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"MÚSICA PARA CAMALEONES" - TRUMAN CAPOTE


En el prefacio de Música para camaleones, Truman Capote reflexiona sobre el oficio del escritor y el "don" de la escritura, ventajas y desventajas ("Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse"). Asimismo, explica cómo fue evolucionando su estilo y los problemas que ello le planteaba. El texto incluye una andanada, entre amistosa e irónica, para Norman Mailer.



PREFACIO

Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que solo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me habla encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejé de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento mas alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y, después de aquello, cayó el látigo!
Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que hacia los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del dialogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.
De hecho, los escritos mas interesantes que realice en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de informaciones, un estilo de «ver» y «oír» que mas tarde ejercerían verdadera influencia en mi, aunque entonces no fuera consciente de ello, porque todos mis escritos «serios», los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran mas o menos novelescos.
Al cumplir diecisiete años, era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios trimestrales, así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llamada ficción «de calidad» —Story, The New Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly—, y en tales publicaciones aparecieron puntualmente mis relatos.
Mas tarde, en 1948, publique una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyo el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si fuese una rara casualidad: «Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien.» ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce anos! No obstante, la novela fue un satisfactorio remate al primer ciclo de mi formación.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany's, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté en casi todos los campos de la Literatura tratando de dominar un repertorio de formulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracase en algunas de las áreas exploradas, pero es cierto que se aprende mas de un fracaso que de un triunfo. Se que aprendí, y mas tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cualquier caso, durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos breves (A Tree of Night, A Christmas Memory), ensayos y descripciones (Local Color, Observations, la obra contenida en The Dogs Bark), comedias (The grass Harp, House of Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil, The Innocents), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra mas interesante que produje durante toda esa segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba del primer intercambio cultural entre la URSS y los EE. UU.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve «novela real» cómica: la primera.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su versión sobre la realización de una película, The Red Badge of Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, también era como una película y, mientras la leía, me pregunte que habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si se tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess y Rusia en lo mas crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.
The Muses Are Heard recibió excelentes criticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mi se inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no atrajo ninguna atención especial y las ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.
Durante varios años me sentí cada vez mas atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The Muses Are Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía.
No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: «Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte.» O palabras parecidas. En cualquier caso, mister James lo expone en toda la línea; nos está, diciendo la verdad. Y la parte mas negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de los piratas, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de lleno mi concepción de la «novela real», declarándola indigna de un escritor «serio»; Norman Mailer la definió como un «fracaso de la imaginación», queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir acerca de algo imaginario en vez de algo real.
Si, fue como jugarse el resto al póquer; durante seis exasperantes arios estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabia. Luego resultó que tenia un libro. Varios críticos se quejaron de que «novela real» era un termino para llamar la atención, un truco publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo «novelas reales» (The Armies of the Night, Of a Fire on the Moon, The Executioner's Song), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como «novelas reales». No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.
La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar antes de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro arios, mas o menos de 1968 a 1972, pase la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo, catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) de los arios de 1943 a 1965. Tenía intención de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacia tiempo: una variante de la novela real. Titule el libro Answered Prayers, que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: «Más lágrimas se derraman por las plegarias respondidas que por las no satisfechas.», En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno saber adónde va uno). Después, escribí el primer capitulo, «Unspoiled Monsters». Luego, el quinto, «A Severe Insulte for the Brain». A continuación, el séptimo, «La Cote Basque». Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Solo podía hacerlo porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Answered Prayers no esta pensada como un roman a clef ordinaria, una forma donde los hechos están disfrazados como ficción. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976, publique cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema incluye política social, no mérito artístico. Nada más diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede condenar, pero no negar.
No obstante, deje de trabajar en Answered Prayers en septiembre de 1977, hecho que no tiene nada que ver con ninguna reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría una crisis creativa, y, al mismo tiempo, personal. Como la última no tenia relación, o muy poca, con la primera, solo es necesario aludir al caos creativo.
Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cocas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.
Para empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de menos. Sencilla, claramente, como un arroyo del campo. Pero note que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Answered Prayers, y empecé a tener dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de la propia escritura. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados sectores en los que no escribía tan bien como podría hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con lentitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con solo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición. ¿Por que?
La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza, pero al ajustarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabia acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?
Volví a Answered Prayers. Elimine un capitulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno de aquellos desagradables juegos! Pero me anime; sentí que un sol invisible se levantaba por encima de mi. No obstante, mis primeros experimentos fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de colores.
Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a si mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de mantener la credibilidad. Pero ere que, para el tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el reportaje intente mantenerme tan encubierto como me fue posible.
Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por desarrollar un estilo: había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.
Mas tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones.
¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Answered Prayers? En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.

"MÚSICA PARA CAMALEONES" (Y LUEGO OCURRIÓ) - TRUMAN CAPOTE

Lo que sigue es uno de los textos incluidos en el libro de Truman Capote, Música para camaleones. En concreto el titulado Y luego ocurrió todo (Then It All Came Down, en el original). Es una entrevista entre Truman Capote y el convicto Bobby Beausoleil, condenado a prisión por el asesinato del profesor de música Gary Hinman, que al parecer podría tener alguna relación con los asesinatos de la familia Manson, aunque sea de una manera tangencial y no del todo bien explicada. 
Beausoleil también fue uno de esos niños actores y un músico excepcional. Mientras estaba en prisión compuso la música del álbum Lucifer Rising, extraordinaria banda sonora del filme del mismo título, obra de otro chalado, Kenneth Anger.

Bobby Beausoleil (izquierda) y Truman Capote (derecha)

Y LUEGO OCURRIÓ

Escenario: Una celda de máxima seguridad en un pabellón del penal de San Quintín en California. La celda está amueblada con una simple colchoneta, y su inquilino permanente, Robert Beausoleil, y su visitante, se ven obligados a sentarse encima de ella en unas posturas más bien encogidas. La celda está limpia, ordenada. Una guitarra bien barnizada se yergue en un rincón. Pero es una avanzada tarde de invierno y en el aire titubea un escalofrío, incluso una pizca de humedad, como si la niebla de la bahía de San Francisco se hubiera infiltrado en la propia prisión.
A pesar del frío, Beausoleil está sin camisa, sólo lleva unos pantalones de algodón de la cárcel, y está claro que se encuentra satisfecho de su aspecto, en especial de su cuerpo, que es ágil, felino, con armoniosa forma física si se tiene en cuenta que lleva encarcelado más de diez años. El pecho y los brazos ofrecen un panorama de emblemas tatuados: exuberantes dragones, ovillados crisantemos, serpientes desenroscadas. Algunos consideran que es extraordinariamente guapo; lo es, pero en un estilo de chulo pasado de moda. No es sorprendente que de niño trabajara de actor y apareciese en varias películas de Hollywood; después, cuando era un muchacho joven, fue durante un tiempo el protege de Kenneth Anger, el realizador experimental (Scorpio Rising) y escritor (Hollywood Babylon); de hecho, Anger le dio el papel principal de Lucifer Rising, película inacabada.
Robert Beausoleil, que ahora tiene treinta y un años, es la auténtica figura misteriosa de la secta de Charles Manson; más exactamente —y ésta es una cuestión que nunca ha salido claramente a la luz en las explicaciones de esa tribu—, es la clave del misterio de las incursiones homicidas de esa llamada familia Manson, sobre todo de los asesinatos de Sharon Tate y de los Lo Bianco.
Todo comenzó con el asesinato de Gary Hinman, un músico profesional de mediana edad que hizo amistad con varios miembros de la hermandad de Manson y que, para su desgracia, vivía solo en una pequeña y apartada casa de Topanga Canyon, en el condado de Los Angeles. Hinman fue atado y torturado durante varios días (entre otras barbaridades, le cortaron una oreja) antes de que le dieran el último tajo de gracia en la garganta. Cuando se descubrió el cuerpo de Hinman, hinchado y lleno de moscas de agosto, la policía descubrió inscripciones sangrientas en las paredes de su modesta casa («¡Muerte a los cerdos!»), similares a las que pronto se encontrarían en las casas de miss Tate y del señor y la señora Lo Bianco.
Sin embargo, justo unos días antes de los asesinatos de Tate-Lo Bianco, Robert Beausoleil, capturado mientras conducía un coche que había sido propiedad de la víctima, se encontraba detenido y en la cárcel, acusado del asesinato del indefenso míster Hinman. Entonces fue cuando Manson y sus compinches, con la esperanza de liberar a Beausoleil concibieron la idea de cometer una serie de homicidios similares al del caso Hinman. Si Beausoleil seguía encarcelado en la fecha de tales asesinatos, ¿cómo podría entonces ser culpable de la atrocidad cometida con Hinman? O así razonaba la carnada de Manson. Lo que significa que fue por devoción a Bobby Beausoleil por lo que Tex Watson y esas jóvenes criminales, Susan Atkins, Patricia Krenwhykel, Leslie Van Hooten, salieron a hacer sus satánicas diligencias.
RB: Qué raro. Beausoleil. Eso es francés. Mi nombre es francés. Significa Bello Sol. No te jode. Nadie ve mucho el sol dentro de este lugar de veraneo. Escuche las sirenas de niebla. Como el pitido de los trenes. Ayes, ayes. Y son peores en el verano. Tal vez haya más niebla en verano que en invierno. El tiempo. Que lo den por culo. Yo no voy a ninguna parte. Pero, escuche. Ayes, ayes. Así que ¿dónde ha estado usted todo el día?
TC: Por ahí. He tenido una pequeña conversación con Sirhan.
RB (risas): Sirhan B. Sirhan. Lo conocí cuando me tuvieron en el callejón. Es un tipo enfermo. No debe estar aquí. Debería estar en Atascadero. ¿Quiere un chicle? Sí, vaya, parece que se sabe usted muy bien el camino hacia acá. Lo observaba desde el patio. Me sorprendió que el guardián lo dejara andar solo por el patio. Alguien podría pincharlo.
TC: ¿Por qué?
RB: Por gusto. Pero ha venido mucho por aquí, ¿eh? Me lo han dicho unos muchachos.
TC: Quizá media docena de veces, en distintos proyectos de investigación.
RB: Sólo hay una cosa que no he visto de aquí. Pero me gustaría ver esa habitación verde manzana. Cuando me enchironaron por ese asunto de Hinman y me dieron sentencia de muerte, pues, bueno, me tuvieron una buena temporada en el Callejón. Justo hasta cuando el tribunal abolió la pena de muerte. Así que solía preguntarme por el cuartito verde.
TC: En realidad, son unas tres habitaciones.
RB: Yo creía que era una habitacioncita redonda con una cabaña, una especie de igloo en el centro, con paredes de cristal. Con ventanas para que los testigos que están de pie fuera puedan ver cómo mueren los tíos asfixiados con ese perfume de melocotón.
TC: Sí, ésa es la habitación de la cámara de gas.
Pero cuando bajan al prisionero del Callejón de la Muerte, del ascensor se sale directamente a una habitación «de retención», aneja a la habitación de los testigos. En ese cuarto «de retención» hay dos celdas, por si se produce una doble ejecución. Son celdas corrientes, exactamente iguales que ésta, y el prisionero pasa allí la última noche antes de que lo ejecuten por la mañana, leyendo, escuchando la radio, jugando a las cartas con los guardianes. Pero he descubierto algo interesante: que hay una tercera habitación en esa pequeña suite. Está detrás de una puerta cerrada, inmediatamente contigua a la celda «de retención». Sencillamente, abrí la puerta y entré, y ninguno de los guardianes que me acompañaban intentó detenerme. Y era la habitación más inquietante que hubiese visto jamás. Porque ¿sabe lo que había en ella? Todas las sobras, todos los objetos personales que los distintos condenados han dejado en las celdas «de retención». Libros. Biblias, novelas del Oeste y de Erle Stanley Gardner, de James Bond. Periódicos viejos, de color marrón pardo. Algunos de ellos de hace veinte años. Crucigramas sin acabar. Cartas sin terminar. Fotografías de enamorados. De niños pequeños, borrosas y arrugadas. Patético.
RB: ¿Alguna vez ha visto gasear a un tipo?
TC: Una vez. Pero él hizo que pareciese un juego. Estaba contento de ir, quería acabar de una vez; se sentó en aquella silla como alguien que va al dentista a que le limpien la dentadura. Pero en Kansas vi ahorcar a dos hombres.
RB: ¿Perry Smith? ¿Y cómo se llamaba el otro...? ¿Dick Hickock? Bueno, una vez que pegaran contra el extremo de la cuerda, no creo que sintieran nada.
TC: Eso fue lo que nos dijeron. Pero después de caer siguieron viviendo... quince, veinte minutos. Forcejeando. Jadeando, luchando su cuerpo por vivir. No pude evitarlo: vomité.
RB: Quizá no sea usted tan frío, ¿eh? Parece frío. Así que ¿se quejó Sirhan de que lo mantuvieran en Seguridad Especial?
TC: Algo así. Está solo. Quiere mezclarse con los otros reclusos, unirse a la población general.
RB: No sabe lo que le conviene. Si sale, seguramente lo mataría alguien.
TC: ¿Por qué?
RB: Por la misma razón por la que él mató a Kennedy. Fama. La mitad de los que matan a gente, eso es lo que quieren: fama. Que su fotografía salga en el periódico.
TC: Esa no es la razón por la que usted mató a Gary Hinman.
RB: (Silencio.)
TC: Fue porque usted y Manson querían que Hinman les diera dinero y el coche, y cuando él se negó..., entonces...
RB: (Silencio.)
TC: Estaba pensando. Conozco a Sirhan, y conocí a Robert Kennedy. Conocí a Lee Harvey Oswald y también a Jack Kennedy. Las probabilidades en contra de que una persona conociera a esos cuatro hombres deben ser asombrosas.
RB: ¿Oswald? ¿Conoció a Oswald? ¿De veras?
TC: Lo conocí en Moscú justo después de que desertara. Una noche iba a cenar con un amigo, un corresponsal de un periódico italiano, y cuando llegó a recogerme, me preguntó si me importaría hablar primero con un joven desertor norteamericano, un tal Lee Harvey Oswald. Oswald residía en el Metropole, un antiguo hotel zarista, al lado de la plaza del Kremlin. El Metropole tiene un enorme y melancólico vestíbulo lleno de sombras y de palmeras muertas. Y ahí estaba él, sentado en la oscuridad bajo una palmera muerta. Delgado y pálido, de labios finos y aspecto famélico. Llevaba pantalones de trabajo, zapatillas de tenis y una camisa de leñador. Y en seguida se puso furioso; rechinaba los dientes y sus ojos brincaban de un lado a otro. Por todo se acaloraba: el embajador norteamericano; los rusos: estaba enfadado con ellos porque no le permitían quedarse en Moscú. Hablamos con él durante media hora, y mi amigo italiano no creía que mereciese la pena escribir una historia sobre él. Otro histérico paranoide más: en Moscú eran una vegetación extendida por todas partes. No volví a pensar en él hasta muchos años más tarde. Hasta después del asesinato, cuando vi que pasaban su fotografía en la televisión.
RB: ¿Significa eso que usted es el único que conoció a los dos, a Oswald y a Kennedy?
TC: No. Había una chica norteamericana, Priscilla Johnson. Trabajaba para la United Press en Moscú. Conoció a Kennedy, y se entrevistó con Oswald casi al mismo tiempo que yo. Pero puedo decirle algo más, casi igual de curioso. Acerca de esas personas que mataron sus amigos.
RB: (Silencio.)
TC: Yo las conocía. De las cinco personas asesinadas aquella noche en casa de la Tate, al menos conocía a cuatro. Conocí a Sharon Tate en el Festival de Cine de Cannes. Jay Sebring me cortó el pelo un par de veces. Una vez comí en San Francisco con Abigail Folger y su amigo, Frykowski. En otras palabras, conocí separadamente a cada uno de ellos. Y, sin embargo, allí estaban todos una noche, juntos en la misma casa y esperando a que llegaran sus amigos de usted. Toda una coincidencia.
RB (enciende un cigarrillo; sonríe): ¿Sabe lo que le digo? Que no es usted un tipo al que dé mucha suerte conocer. Mierda. Escuche eso. Ayes, ayes. Tengo frío. ¿Y usted?
TC: ¿Por qué no se pone la camisa?
RB (Silencio.)
TC: Es curioso lo de los tatuajes. He hablado con varios centenares de hombres condenados por homicidio: múltiple homicidio, en la mayoría de los casos. El único denominador común que pude encontrar entre ellos fueron los tatuajes. Un largo ochenta por ciento de ellos tenían muchos tatuajes. Richard Speck. York y Latham. Smith y Hickock.
RB: Me pondré el jersey.
TC: Si usted no estuviera aquí, si pudiera estar donde quisiese y hacer lo que le diera la gana, ¿dónde estaría y qué haría?
RB: Viajando. Por ahí, con mi Honda, traqueteando por la carretera de la costa, las curvas rápidas, las olas y el agua, mucho sol. Fuera de San Fran, en dirección a Mendocino, conduciendo entre las secoyas. Haría el amor. Estaría en la playa junto a una hoguera, haciendo el amor. Tocaría música y bailaría y fumaría buena hierba de Acapulco y contemplaría la puesta de sol. Echaría al fuego algunas maderas arrojadas a la playa. Buena ropa, buen hash, y viajando sin parar.
TC: Aquí puede conseguir hash.
RB: Y cualquier otra cosa. Cualquier clase de droga, por un precio. Aquí hay ropas de cualquier cosa menos de patinadores.
TC: ¿Así era su vida antes de que lo detuvieran? ¿Sólo viajar? ¿Nunca tuvo un trabajo?
RB: De vez en cuando. Tocaba la guitarra en un par de bares.
TC: Tengo entendido que era usted un verdadero gallo. Prácticamente, el señor de un serrallo. ¿Cuántos hijos ha engendrado?
RB: (Silencio; pero se encoge de hombros, sonríe, fuma.)
TC: Me sorprende que tenga usted una guitarra. Algunas prisiones no lo permiten, porque pueden quitarse las cuerdas para utilizarlas como armas. Como garrote. ¿Cuánto tiempo hace que toca?
RB: ¡Oh! Desde que era niño. Fui uno de esos niños de Hollywood. Aparecí en un par de películas. Pero mi familia estaba en contra. Son gente muy estricta. En cualquier caso, nunca me he preocupado por la actuación. Sólo quería escribir música y tocarla y cantar.
TC: Pero ¿qué pasó con la película que hizo usted con Kenneth Anger, Lucifer Rising?
RB: Sí.
TC: ¿Qué tal se llevaba con Anger?
RB: Muy bien.
TC: Entonces, ¿por qué lleva Kenneth Anger un medallón con una cadena alrededor del cuello? En una cara del medallón hay una fotografía de usted; en la otra, hay una figura de una rana con la inscripción: «Bobby Beausoleil transformado en rana por Kenneth Anger.» Un amuleto vudú, por decirlo así. Una maldición que le lanza, porque se supone que usted le robó. Se marchó en plena noche con su automóvil y unas cuantas cosas más.
RB (entrecerrando los ojos): ¿Le dijo él eso?
TC: No, yo no lo conozco. Pero me lo han contado otras personas.
RB (alcanza la guitarra, la afina, la rasguea, canta): «Esta es mi canción, ésta es mi canción, ésta es mi oscura canción, mi oscura canción...» Siempre quiere saber todo el mundo cómo me relacioné con Manson. Fue a través de nuestra música. El también toca algo. Una noche que yo iba por ahí con un grupo de mis señoras. Bueno, llegamos a ese viejo local de la carretera, una cervecería, con muchos coches fuera. Así que entramos, y ahí estaba Charlie con algunas de sus damas. Todos nos pusimos a charlar y tocamos algo juntos; al día siguiente, Charlie vino a verme a mi camioneta y todos nosotros, su gente y la mía, terminamos acampando juntos al aire libre. Hermanos y hermanas. Una familia.
TC: ¿Consideró usted a Manson como un dirigente? ¿Se sintió inmediatamente influenciado por él?
RB: ¡No, diablos! El tenía a su gente. Yo tenía a la mía. Si alguien quedó influenciado fue él. Por mí.
TC: Sí, el se sintió atraído hacia usted. Embobado. O eso dice. Parece que usted produce ese efecto en mucha gente, hombres y mujeres.
RB: Lo que sucede, sucede. Todo está bien.
TC: ¿Considera usted que está bien matar a personas inocentes?
RB: ¿Quién dijo que eran inocentes?
TC: Bueno, ya volveremos a eso. Pero ahora: ¿cuál es su propio sentido de la moral? ¿Cómo distingue usted el bien y el mal?
RB: ¿El bien y el mal? Todo está bien. Si sucede, tiene que ser bueno. De otro modo, no sucedería. Es, sencillamente, el modo en que discurre la vida. Cómo mueve las cosas. Yo me muevo con ella. No hago preguntas.
TC: En otras palabras, no pone en tela de juicio el acto de asesinar. Lo considera «bueno» porque «sucede». Justificable.
RB: Yo tengo mi propia justicia. Vivo con mis propias leyes, ¿sabe? No respeto las leyes de esta sociedad. Porque la sociedad no respeta sus propias leyes. Yo hago mis leyes particulares y vivo de acuerdo con ellas. Tengo mi propio sentido de la justicia.
TC: ¿Y cuál es su sentido de la justicia?
RB: Creo que todo lo que va, vuelve. Que lo que está arriba se viene abajo. Que según vaya la vida, yo iré con ella.
TC: Lo que dice no tiene mucho sentido, al menos para mí. Y no le considero estúpido. Lo intentaremos de nuevo. En su opinión, está bien que Manson enviara a Tex Watson y a esas chicas a aquella casa para asesinar a completos desconocidos, a personas inocentes...
RB: He dicho: ¿quién dice que eran inocentes? Quemaban a gente vendiendo droga. Sharon Tate y esa banda. Ligaban chicos en el Strip y se los llevaban a casa y los azotaban. Y lo filmaban. Pregunte a la policía; ellos encontraron las películas. No dicen la verdad.
TC: La verdad es que los Lo Bianco y Sharon Tate y sus amigos fueron asesinados para protegerlo a usted. Sus muertes estuvieron directamente relacionadas con el asesinato de Gary Hinman.
RB: Lo oigo. Ya sé a dónde quiere llegar.
TC: Todos esos crímenes fueron imitaciones del asesinato de Hinman; para probar que usted no pudo haber matado a Hinman. Y, en consecuencia, sacarlo de la cárcel.
RB: Sacarme de la cárcel. (Asiente con la cabeza, sonríe, suspira, se congratula). Nada de eso salió a relucir en ninguno de los juicios. Las chicas subieron al estrado y trataron realmente de decir cómo ocurrió todo, pero nadie las escuchó. La gente no puede creer nada que no digan los medios de comunicación. Los medios de comunicación lo programaron para que creyera que todo ocurrió porque pretendíamos iniciar una guerra racial. Que se trataba de negros miserables que iban por ahí haciendo daño a todos esos blancos buenos. Sólo que., fue como dice usted. Los medios de comunicación nos llamaron una «familia». Y es la única verdad que dijeron. Éramos una familia. Éramos madre, padre, hermano, hermana, hija, hijo. Si un miembro de nuestra familia se encontraba en peligro, no abandonábamos a esa persona. Y por el amor a un hermano, a un hermano que estaba en la cárcel bajo acusación de asesinato, fue por lo que ocurrieron todos esos asesinatos.
TC: ¿Y no lo lamenta usted?
RB: No. Si mis hermanos y hermanas lo hicieron, entonces está bien. Todo está bien en la vida. Todo fluye. Todo está bien. Todo es música.
TC: Cuando estaba arriba, en el Callejón de la Muerte, si lo hubieran obligado a bajar a la cámara de gas y oler los melocotones, ¿habría dado usted su señal de aprobación?
RB: Si así hubiera ocurrido, sí. Todo lo que sucede es bueno.
TC: Guerra. Niños famélicos que se mueren de hambre. Dolor. Crueldad. Ceguera. Prisiones. Desesperación. Indiferencia. ¿Todo es bueno?
RB: ¿Por qué me mira de ese modo?
TC: Por nada. Estaba observando cómo le cambia la cara. En un momento sólo con el más ligero desplazamiento de ángulo, tiene usted un aspecto bastante infantil, enteramente inocente, encantador. Y luego.., bueno, se le puede considerar como una especie de Lucifer de la Calle Cuarenta y Dos. ¿Ha visto alguna vez Night must fall? ¿Una vieja película con Robert Montgomery? ¿No? Pues es acerca de un delicioso joven impío, de aspecto inocente, que viaja por la campiña inglesa conquistando a viejas damas y decapitándolas para luego llevarse las cabezas metidas en sombrereras de cuero.
RB: ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
TC: Estaba pensando... que si hicieran una versión nueva, si alguien la americanizara convirtiendo al personaje de Montgomery en un joven que viaja sin rumbo con ojos de color de avellana y voz recelosa, usted estaría muy bien en el papel.
RB: ¿Intenta decir que soy un psicópata? No estoy chalado. Si tengo que emplear la violencia, la empleo, pero no creo en el asesinato.
TC: Entonces, debo estar sordo. ¿Me equivoco, o no acaba de decirme que está bien cualquier atrocidad que una persona pueda cometer contra otra, que todo está bien?
RB (Silencio.)
TC: Dígame, Bobby, ¿cómo se considera a sí mismo?
RB: Como un presidiario.
TC: ¿Y aparte de eso?
RB: Como un hombre. Un hombre blanco. Y todo lo que un hombre blanco representa.
TC: Sí, uno de los carceleros me ha dicho que usted es el cabecilla de la Hermandad Aria.
RB (hostil): ¿Qué sabe usted de la Hermandad?
TC: Se compone de un puñado de tipos duros, blancos. Es una especie de asociación de carácter fascista. Empezó en California y se ha extendido por todo el sistema penitenciario norteamericano: norte, sur, este y oeste. Las autoridades carcelarias la consideran como una cofradía problemática y peligrosa.
RB: Un hombre tiene que defenderse. Nos superan en número. Usted no tiene idea de lo duro que es. Tenemos más miedo el uno del otro que de los cerdos de aquí. Hay que ir de puntillas a cada instante, si no quieres acabar con un pincho en la espalda. Los negros y los chicanos tienen sus propias bandas. Los indios también; o debería decir los «nativos americanos», así es como esos pieles rojas se llaman a sí mismos: ¡qué risa! Sí, señor, es duro. Con todas esas tensiones raciales, la política, la droga, el juego y la sexualidad. A los negros les agradan mucho los muchachos blancos. Les gusta meter sus grandes cipotes negros por esos apretados culos blancos.
TC: ¿Ha pensado en qué vida llevaría, si alguna vez le concediesen la libertad bajo palabra?
RB: Este es un túnel al que no le veo salida. Nunca dejarán libre a Charlie.
TC: Espero que tenga razón, y creo que sí la tiene. Pero es muy probable que algún día le den a usted la libertad bajo palabra. Tal vez más pronto de lo que se figura. Entonces, ¿qué?
RB (rasguea la guitarra): Me gustaría grabar alguna música mía. Que la tocaran por las ondas.
TC: Ese era el sueño de Perry Smith. Y también el de Charlie Manson. Quizá tengan más en común que los simples tatuajes.
RB: Sólo entre nosotros, Charlie no tiene mucho talento. (Rasgueando acordes.) «Esta es mi canción, mi oscura canción, mi oscura canción.» Tuve mi primera guitarra a los once años; la encontré en el desván de mi abuela y aprendí a tocarla por mí mismo, y desde entonces he estado chalado por la música. Mi abuela era una mujer encantadora, y su desván era mi sitio favorito. Me gustaba tumbarme allí y escuchar la lluvia. O esconderme cuando mi papá venía a buscarme con el cinturón. Mierda. ¿Escucha eso? Ayes, ayes. Es suficiente para volverle a uno loco.
TC: Escúcheme, Bobby. Y conteste con cuidado. Suponga que cuando salga de aquí se le presenta alguien, digamos Charlie, y le pide que cometa un acto de violencia, matar a un hombre, ¿lo haría usted?
RB (tras encender otro cigarrillo y fumarse la mitad): Podría. Depende. Jamás tuve intención de... de... hacer daño a Gary Hinman. Pero sucedió una cosa. Y otra. Y luego ocurrió todo.
TC: Y todo estaba bien.
RB: Todo estaba bien.