriente Teresa rechaza cualquier ofrecimiento, pero poco a poco irá dejándose engatusar.
El filme tiene la originalidad de hablarnos del turismo sexual pero desde la perspectiva de la mujer que se acuesta con hombres y paga por ello, un punto de vista menos trillado en el cine. Para ello, no rehuye de la exhibición de los cuerpos y de la carne desnuda, tampoco de los encuentros explícitos. A veces esos pagos son en metálico y por servicio prestado, pero en otras ocasiones esos pagos adoptan maneras más sutiles: ayuda para gastos hospitalarios de un crío ingresado por malaria, dinero para una escuela, invitación a copas o a comer…
El meollo de Amor lo podemos encontrar en una secuencia que transcurre en la playa, donde la protagonista habla con un grupo de turistas austriacas, hedonistas y juerguistas, que acaba de conocer allí, en Kenya. Toman el sol sobre unas tumbonas y hablan sin tapujos sobre amor, sexo, apariencia estética, pertinencia o no de depilarse el vello púbico… A diferencia de sus amigas, Teresa asegura que busca un hombre que le sepa mirar a los ojos, que le escrute el alma; algo que no encuentra en su Austria natal y que tiene más que ver con el amor y la ternura. Como es habitual en el cine de Seidl, una cosa es lo que uno busca y otra muy distinta lo que encuentra, que suele distar bastante del objetivo inicial, y con lo que no nos queda más remedio que contentarnos. De hecho, el cineasta parece bastante escéptico en cuanto a la posibilidad de encontrar amor.
En su primer contacto con un hombre negro, Teresa se muestra reticente a practicar el sexo de una manera fría, deshumanizada y casi animal. Pero habrá más encuentros. A medida que vaya conociendo otros hombres, de esos hombres de la playa simpáticos y amables que la colman de atenciones y que le dicen (en una mezcla de alemán e inglés) que el amor africano no tiene fin, su mirada se tornará más cínica y escéptica, y su búsqueda se irá centrando en algo mucho más prosaico: el sexo como sucedáneo del amor, el placer instantáneo y barato, la diversión inmediata y sin sentido, algo no muy diferente a la secuencia que abre la película, esa en que un grupo de discapacitados se divierten golpeando sus coches unos contra otros.
«Paraíso: Amor» - Ulrich Seidl
Lo que subyace en el fondo de Amor es una crítica al capitalismo y a la capacidad del dinero para comprar voluntades, en este caso para alquilar cuerpos. Ya no es el abuso colonialista del pasado, sino que ahora se llama turismo sexual, algo mucho más civilizado pero que contiene la misma esencia depredadora. Con todo, hay una diferencia que no es baladí: el hombre africano conoce ahora las debilidades del hombre blanco (y de la mujer blanca), es consciente de las posibilidades económicas que tiene su potencia sexual y se dispone a maximizar, tal y como manda el canon capitalista, sus beneficios. Como si tratara de resarcirse de su explotación durante siglos, no dudará en sacarle hasta el último chavo (bajo la amable apariencia de una negociación win-win inserta en una vasta misión humanitaria en la que se intercambia amor por dinero) a la sugarmama europea.
La cinta contiene momentos de humor, muchos de ellos relacionados con las actividades de animación, entre ridículas e infantiles, que acontecen en los resorts turísticos. Memorable resulta la secuencia del cumpleaños de Teresa (constatación inequívoca de que el tiempo pasa, el cuerpo se degrada y la carne se sigue cayendo) en que sus amigas le hacen una fiesta en la habitación del hotel, donde no falta una tarta con velas y el regalo es un striper africano, escuchimizado y no demasiado bien dotado pero dispuesto a todo.

«EL SÉPTIMO CONTINENTE» - MICHAEL HANEKE

Publicado por Javier Serrano en larepublicacultural.es


Título: Der siebente Kontinent (El séptimo continente) (1989)
Director: Michael Haneke
Intérpretes: Birgit Doll, Dieter Berner, Leni Tanzer, Udo Samel, Silvia Fenz, Robert Dietl
Guión: Michael Haneke, Johanna Teicht
Música: Alban Berg
Fotografía: Anton Peschke
País: Austria
Producción: Wega Film
Duración: 104´

La familia S. es una familia de clase media compuesta por el matrimonio, Georg y Anna, y su hija pequeña, Evi. En apariencia una familia feliz, si hay algo que define la vida de la familia S. (y la de muchas otras) es la rutina. Una rutina diaria y deshumanizadora que Haneke muestra a partir de secuencias breves, separadas por largos fundidos en negro, y protagonizadas en su mayoría por máquinas, esos aparatos de uso cotidiano fabricados para servir al hombre aunque a menudo la relación se invierte y es el hombre el que sirve a la máquina: el despertador a las 6 de la mañana, la cafetera, el tostador, el auto-lavado, los grifos del agua, la caja registradora del supermercado, las máquinas del centro de trabajo de Georg, los aparatos ópticos con los que trabaja Anna… El espectador ve esos artefactos a través de planos fijos y con frecuencia en planos detalle. Ocasionalmente, Haneke también nos muestra las manos que manipulan dichos artilugios, mientras fuera de cuadro se escucha un diálogo intrascendente. Es el ritmo repetitivo de las máquinas el que marca el ritmo de vida de los protagonistas. De hecho, nuestra vida no es muy diferente a la vida de esas máquinas: desayunar, lavarse los dientes, ir al trabajo en coche, trabajar en un lugar rodeado de más máquinas y gobernado por ordenadores (y donde el único motivo para seguir es la esperanza depositada en un ascenso que parece que nunca llegará), preparar los alimentos, comer… Una vida aparentemente fácil, donde cuando algo no funciona se sustituye por otro objeto (o persona) que hace exactamente lo mismo, y probablemente con un coste menor, como es el caso del jefe de Georg cuando se jubila y es sustituido por el propio George.
Incluso el tiempo libre de la familia, en forma de pequeños ritos, está marcado por la reiteración. Así, esa oración que todas las noches la pequeña Evi ejecuta y donde ruega a Dios para poder encontrarse pronto con él, o la lectura del periódico del día en la cama y justo antes de dormir.
De lo que ocurre en la cabeza de estos personajes, fríos como peces y despojados de cualquier atisbo de evidencia afectiva, de lo que piensan o lo que sienten, apenas tenemos noticias a través de una voz en off que es el texto de las cartas que el matrimonio S. dirige a sus padres para contarles cómo les va.
El hogar de los S. no es muy diferente al acuario que tienen en el piso. Un recipiente grande, donde el alimento llega de manera puntual y no hay nada de lo que preocuparse, pero que no deja de ser un remedo de algo más grande que debe de ser eso que llaman “vida” y que sucede en otra parte, acaso en Australia o en algún otro lugar más alejado incluso, quizá un séptimo continente o un sueño, el de una playa de arena y rocas lamida por las olas del mar (como el del plano de apariencia onírica que regularmente nos muestra Haneke y que aparece en el cartel anunciador de la película).
Otra de las metáforas evidentes de la cinta (junto a la del acuario) es la del túnel de auto-lavado: un vehículo entra en él, con los personajes dentro y con la sensación inquietante que siempre produce la entrada en un túnel, en tanto que pasaje de tránsito de una realidad a otra. El coche es abrillantado por fuera, quedando el interior intacto.
La rutina solo se rompe con ocasión de alguna pequeña celebración: una comida con algún familiar, una fugaz sesión de sexo… o con alguna excentricidad de la pequeña Evi en el colegio, como cuando finge haberse quedado ciega con la única intención de llamar la atención y no sentirse tan sola. A fuerza de repetirse, si bien de una manera más espaciada, esos pequeños actos de "rebeldía" devienen también rutina. Otras veces, lo extraordinario sucede de manera imprevista, en forma de un llanto repentino y sin saber muy bien el porqué, o un accidente mortal en la carretera.
Cuando los S. reconocen abiertamente que su vida no es merecedora de tal nombre, deciden cambiarla radicalmente. Sacan el dinero que tienen ahorrado en el banco, abandonan sus trabajos, compran comida abundante (incluidos todos esos alimentos y bebidas que antes no tomaban) y herramientas diversas. Antes de emprender el viaje definitivo, proceden a la destrucción sistemática de todo lo que ha sido su vida hasta ahora: aparatos, ropa, discos, libros, muebles… Son las herramientas del sistema destrozando el sistema, como si los S. no quisieran dejar un rastro de su paso por este mundo. La destrucción de sus objetos es su autodestrucción. Misteriosamente, de ese proceso de demolición solo sobrevivirá un televisor, con la pantalla inundada por la nieve estática (Haneke procede del mundo de la televisión).
El séptimo continente está basada en un suceso que ocurrió en Austria en 1989. Es la ópera primera de su autor y la primera de la “trilogía de la glaciación emocional” (junto a El vídeo de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar). Se puede ver en el ciclo que el Círculo de Bellas Artes de Madrid le está dedicando al director austriaco (del 21 de febrero al 10 de marzo).

«AMOUR» - MICHAEL HANEKE

Publicado por Javier Serrano en www.larepublicacultural.es


Título original: Amour (Love), 2012
Dirección y guión: Michael Haneke
Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco, Alexandre Tharaud, Laurent Capelluto, Carole Franck, Dinara Droukarova
Fotografía: Darius Khondji
Música: Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven, Johann Sebastian Bach
Duración: 127’
País: Austria
Productora: Coproducción Francia-Alemania-Austria; Les Films du Losange / X-Filme Creative Pool / Wega Film / France 3 cinéma / ARD degeto / Bayerischer Rundfunk / Westdeutscher Rundfunk / Canal + / France télévisions



La multipremiada última película de Michael Haneke es, en apariencia, sencilla: en París, una pareja de ancianos de clase media-alta, George y Anne (Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva), ambos pianistas retirados, vive sus últimos años bajo el peso de la confortable rutina propia de su edad: comen, duermen, hacen la compra, van a conciertos… (estas acciones ocuparán una parte importante de la cinta), siempre juntos, tratando de prolongar en lo cotidiano de estas actividades lo que queda del amor que les une. Mientras tanto, la vela sigue quemándose, en su avance inexorable hacia la nada. Cierto día, un pequeño incidente pone en evidencia, para ambos, eso que siempre habían intentado postergar: el principio del fin; es la primera señal del mal creciendo en el interior de ella.
Tras el paso de Anne por un hospital, la vida de la pareja cambia de un día para otro: ahora hay una persona que no puede valerse por sí misma y otra persona, su marido, que hará todo lo posible para cuidarla. Anne le hace prometer que jamás volverá a llevarla a un hospital.
La incapacidad física de la anciana continúa su avance sutil pero inexorable, terminando por recluir a ambos en su propia casa, cargada de recuerdos por todas partes y convertida ahora en cárcel. Es hora de tirar de las palabras amables, de los álbumes de fotos, de los recuerdos de una vida que, son conscientes ahora más que nunca, comienza a desdibujarse. Siguen comiendo, durmiendo juntos, tratando cada uno de autoconvencerse (y de convencer al otro) de que todo sigue igual, intentando obviar que han perdido el interés por la vida y hasta la noción del tiempo.
Los contactos con el exterior se van reduciendo a lo estrictamente imprescindible, incluidas las visitas de su propia hija (Isabelle Huppert), incapaz de contemplar el deterioro progresivo de su madre. La hija rememora cuando era cría y escuchaba el ruido que hacían sus padres al hacer el amor: eso le tranquilizaba, le hacía saber que todo estaba bien; le confiesa al padre y luego le sugiere internar a su madre en una residencia. George se opone, está decidido a aguantar hasta el final y de la manera más digna posible.
Dignidad. Quizá sea este el tema principal de Amour, incluso por encima de la enfermedad y de la muerte. ¿Cuánto se ha de prolongar la vida de un enfermo para que consideremos que ya no vale la pena alargarla más? ¿Acaso existe la posibilidad de que una muerte sea digna?
La química y la complicidad que hay entre esa pareja de octogenarios decadentes compuesta por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, ambos con una interpretación magistral, hace que el drama resulte perfectamente creíble, sin necesidad de alharacas ni de trampas en el guión: lo que nos muestra Haneke en esos interminables planos fijos no es otra cosa que la vida en su camino hacia la muerte.
Las películas del director austriaco no ofrecen respuestas, se limitan a plantear (de una manera deliberadamente fría, clínica) situaciones, conflictos que podrían ocurrirnos (si no lo han hecho ya) a cada uno de nosotros. En el caso de Amour el dilema se dibuja ante la cercanía de la muerte. Es el espectador el que al entrar en el juego de Haneke y de sus personajes hace suyo el problema, se ve salpicado por el drama y no le queda más remedio que implicarse, tratando de buscar sus propias respuestas. Tal vez esa sea la razón por la que el cine de Haneke resulta perturbador (algo parecido a lo que ocurre con las películas de Lars Von Trier, otro de los próceres del cine europeo actual): uno no pueda quedarse al margen. Poco que ver con el cine convencional y su tendencia más bien escapista, «la labor del arte es enfrentarnos a cosas que la industria del entretenimiento a menudo mantiene ocultas», en palabras del director austriaco.
Amour ha recibido la Palma de Oro en Cannes y los Premios de la Academia de Cine Europea a Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor y Mejor Actriz; competirá por el Óscar a la Mejor Película Extranjera.

"EL TIEMPO DEL LOBO" - MICHAEL HANEKE

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/article5089.html 

Título original: Wolfzeit (Le Temps du loup), 2003
Dirección: Michael Haneke
Guión: Michael Haneke
Intérpretes: Isabelle Huppert, Béatrice Dalle, Patrice Chéreau, Rona Hartner, Maurice Bénichou, Olivier Gourmet
Fotografía: Jürgen Jürges
Producción: Coproducción Francia-Austria-Alemania
Duración: 110 ’ 

Lucharán los hermanos, y se habrán de matar,
los primos hermanos cometen incesto,
terrible es el mundo, hay gran adulterio;
días de lanzas y espadas, se raja el escudo,
días de tormenta y lobos, se hunde el mundo,
no habrá hombre ninguno que a otro respete.
 
Extraído de Völuspá (La profecía de la vidente)

El director alemán Michael Haneke asegura haberse inspirado en el Volüspá, el primer y más conocido poema de la Edda poética (venero de la mitología escandinava y leyendas germanas), para su película El tiempo del lobo. En dicho poema, una vidente, una völva, narra la historia del mundo, desde la creación hasta su final apocalíptico, el Ragnarök, y su posterior segunda creación.
En El tiempo del lobo Haneke nos habla del fin del mundo, tema éste que parece estar de nuevo de moda o acaso siempre ha estado ahí, a la vuelta de la esquina, en los noticiarios, en esas guerras, en esos accidentes, en esos desastres naturales que normalmente suceden en otros lugares, lejos de nuestra cotidianeidad, de nuestro confortable hogar, de nuestras familias. ¿Qué ocurriría si ese fin del mundo acaeciese en nuestro entorno más cercano?, ¿cómo nos comportaríamos?, ¿qué pasaría con nuestras civilizadas formas?, ¿se mantendrían?
Este es el problema que plantea Haneke, y digo bien “plantea” porque normalmente el cine de Haneke propone un problema, uno que bien podría afectarnos a cualquiera de nosotros, pero no ofrece ninguna solución, ha de ser el espectador el que reflexione sobre lo descrito y, si acaso, busque una posible solución, y eso suponiendo que la haya. Creo que ese es uno de los aciertos del desasosegante cine de Haneke.
Como ya sucedía en Funny Games, la tranquilidad del hogar se ve alterada desde el primer momento. Todo un bagaje de siglos, en lo que aparenta ser un constante progreso en nuestra orgullosa civilización occidental, se va al traste ya en los primeros planos de la película: una familia modélica y feliz (padre, madre y dos hijos, como manda el canon occidental) llega hasta su casa en el campo, pertrechada de comida y de agua, y se encuentra con que la casa está ocupada por otra familia desconocida y armada. El encuentro (más bien desencuentro) se salda con la muerte del padre de familia, por lo que en adelante, una vez que han sido expulsados de su propia casa, habrá de ser la madre, Anne (la siempre convincente actriz Isabelle Huppert), la que asuma también el rol del asesinado padre. Es ahora cuando descubrimos un mundo extraño, donde algo ha ocurrido (algo muy serio pero que nadie explica). De repente, Haneke nos sumerge en la pesadilla, en lo que parece ser la antesala del fin del mundo: un escenario de gente insolidaria y violenta, de fuegos inquietantes en mitad de la noche, de frío, hambre y sed, de perros que se rebelan contra sus amos y se tornan salvajes como lobos… Voluntariamente Haneke prescinde de artificios, de los espectaculares efectos especiales propios del cine de catástrofes que al final lo único que consiguen es el distanciamiento del espectador respecto “al desastre” descrito. Haneke prefiere crear una atmósfera perturbadora que poco a poco nos va envolviendo, involucrando, y que habremos de recordar durante mucho tiempo. Para conseguir su objetivo, el director alemán renuncia a una banda sonora y opta por el silencio y por planos largos, a menudo con cámara fija, en los que nadie habla. En el mundo de ruidos que es nuestra sociedad superflua (así la define Haneke), ¿hay algo más inquietante que el silencio?
Ese grupo cada vez más numeroso que espera en una estación la llegada de un tren que les lleve a alguna parte es el paradigma de la nueva sociedad instaurada. Una comunidad de hombres, mujeres, niños y ancianos, donde no faltan extranjeros que hablan lenguas ignotas, que parece haber retrocedido en la evolución humana, hasta situarse en la oscuridad de un estado más primitivo, en que la autoridad viene respaldada por la posesión de las armás más que por la razón, y donde los abusos sobre los más débiles son frecuentes y a veces hasta moneda de cambio; en una situación tan extrema que el trueque se hace imprescindible para sobrevivir, tan necesario como la explotación de los animales para poder comer y beber. “Homo homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre. Se diría que en el nuevo orden el único dilema es escoger entre estar dentro de la manada, con la seguridad que da el grupo (a pesar de las decisiones arbitrarias de sus machos alfa), o estar fuera, como ese chico-lobezno por el que se siente atraída la adolescente hija de Anne, Eva.
Solo hacia el final de la película, y quién sabe si como un último reducto de esperanza, se escucha, en una radio en manos de Eva, una Sonata para piano y violín de Beethoven, pero es una melodía apenas perceptible.
Otras películas de Michael Haneke: Funny Games (en sus dos versiones), La Pianista, Caché y La cinta blanca.

"FUNNY GAMES" - MICHAEL HANEKE


Publicado por Javier Serrano en La República Cultural: http://www.larepublicacultural.es/article4519.html

Una pareja acomodada (Tim Roth y Naomi Watts) se traslada con su hijo pequeño a una suntuosa casa junto a un lago para pasar una temporada de vacaciones. La tranquilidad del lugar y de la familia se ve alterada por la llegada de un par de jóvenes, que no se sabe muy bien de dónde salen, con aspecto de universitarios pijos, vestidos de blanco y con guantes en sus manos, y poseedores de una educación exquisita. El primer roce entre ambos grupos surge por unos huevos que los jóvenes piden a la pareja para poder cocinar; es sólo un malentendido (o eso parece) en la ortodoxia de las más elementales normas de urbanidad. La pulcritud de modales de los jóvenes rápidamente deriva en una violencia insospechada y gratuita: uno de ellos le parte la pierna al marido con un estilizado y caro palo de golf. La pesadilla de la familia (y, por tanto , la nuestra) no ha hecho más que empezar. Llegado este punto, es inevitable recordar esa otra obra maestra, La naranja mecánica de Kubrick, cuando Alex, el protagonista, se cuela con sus drugos en una lujosa mansión y atacan al hombre (un escritor) y violan a su esposa. En Funny Games los extraños (los magníficos y perturbadores actores Michael Pitt y Brady Corbet) se hacen rápidamente con el control de la casa. Las comunicaciones con el exterior están interrumpidas. El primero en morir será el perro, y la casa, ese hogar donde predomina el color blanco, pasa a convertirse en una especie de grotesco y mortal reality show donde los dos intrusos (sabedores de que el público está ávido de emoción) se entregan a juegos pueriles que amenazan la vida de "el patrón" y su familia, y que irán ensuciando poco a poco el blanco interior de la vivienda.

Michael Haneke hace en esta película un remake (copiando casi plano por plano) de su propia obra del mismo titulo de 1997. Busca provocar, indignar al público con una insostenible situación violenta (más violenta si cabe por lo irracional del asunto y porque se da entre personas ilustradas), pero que bien podría darse en una sociedad como la actual. Establecidas las reglas de este juego divertido, el espectador tiene que tomar partido. Uno de los agresores de vez en cuando se vuelve hacia el espectador haciéndole un guiño, o bien preguntándole sobre lo que está viendo, pidiéndole que partícipe, retándolo a que intente imaginar el final. Los planos que rueda la cámara suelen ser planos fijos, estáticos, en especial los que se toman de la casa, esa vivienda lujosa pero inquietante ahora que ha devenido en trampa mortal. Otras veces, la cámara de Haneke se recrea con eternos (y claustrofóbicos) planos secuencia donde los personajes se desenvuelven con diálogos extraordinarios, en ocasiones (y sólo en aparencia) un poco infantiles o sinsentido, pero cargados de dobles lecturas.

En un momento dado, la esposa, a la que los jóvenes previamente han humillado haciéndole quedarse en ropa interior para comprobar si tiene michelines, y tras ver como su hijo ha sido asesinado, consigue escapar. Memorable esa secuencia en que Naomi Watts corre por una calle, desolada y débilmente iluminada, de aspecto onírico, a la búsqueda de alguien que la pueda ayudar, y con la sospecha de que los captores pueden andar cerca. Es sólo una pausa en la pesadilla infernal de Haneke, en esa espiral de violencia a la que nos ha arrojado y de la que desconocemos el origen e ignoramos el final.

No revelaré el desenlace de la cinta, pero conviene recordar que esta no es una americanada y Haneke no es un tipo complaciente.

Pude volver a ver la película anoche, por televisión, en ese canal especializado en cine que se llama La Sexta-Tres, y que no duda en cortar un plano secuencia cargado de dramatismo y tensión (insertando un pase de anuncios tan increíblemente largo que da tiempo para echar un polvo, planear un asesinato o fundar una religión), o en castrar la película, amputando los créditos finales y dejándonos sin saber el elenco. Vaya desde aquí mi más sincera enhorabuena.