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«QUIERO SABER POR QUÉ» - SHERWOOD ANDERSON

... el relato que sigue es uno de los más conocidos de Sherwood Anderson. Apareció publicado en The Triumph of the Egg (1921). Está traducido por Vicenç Tuset y aparece incluido en Cuentos Reunidos (Debolsillo).
Es un cuento sobre una aventura iniciática, contado en primera persona por el protagonista, donde habla de su fascinación por los purasangre y por las carreras de caballos. También describe su decepción al comprobar cómo el hombre es capaz de hacer lo más sublime y acto seguido es capaz de lo más vulgar...


QUIERO SABER POR QUÉ
Sherwood Anderson

Aquel primer día en el Este nos levantamos a las cuatro de la mañana. La tarde anterior nos habíamos apeado de un tren de mercancías en el límite de la ciudad y gracias al instinto certero de los muchachos de Kentucky dimos con el camino a la pista y los establos a la primera. Entonces supimos que lo íbamos a pasar bien. Inmediatamente, Hanley Turner encontró a un negro que conocíamos. Era Bildad Johnson, un tipo que en invierno trabaja en las caballerizas de Ed Becker, en Beckersville, nuestro pueblo. Al igual que casi todos nuestros negros, Bildad es buen cocinero, y por supuesto, como a todo aquel que es alguien en nuestra región de Kentucky, le gustan los caballos. En primavera, Bildad se busca la vida por ahí. Un negro de nuestras tierras es capaz de engatusar a cualquiera para que le deje hacer lo que le venga en gana. Bildad embauca a los tipos de los establos y a los criadores de caballos de nuestra zona, en los alrededores de Lexington. Al atardecer, los criadores van a pasar el rato al pueblo, a charlar y quizá echar alguna partida de póquer. Bildad les acompaña. Siempre anda haciendo pequeños favores o hablando de comida, pollo dorado a la cazuela, o cuál es la mejor forma de cocinar boniatos y pan de maíz. Se te hace la boca agua con solo escucharlo.
Cuando comienza la temporada de las carreras y empiezan a llegar los caballos, y en la calle no se habla más que de los potros nuevos, y todo el mundo te cuenta cuándo se irá a Lexington o a las carreras de primavera de Churchill Downs o a Latonia, y los jinetes que andaban por Nueva Orleans o tal vez en las carreras de La Habana, en Cuba, regresan a casa para pasar una semana antes de volver a partir, en ese momento, cuando en Beckersville solo se habla de caballos, aparece Bildad con un trabajo de cocinero para alguna cuadrilla. A menudo, cuando pienso que no se pierde ni un día de la temporada de carreras y luego, en in­vierno, trabaja en las caballerizas donde están los caballos y donde a los hombres les gusta ir y hablar de caballos, me doy cuenta de que me gustaría ser negro. Es una locura, pero así soy yo con los caballos, un loco. No puedo evitarlo.
Bueno, tendré que contarles lo que hicimos e introducirles en el asunto del que hablo. A cuatro chicos de Beckersville, todos blancos e hijos de hombres que llevan una vida ordenada en Beckersville, se nos metió en la cabeza que iríamos a las carreras, y no solo a Lexington o a Louisville, no, quiero decir a la gran carrera del Este de la que siempre habíamos oído hablar a los hombres de Beckersville, a Saratoga. Por entonces éramos todos muy jóvenes. Yo acababa de cumplir los quince y era el mayor de los cuatro. El plan era mío. Lo admito, yo convencí a los demás para que lo intentáramos. Éramos Hanley Turner, Henry Rieback, Tom Tumberton y yo. Tenía treinta y siete dólares que había ganado durante el invierno trabajando por las noches y los sábados en el almacén de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares y los demás, Hanley y Tom, tenían solo un dólar o dos cada uno. Lo dejamos todo listo y luego no hicimos nada hasta que hubieron terminado los eventos de primavera en Kentucky y algunos hombres del pueblo, los más deportistas, los que más envidiábamos, se hubieron largado. Entonces también nos largamos nosotros.
No voy a contarles los problemas que tuvimos para conseguir transporte ni nada de eso. Atravesamos Cleveland, Buffalo y otras ciudades, y vimos las cataratas del Niágara. Allí compramos algunas cosas, recuerdos, cucharillas, postales y conchas con dibujos de las cataratas para nuestras hermanas y madres, pero pensamos que sería mejor no enviar nada. No queríamos poner a nadie sobre nuestra pista y que quizá nos pillaran.
Como he dicho, llegamos a Saratoga de noche y fuimos a la pista. Bildad nos dio de comer. Nos indicó un lugar para dormir en una cabaña, sobre el forraje, y nos prometió que no abriría la boca. Los negros son de fiar en cosas de este tipo. No se chivan. Seguro que si te cruzaras con un blanco después de escaparte de casa de ese modo, te parecería que se porta muy bien y te daría medio dólar o un cuarto o algo así, pero luego iría derecho a entregarte. Un blanco haría una cosa así pero no un negro. Son de fiar. Se comportan con decencia, sobre todo con los muchachos. No sé por qué.
En la carrera de Saratoga de aquel año había un montón de hombres de nuestro pueblo. Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers y otros. También había muchos de Louisville y Lexington a los que Henry Rieback conocía, pero yo no. Eran jugadores profesionales, igual que el padre de Henry Rieback. Es lo que se llama un mozo de apuestas y la mayor parte del año la pasa en las carreras. En invierno, cuando está en su casa de Beckersville, tampoco se queda demasiado, va de una ciudad a otra apostando a las cartas. Es un hombre amable y generoso, siempre le envía regalos a Henry, una bicicleta, un reloj de oro, un uniforme de boy scout y cosas así.
Mi padre es abogado. No está mal, pero no gana mucho dinero y no puede comprarme nada; de todos modos me he hecho ya tan mayor que ni siquiera lo espero. Nunca me dijo nada en contra de Henry, pero los padres de Hanley Turner y Tom Tumberton sí que lo hicieron. Les dijeron a sus chavales que el dinero que se consigue así no es bueno y que no querían que sus hijos crecieran escuchando historias de jugadores ni pensando en ese tipo de cosas o tal vez haciéndolas.
Bueno, está bien, y supongo que los tipos saben de lo que hablan, pero no veo qué tiene eso que ver con Henry o con los caballos. Por eso escribo esta historia. Estoy confundido. Me es­toy haciendo un hombre y quiero pensar bien las cosas y ser un buen tío, y hay algo que vi en la carrera de la competición del Este que no consigo entender.
No puedo evitarlo, los caballos purasangre me vuelven loco. Siempre fue así. Cuando tenía diez años y me di cuenta de que estaba creciendo demasiado para convertirme en jinete, me dio tanta pena que casi me muero. Harry Hellinfinger de Beckersville, el hijo del jefe de correos, salió demasiado vago para trabajar, pero le gusta andar por ahí gastando bromas a los muchachos, mandarlos a la ferretería a buscar taladros para hacer agujeros cuadrados y cosas por el estilo. Una vez me gastó una a mí. Me dijo que si me comía medio cigarro me quedaría enano, ya no crecería y tal vez podría llegar a ser jinete. Lo hice. Cuando mi padre no miraba le robé un cigarro del bolsillo y me lo zampé no sé cómo. Me puse terriblemente enfermo y tuvieron que llamar al médico, y además no funcionó. Fue una broma. Finalmente confesé qué había hecho y por qué. La mayoría de los padres me hubiera dado una tunda, pero el mío no.
Y bien, ni me quedé enano ni acabé muerto. Eso también fue bueno para Harry Hellinfinger. Entonces se me metió en la cabeza que quería ser mozo de cuadras, pero también tuve que renunciar. Ese trabajo lo suelen hacer los negros y sabía que mi padre no me iba a dejar. Inútil preguntárselo.
Si no les vuelven locos los purasangre, es porque no han estado en un lugar donde haya muchos y nada que los supere. Son hermosos. No hay nada tan adorable, limpio, con tantas agallas, tan honesto y tan todo como algunos caballos de carreras. En las grandes granjas de caballos que hay por los alrededores de Beckersville hay pistas, y los caballos corren desde muy temprano. Más de mil veces me he levantado antes del amanecer y he caminado dos o tres millas hasta esas pistas. Mi madre nunca me lo hubiera permitido, pero mi padre siempre decía «Déjalo». Así que cogía un poco de pan del cesto, algo de mantequilla y jamón, lo engullía y me largaba.
En la pista primero te sientas en la barrera junto a los hombres, blancos y negros, que hablan y mastican tabaco, y luego salen los potros. Es temprano y la hierba está cubierta de rocío. En el campo de al lado hay un hombre arando, y el resto fríe comida en la cabaña donde duermen los negros de las carreras, y ya se sabe lo que un negro puede llegar a reír por reír, a morirse de risa, y a decir cosas que te hagan reír. Un blanco no sabría, y algunos negros tampoco, pero un negro de las carreras es así todo el tiempo.
De modo que sacan a los potros, y algunos los montan los mismos mozos, pero casi cada mañana, en las grandes pistas propiedad de tipos ricos que tal vez vivan en Nueva York, hay siempre, casi cada mañana, unos cuantos potros, algunos viejos caballos de carreras, castrados y yeguas que andan por ahí sueltos.
Se me hace un nudo en la garganta cuando corre un caballo. No me refiero a todos los caballos, solo a algunos. Casi siempre los reconozco. Lo llevo en la sangre, igual que los negros de las carreras y los entrenadores. Incluso cuando van solo al galope con algún negrito encima sé cómo descubrir a un ganador. Si me duele la garganta y me cuesta tragar, entonces ese es. Correrá como Sam Hill cuando lo sueltes. Y costará de creer que no gane siempre, si no lo hace será porque algún otro le habrá hecho tapón o lo habrán empujado o habrá salido mal o algo así. Si quisiera ser jugador como el padre de Henry Rieback me haría rico. Sé que podría y Henry también lo dice. Lo único que tendría que hacer es esperar a que apareciera el dolor cuando viera algún caballo y apostar luego hasta el último centavo. Eso es lo que haría si quisiera ser jugador, pero no quiero.
Cuando estás en una pista por la mañana —no en las pistas de carreras, sino en las de entrenamiento, cerca de Beckersville— no ves caballos de ese tipo que digo muy a menudo, pero es agradable de todos modos. Cualquier purasangre que haya nacido sano de una buena yegua y entrenado por un hombre que sepa lo que hace, puede correr. Si no, ¿qué iban a hacer ahí en lugar de estar tirando de un arado?
Bueno, pues salen de los establos con los chicos sobre el lomo y es hermoso estar allí. Uno se encoge en lo alto de la barrera y siente un cosquilleo aquí adentro. En las cabañas los negros ríen y cantan. Se fríe tocino y se hace café. Todo huele a las mil maravillas. Nada tiene un aroma igual al del café, el estiércol, los caballos, el tocino frito y una pipa fumada al aire libre en una de esas mañanas. Todo eso te atrapa, eso es lo que pasa.
Pero volvamos a Saratoga. Estuvimos allí seis días y no nos vio ni un alma de nuestro pueblo. Todo fue como queríamos, buen tiempo, buenos caballos, buenas carreras y todo. Emprendimos el camino de vuelta a casa y Bildad nos dio una cesta con pollo frito, pan y otras cosas de comer, y cuando estuvimos de regreso en Beckersville, a mí aún me quedaban dieciocho dólares. Mi madre lloraba y no paraba de hablar pero papá no dijo mucho. Les conté todo lo que hicimos, excepto una cosa. Aquello lo hice y lo vi solo. Y sobre eso escribo. Me dejó muy desconcertado. Pienso en ello todas las noches. Ahí va.
En Saratoga, pasábamos la noche tumbados en el forraje de la cabaña que Bildad nos había indicado, comíamos temprano con los negros y luego por la noche, cuando la gente de las carreras ya se había ido. Los hombres de nuestro pueblo se quedaban en la tribuna y en la zona de apuestas, y no pisaban los lugares donde se guardaban los caballos a excepción de los corrales, justo antes de la carrera, cuando se los ensilla. En Saratoga no tienen corrales techados como en Lexington, Churchill Downs y otras pistas de nuestra tierra, sino que ensillan a los caballos en un campo abierto bajo los árboles, sobre un césped tan suave y mullido como el del jardín de Banker Bohon aquí en Beckersville. Es precioso. Los caballos sudan, nerviosos, y brillan; y los hombres salen y fuman cigarros mientras los observan; allí están los entrenadores, y los propietarios, y el corazón late tan fuerte que apenas se puede respirar.
Entonces la corneta toca a sus puestos y los muchachos que van a participar salen corriendo con sus trajes de seda y tú tienes que correr también para hacerte con un lugar en la valla junto a los negros.
Yo sigo queriendo ser entrenador o propietario, y aun a riesgo de que me sorprendieran y me mandaran de vuelta a casa, antes de cada carrera iba a los corrales. Los demás no lo hacían, pero yo sí.
Llegamos a Saratoga un viernes y el miércoles de la semana siguiente se corría el gran Handicap Mullford. Middlestride iba a participar y Sunstreak también. El tiempo era ideal, y la pista estaba en óptimas condiciones. La noche anterior no pude dormir.
Sucedía que ambos caballos eran de los que me hacían un nudo en la garganta. Middlestride es largo, castrado y de aspecto torpe. Pertenece a Joe Thompson, un pequeño propietario de nuestro pueblo que solo tiene media docena de caballos. El Handicap Mullford es de una milla y a Middlestride le cuesta arrancar. Comienza despacio y a mitad de carrera siempre va detrás, pero entonces se echa a correr y si la prueba durara una milla y cuarto se los merendaría a todos.
Sunstreak es distinto. Es un semental nervioso y pertenece a la mayor granja de nuestra región, la Van Riddle, propiedad del señor Van Riddle de Nueva York. Sunstreak es como una de esas chicas en las que uno piensa pero a las que nunca ve. Tiene un cuerpo firme pero precioso. Cuando le miras la cabeza te dan ganas de besarlo. Lo entrena Jerry Tillford, que me conoce y se ha portado bien conmigo en infinidad de ocasiones, me deja entrar en el establo de un caballo para observarlo de cerca y cosas así. No hay nada más hermoso que ese caballo. Se queda junto al poste tranquilo y sin chistar, pero por dentro es puro fuego. Y cuando se levanta la barrera sale como su nombre, Sunstreak, Rayo de Sol. Duele mirarlo. Hiere. Sencillamente corre y manda como un perdiguero. No he visto a ninguno correr como él excepto a Middlestride cuando arranca y se espabila.
¡Uau! Me moría de ganas de ver la carrera y a ese par de caballos compitiendo. De ganas y también de miedo. No quería ver derrotado a ninguno de los dos. Los de nuestras tierras nunca habían enviado un par de animales como aquellos a las carreras. Lo decían los viejos y los negros también. Era un hecho.
Antes de la carrera fui a los corrales para verlos. Le eché un último vistazo a Middlestride, que en el corral no impresiona demasiado y luego fui a ver a Sunstreak.
Aquel era su día. Lo supe en cuanto lo vi. Me olvidé por completo de que nadie debía verme y avancé. Todos los hombres de Beckersville estaban allí, pero nadie advirtió mi presencia, a excepción de Jerry Tillford. Él me vio y entonces sucedió algo. Se lo voy a contar.
Yo estaba ahí, de pie, mirando aquel caballo con una sensación dolorosa. En cierto modo, no sabría decir cómo, sabía exactamente cómo se sentía Sunstreak. Estaba tranquilo y dejaba que los negros le frotaran las patas y que el propio señor Van Riddle lo ensillara, pero por dentro era un torrente embravecido. Era como el agua del río justo antes de precipitarse por las cataratas del Niágara. Aquel caballo no pensaba en correr, no necesitaba pensar en eso. Pensaba tan solo en contenerse hasta que llegara el momento de correr. Yo lo sabía. En cierto sentido, podía ver su interior. Iba a hacer una carrera fabulosa y yo lo sabía. No hacía alardes ni relinchaba, tampoco se encabritaba ni armaba ningún escándalo, simplemente esperaba. Yo lo sabía y Jerry Tillford, su entrenador, también. Alcé la vista y aquel hombre y yo nos miramos a los ojos. Y entonces me ocurrió algo. Supongo que amaba a ese hombre tanto como al caballo porque sabía lo mismo que yo. Me pareció que en el mundo no había más que aquel hombre, el caballo y yo. Grité y a Jerry Tillford le brillaron los ojos. Luego me alejé hasta la valla para esperar la carrera. El caballo era mejor que yo, tenía mayor templanza y, ahora lo sé, también era mejor que Jerry. Estaba más tranquilo que ninguno y eso que era él quien tenía que correr.
Sunstreak llegó en primer lugar, claro, y pulverizó el récord mundial de la milla. Aunque nunca vea nada más, al menos habré visto aquello. Todo salió como yo esperaba. Middlestride se rezagó en la salida, partió de lejos y se acercó hasta el segundo puesto, tal y como sabía que iba a suceder. Algún día él también conseguirá un récord del mundo. En cuestión de caballos nadie gana a los de Beckersville.
Presencié la carrera con serenidad, porque sabía lo que iba a pasar. Estaba seguro. Hanley Turner, Henry Rieback y Tom Tumberton estaban todos más nerviosos que yo.
Me sucedió una cosa curiosa. Pensé en Jerry Tillford, el entrenador, y en lo feliz que era durante la carrera. Aquella tarde lo quise más de lo que jamás había querido a mi padre. Casi me olvidé de los caballos de tanto pensar en él. Fue a causa de lo que vi en sus ojos cuando estaba de pie junto a Sunstreak antes de la carrera. Yo sabía que Jerry Tillford había cuidado y entrenado a Sunstreak desde que no era más que un potrillo, le había enseñado a correr y a tener paciencia, cuándo debía soltarse y que no había que rendirse, jamás. Comprendí que la carrera representaba para él lo mismo que para una madre contemplar a su hijo en un acto de grandeza o valentía. Era la primera vez que yo sentía eso por un hombre.
Aquella noche después de la carrera me separé de Tom, Hanley y Henry. Quería hacer la mía y estar cerca de Jerry Tillford, si podía. Y esto es lo que sucedió.
La pista de Saratoga está cerca del límite de la ciudad. En ese lugar está todo reluciente, hay árboles de hoja perenne, césped, y lo tienen todo pintado y lustroso. Si se va más allá de la pista se llega a una carretera de asfalto para automóviles, y si se sigue esa carretera durante unas pocas millas hay un desvío que lleva hasta una granja de aspecto descuidado situada en medio de un campo.
Aquella noche caminé por esa carretera porque había visto a Jerry y a algunos otros tomando aquel camino en un automóvil. No esperaba encontrarlos. Caminé un tramo y luego me detuve en una valla a pensar. Esa era la dirección que habían tomado. Quería estar lo más cerca posible de Jerry. Sentía que estaba cerca. Casi al momento tomé por el desvío —no sé por qué— y llegué a aquella extraña granja. Sentía la soledad de no ver a Jerry, igual al deseo de un niño que por la noche quiere ver a su padre. Justo entonces apareció un automóvil y tomó la curva. En él iban Jerry y también el padre de Henry Rieback y Arthur Bedford, de nuestro pueblo, Dave Williams y otros dos hombres que yo no conocía. Salieron del coche y entraron en la casa, todos excepto el padre de Henry Rieback, que discutió con ellos y dijo que él no se metía allí. Eran solo las nueve de la noche pero estaban todos borrachos y resultó que la granja era un antro de mujeres de mala vida. Eso es lo que era. Me acerqué con sigilo al cercado, miré por la ventana y observé.
Y eso fue lo que me puso mal. No consigo entenderlo. Las mujeres de la casa eran todas feas, malhumoradas, no daban ganas de mirarlas ni de estar con ellas. Además eran poco agraciadas, excepto una que era alta y se parecía un poco al castrado Middlestride, pero no tan limpia y con una boca fea y severa. Tenía el cabello rojo. Lo veía todo con claridad. Me encaramé a un viejo rosal junto a una ventana abierta y miré. Las mujeres llevaban vestidos sueltos y estaban sentadas en sillas repartidas por la habitación. Los hombres entraron y varios se sentaron en la falda de las mujeres. El lugar olía a podrido y la conversación era también un asco, el tipo de charla que un chico puede escuchar cerca de los establos en una ciudad como Beckersville en invierno pero que jamás espera oír cuando hay mujeres. Era asqueroso. Un negro jamás hubiera entrado en un lugar como aquel.
Miré a Jerry Tillford. Ya les he contado lo que sentía por él tras haber comprendido que también él sabía lo que pasaba por la mente de Sunstreak un minuto antes de que lo llevaran a la salida de la carrera en la que batió un récord mundial.
Jerry presumía en aquel antro de malas mujeres como sé que jamás Sunstreak lo habría hecho. Decía que él había formado a aquel caballo, que era él quien había ganado la carrera y había batido un récord mundial. Mentía y se pavoneaba como un loco. Nunca oí palabras más estúpidas.
Y entonces, ¿qué imaginan que hizo? Miró a la mujer que estaba allí, la delgada de boca severa que se parecía un poco al castrado Middlestride, pero que no era tan limpia como él, y sus ojos comenzaron a brillar igual que habían brillado cuando me miró a mí y luego miró a Sunstreak aquella tarde en los corrales de la pista. Me quedé en la ventana —¡caray!— pero ojalá no me hubiera alejado de la pista ni de los chicos, los negros y los caballos. La alta y marchita mujer estaba entre nosotros al igual que Sunstreak aquella misma tarde, en los corrales.
Entonces, en ese preciso instante, comencé a odiar a aquel hombre. Me dieron ganas de irrumpir en la habitación y de matarlo allí mismo. Jamás me había sentido así. Estaba tan fuera de mí que lloraba, y cerraba los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaban en la piel.
Y los ojos de Jerry seguían brillando, y se mecía adelante y atrás, y entonces besó a aquella mujer y yo me largué con sigilo y regresé a las pistas y a la cama y casi no dormí nada. Al día siguiente convencí a los chicos para que regresáramos a casa y nunca les conté nada de lo que vi.
Desde entonces no dejo de pensar en ello. No logro entenderlo. Vuelve a ser primavera, estoy a punto de cumplir dieciséis años y por la mañana voy a las pistas como siempre, veo correr a Sunstreak y a Middlestride y a un potro nuevo llamado Strident que apuesto los va a superar a todos, aunque nadie lo crea salvo yo mismo y dos o tres negros.
Pero las cosas son distintas. En las pistas el aire ya no sabe tan bien, ya no huele tan bien. Y es porque un hombre como Jerry Tillford, que sabe lo que hace, pudo ver correr a un caballo como Sunstreak y besar a una mujer como aquella el mismo día. No logro entenderlo. ¡Que lo zurzan! ¿Por qué habrá querido actuar así? No dejo de pensar en ello y eso me arruina la contemplación de los caballos, el olor de las cosas, la risa de los negros y todo lo demás. A veces me enfado tanto que me dan ganas de pelearme con alguien. Me pone enfermo. ¿Por qué lo hizo? Quiero saber por qué.

«EL TONTO» - SHERWOOD ANDERSON


 ... «El tonto» (The Dumb Man) es un relato de Sherwood Anderson escrito en 1921 y que apareció en The Triumph of the Egg. Está disponible en Cuentos reunidos (Debolsillo), traducido por Vicenç Tuset.
«El tonto» es un texto breve, pero también intenso y perturbador. Es una historia que recuerda a un sueño o a la visión que un tonto pueda tener de un hecho que está acaeciendo delante de él, en el interior de una casa extraña donde se encuentran reunidos cuatro hombres no menos extraños (que ejecutan acciones sin aparente conexión alguna) y una mujer que espera y que acaso es la desencadenante de un drama apenas insinuado...



EL TONTO
Sherwood Anderson

Hay una historia, no puedo contarla, no tengo palabras. La historia está casi olvidada pero a veces la recuerdo. La historia trata de tres hombres en una casa en una calle. Si pudiera decir las palabras cantaría la historia.
La susurraría a los oídos de mujeres, de madres.
Correría por las calles contándola una y otra vez.
Con mi lengua, que se habría soltado, repicando contra mis dientes.
Los tres hombres están en una habitación en la casa.
Uno de ellos, joven y peripuesto.
Ríe sin parar.
Hay un segundo hombre con una larga barba blanca.
Lo consume la duda pero a veces su duda lo abandona y se queda dormido.
El tercer hombre es el que tiene ojos malvados y se pasea nervioso por la habitación frotándose las manos una contra la otra. Los tres hombres esperan. Esperan.
Arriba en la casa hay una mujer de pie con la espalda apoyada contra la pared, en la penumbra junto a una ventana.
Esos son los cimientos de mi historia y todo cuanto sabré se encuentra destilado en ellos.
Recuerdo que un cuarto hombre llegó a la casa, un silencioso hombre blanco.
Todo era tan silencioso como el mar por la noche.
Sus pies no hacían ningún ruido contra el suelo de la habitación en la que estaban los tres hombres.
El hombre de ojos malvados hervía por dentro, corría de un lado a otro como un animal enjaulado.
El viejo hombre gris se contagió de su nerviosismo, se quedó tirándose de la barba.
El cuarto hombre, el blanco, subió hasta donde estaba la mujer.
Ahí estaba ella, esperando.
Qué silencio había en la casa, qué alto sonaba el tictac de todos los relojes del vecindario.
La mujer de arriba anhelaba el amor. Esa tiene que haber sido la historia. Deseaba el amor con todo su ser. Quería enamorar, cuando el hombre blanco y silencioso compareció, ella se abalanzó hacia él.
Sus labios estaban separados.
Había una sonrisa en sus labios.
El hombre blanco no dijo nada.
En sus ojos no había ningún reproche, ninguna pregunta.
Sus ojos eran tan impersonales como estrellas.
Abajo el tipo malvado gemía y corría de un lado a otro como un perrillo perdido y hambriento.
El tipo gris intentaba seguirle por todas partes pero al poco tiempo se cansó y se echó en el suelo para dormir.
Nunca más despertó.
El peripuesto también yacía en el suelo.
Reía y jugaba con su fino bigote negro.
No tengo palabras para contar lo que sucedió en mi historia.
No puedo contar la historia.
El tipo blanco y silencioso puede que fuera la Muerte.
La mujer anhelante en espera puede que fuera la Vida.
El barbudo gris y el malvado me confunden.
Pienso y pienso, pero no logro entenderlos.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo ni siquiera pienso en ellos.
Me obsesiona el tipo peripuesto que ríe a lo largo de toda la historia.
Si pudiera comprenderle, podría entenderlo todo.
Podría correr por el mundo contando una historia maravillosa. Dejaría de ser tonto.
¿Por qué no se me dieron las palabras?
¿Por qué soy tonto?
Tengo una historia maravillosa que contar pero no conozco el modo de contarla.

«LA HISTORIA DEL HOMBRE» - SHERWOOD ANDERSON

... el relato que sigue es uno de los que más me ha impactado últimamente. Pertenece al escritor norteamericano Sherwood Anderson y estaba incluido en Horses and Men (1923) bajo el título «The Man´s Story». Se puede leer en su libro Cuentos reunidos (Debolsillo), en una traducción a cargo de Vicenç Tuset. Va sobre un asesinato, un escritor abismado en sus obsesiones literarias y el oscuro magnetismo que emana su personalidad...

El paseo nocturno de Paul Revere, de Grant Wood

LA HISTORIA DEL HOMBRE
Sherwood Anderson

            Durante su juicio por asesinato y luego, después de que le hubieran absuelto gracias a la declaración de aquel extraño tipejo pequeño, calvo y de manos nerviosas, le observé, fascinado por el modo en que continuamente se esforzaba en hacer que algo se entendiera.
            Tenía un interés persistente en algo que no tenía nada que ver con sus cargos por el asesinato de una mujer. Al parecer, la cuestión de si efectivamente, y según qué procedimientos legales, iba a ser condenado y colgado del cuello hasta la muerte o no, no le interesaba. La ley era algo ajeno a su vida y rechazaba haber tenido nada que ver con el asesinato como quien rechazo un cigarrillo. «Se lo agradezco pero actualmente no fumo. He apostado con un compañero que puedo pasarme un mes sin fumar.»
            Eso es lo que quiero decir. Era increíble. Si realmente hubiera sido culpable e intentara salvar el pellejo no habría podido adoptar una estrategia mejor. Ya me entienden, al principio todos pensábamos que él era el asesino y queríamos que le condenaran, pero luego, y solo a causa de ese magnífico aire de indiferencia, todo el mundo empezó a desear que se salvara. Cuando llegó la noticia de la confesión del pequeño tramoyista, la gente estalló en vítores.
            Después de eso quedaba libre de la justicia, pero su conducta no cambió en nada. Debía de haber, en algún lugar, un hombre o una mujer que comprendiera lo que él mismo comprendía, y era importante encontrar a esa persona y hablar con ella. Hubo un tiempo, durante el juicio e inmediatamente después, cuando le veía mucho, que percibía con claridad su modo de tantear en la oscuridad en busca de algo parecido a un alfiler o a un imperdible en el suelo. Bueno, era como un viejo que no encuentra las gafas. Revuelve en todos sus bolsillos y mira con impotencia a su alrededor.
            Había además una pregunta en mi mente, en la mente de todos: ¿puede un hombre mostrarse completamente indiferente y brutal en cada uno de sus actos exteriores, en el momento en que la persona que le es más querida y cercana se está muriendo, y al mismo tiempo, y con otra parte de sí mismo, ser del todo tierno y sensible?

            En cualquier caso, es toda una historia, y de vez en cuando nos gusta contar una historia directamente, sin añadirle ni una coma de la típica jerga periodística acerca de hermosas herederas, asesinos despiadados y todos esos absurdos.
            Por lo que capté de la historia, su sentido era más o menos el siguiente:
            El hombre se llamaba Wilson, Edgar Wilson, y había llegado a Chicago desde algún lugar del Oeste, quizá de las montañas. Puede que hubiese sido pastor de ovejas o algo por el estilo en el lejano Oeste, pues tenía el particular aire abstraído que únicamente se adquiere si se ha pasado mucho tiempo solo. Había contado un buen número de historias contrapuestas sobre sí mismo y sobre su pasado, así que, después de estar con él un rato, instintivamente, se acababa por dejar de lado el asunto.
            «Diablos, no importa, el tipo no puede decir la verdad en ese sentido. Dejémoslo», se decía uno a sí mismo. Lo que sí se sabía era que había llegado a Chicago desde una ciudad de Kansas y que había huido de Kansas con la mujer de otro.
            Sobre ella apenas sé lo imprescindible. Habría sido en un tiempo, imagino, una mujer bastante hermosa, con toda la honradez del mundo pero, hasta que conoció a Wilson, con una vida bastante desagradable. En esas ciudades obtusas y muertas de Kansas, la vida tiene formas de afearse y volverse desagradable sin que haya sucedido nada en particular para que sea así. Uno no es capaz ni de imaginar las razones. Dejémoslo. Sencillamente, es así y no hay que creer en absoluto a los escritores de narraciones del Oeste sobre cómo es allí la vida.
            Para ser un poco más preciso sobre esta mujer en particular, diré que cuando era apenas una muchacha su padre había tenido problemas. Era una especie de pequeño oficial, un agente itinerante, o algo por el estilo, de una compañía ferroviaria, y lo arrestaron al relacionarlo con la desaparición de cierta suma de dinero. Luego, cuando estaba en la cárcel, antes de que lo juzgaran se pegó un tiro. La madre de la muchacha ya había muerto.
            Al cabo de uno o dos años, se casó con un tipo bastante honrado pero carente de interés desde cualquier punto de vista. Era dependiente de comercio, hombre frugal, y al cabo de poco tiempo pudo comprarse un drugstore propio.
            La mujer, como ya he dicho, había sido fuerte y de constitución sólida, pero ahora estaba cada vez más delgada y nerviosa. Sin embargo, conservaba aún su porte, cierto aire, diríamos, y tenía algo que atraía muchísimo a los hombres. A más de uno en aquel villorrio le obsesionaba, y le escribían cartas, intentando convencerla de que se fugara con ellos por la noche. Ya saben cómo son esas cosas. Las cartas van sin firmar. «Ve a tal sitio el viernes por la noche. Si tienes ganas de que hablemos de ello, lleva un libro en la mano.»
            Entonces la mujer cometió un error y le habló a su marido sobre una de las cartas, y el tipo se enfadó y por la noche se fue hasta el lugar del encuentro con un revólver en la mano. Como no apareció nadie, regresó a casa y armó un escándalo. Hubo algunas insinuaciones sin demasiado sentido: «Le habrás mirado de algún modo a ese hombre cuando te lo has cruzado por la calle. Un hombre no es tan atrevido con una mujer casada a menos que le hayan dado pie».
            Después de decir eso, el marido siguió hablando y hablando, y la vida en la casa debió de ser alegre. Ella se acostumbró a estar callada la mayor parte del tiempo, y cuando era así, la casa quedaba en silencio. No tenían hijos.
            Entonces apareció el tal Edgar Wilson, camino hacia el Este, y recaló en la ciudad por uno o dos días. En aquella época tenía poco dinero, y se hospedó en una pequeña pensión de obreros, cerca de la estación del ferrocarril. Un día vio a la mujer caminando por la calle y la siguió hasta su casa; los vecinos los vieron hablando en la puerta delantera durante una hora, y al día siguiente él volvió a aparecer por allí.
            Esa vez hablaron durante dos horas, ella entró en la casa, reunió unas pocas pertenencias y se marchó con él hacia la estación del ferrocarril. Tomaron un tren rumbo a Chicago y allí vivieron juntos, al parecer muy felices, hasta que ella murió, de un modo que estoy tratando de contarles. Por supuesto, no se podían casar y durante los tres años que vivieron en Chicago él no movió un dedo para asegurar la manutención de ambos. Como cuando llegaron tenían muy poco dinero, el justo, de hecho, para hacer el viaje desde aquella ciudad de Kansas, más que ser pobres vivían en la miseria.
            Cuando supe de ellos, vivían por el North Side, en aquella zona de edificios residenciales de ladrillo, de tres o cuatro plantas, que en un tiempo fueron los hogares de los que llamamos nuestra gente bien, pero que luego decayeron mucho. La zona está experimentando una especie de resurgimiento ahora, pero durante bastantes años permaneció casi en un completo abandono. Había allí esas antiguas residencias convertidas en casas de huéspedes, con cortinas de encaje increíblemente sucias en las ventanas y. de vez en cuando, una vieja casa de madera medio caída, en una de las cuales vivía Wilson con aquella mujer.
            El lugar es todo un cuadro. El propietario, supongo, será lo suficientemente astuto para saber que en una ciudad como Chicago ninguna zona cae en el olvido para siempre. El tipo se habrá dicho a sí mismo: «Bueno, dejémoslo ahí, el terreno en el que está la casa algún día valdrá mucho dinero, pero la casa no vale nada. La alquilaré barata y no haré nada para arreglarla. Tal vez saque lo suficiente para cubrir los impuestos hasta que suban los precios».
            Así que durante años nadie le había dado una mano de pintura, las ventanas estaban desencajadas y casi no había tejas en el tejado. Al segundo piso se accedía mediante una escalera exterior con un pasamanos que había adquirido el color negruzco grasiento que la madera puede llegar a tener en ciudades carboneras como Chicago y Pittsburgh. La mano se queda negra cuando tocas el pasamanos; y las habitaciones superiores son frías y deprimentes.
            En la parte delantera había una gran habitación con una chimenea, de la que habían caído muchos ladrillos, y tras ella, un par de pequeños dormitorios.
            Wilson y la mujer vivían en ese lugar cuando sucedió lo que trato de contarles, y como la alquilaron en mayo imagino que no tuvieron muy presente la fría vacuidad de la gran habitación delantera en la que vivían. Había una cama de madera abombada con una pata rota —la mujer había intentado arreglarla con los adhesivos de una caja de embalar—, una mesa de cocina que Wilson también usaba de escritorio y dos o tres sillas de cocina baratas.
            La mujer había conseguido un puesto en el guardarropía de un teatro de Randolph Street y ambos vivían de lo que ella ganaba. Se dijo que consiguió el trabajo porque cierto hombre relacionado con el teatro, o con una compañía que actuaba allí, estaba enamorado de ella, pero siempre se pueden oír historias de ese tipo sobre cualquier mujer que trabaje en algo relacionado con un teatro, desde la mujer de la limpieza hasta la estrella del espectáculo.
            En cualquier caso, ella trabajaba allí y tenía fama de callada y eficiente.
            Por lo que se refiere a Wilson, escribía poesía de un tipo que yo jamás había visto, aunque como muchos periodistas haya hecho mis pinitos en el género: en ambas modalidades, rimada y en innovador verso libre. Yo prefiero más bien lo clásico.
            Sobre los versos de Wilson... para mí eran como leer en griego. Bueno, seamos sinceros, lo eran y no lo eran.
            La cosa me mareaba un poco cuando cogía unas páginas y me sentaba a leer solo en mi habitación por la noche. Iba todo sobre muros y pozos profundos e inmensos cuencos con pequeños árboles que se mantenían derechos intentando trazar su camino hacia la luz y el aire por encima de los bordes del cuenco.
            Raro y demente en cada línea, pero también, en cierto sentido, fascinante. Se entraba en un mundo nuevo, con nuevos valores, lo cual, después de todo, es de lo que trata la poesía en conjunto. También estaba allí el mundo de los hechos que todos conocemos —o creemos conocer—, el mundo de los edificios de apartamentos y de las granjas del Mecho Oeste con sus cercados de alambre alrededor de los campos y sus tractores Ford corriendo arriba y abajo, y las ciudades con institutos, vallas publicitarias y todo lo que hace que la vida prospere —o así lo creemos nosotros.
            Allí estaba ese mundo por el que nos paseamos, y luego había ese otro mundo, en el que llegué a pensar como el mundo de Wilson —un lugar difuso, al menos para mí—, de remotos lugares cercanos, de cosas que adoptan formas nuevas y extrañas, en que emerge el interior de las personas, los ojos ven cosas nuevas, los dedos sienten cosas nuevas y extrañas.
            Era un lugar principalmente poblado de muros. Me hice con todos los versos de Wilson por un golpe de suerte. Sucedió que fui el primer periodista que llegó al lugar la noche en que fue hallado el cadáver de la mujer, y allí estaban todas sus cosas, cuidadosamente escritas en algo parecido a un cuaderno de redacción infantil, y dos o tres policías estúpidos a su alrededor. Sencillamente tuve que deslizar el libro bajo mi abrigo mientras no miraban y luego, durante el juicio, publicamos lo más inteligible en el periódico. Era un material muy bueno para un periódico: el poeta que asesinó a su amante.

Él no llevaba su abrigo de púrpura,
pues la sangre y el vino son rojos...

            Y esa clase de cosas. Le encantó a todo el mundo en Chicago.
            Volvamos un momento a la poesía. Quisiera tan solo explicar cómo aparece por todo el libro la idea de que los hombres han erigido muros a su alrededor y que todos ellos quizá estén destinados a permanecer para siempre detrás de esos muros, contra los cuales no dejan de golpear con los puños, o con cualquier herramienta con la que hayan logrado hacerse para derribarlos, ya me entienden. No se podía saber muy bien si se trataba de un único e inmenso muro o de muchos muros individuales. A veces Wilson lo decía de una forma y a veces de otra. Eran los mismos hombres quienes habían construido los muros, y ahora permanecían detrás de ellos, siendo vagamente conscientes de que al otro lado se encontraban el calor, la luz, el aire, la belleza, la vida, de hecho; mientras que al mismo tiempo, y debido a cierta locura suya, no dejaban de hacerlos más altos y más fuertes.
            La idea pone un poco nervioso, ¿verdad? En cualquier caso a mí me ponía nervioso.
            Y luego estaba esa otra idea sobre los pozos profundos, hombres cavando sin descanso cada vez más hondo dentro de esos pozos profundos. Sin que ellos lo quisieran, ¿comprenden? Y sin que nadie quisiera que lo hicieran, pero perseverando to-do el tiempo en lo mismo, es decir, haciendo los pozos cada vez más hondos, y desvaneciéndose las voces progresivamente en la distancia, y de nuevo la luz y el calor de la vida que se alejan y se alejan, por un ciego rechazo de la gente a intentar comprenderse, supongo.
            Era toda muy extraña para mí —la poesía de Wilson, quiero decir— cuando tropecé con ella. He aquí uno de sus trabajos. No trata directamente el tema de los muros, el cuenco o los pozos profundos, como verán, pero es uno de los que publicamos en el periódico durante el juicio y gustó bastante a mucha gente —y a mí mismo, lo admito—. Tal vez incluirlo aquí le dará cierto sentido a mi relato y logrará transmitir algo de la extravagancia del hombre que protagoniza la historia. En el libro se titulaba simplemente «Noventa y siete», y es como sigue:

            La firmeza con que mis dedos agarran el fino papel de este cigarrillo es indicio de que ahora estoy muy tranquilo. A veces no es así. Cuando estoy inquieto, soy débil, pero cuando estoy tranquilo, como ahora, soy muy fuerte.

                Ahora mismo iba por una de las calles de mi ciudad, y entré en un portal, y subí hasta aquí, donde ahora estoy, tumbado en la cama y mirando por la ventana. Muy repentina y completamente vino a mí el discernimiento de que podría coger los altos edificios por sus caras con la libertad y facilidad con que ahora estoy cogiendo este cigarrillo Podría sostener el edificio entre mis dedos, ponerlo en mi boca y exhalar el humo a través de su estructura. Podría exhalar bien lejos la confusión. Exhalar un millar de personas a través del techo de uno de esos edificios altos y mandarlas hacia el cielo, hacia lo desconocido. Edificio tras edificio los consumiría como consumo los cigarrillos de esta cajetilla. Podría arrojar colillas de ciudades por encima de mi hombro, a través de la ventana.

                No me sucede a menudo, lograr el estado en el que ahora me encuentro, tan tranquilo y seguro de mí mismo. Cuando me inunda ese sentimiento surge en mí una franqueza y una simplicidad que hace que me ame. En tales momentos me digo palabras fuertes y dulces.
                Estoy en un sofá cerca de la ventana y podría pedirle a una mujer que viniera a tumbarse conmigo, o a un hombre también si se trata de esto.
                Podría coger toda la hilera de casas de una calle, descabezarlas, vaciarlas de gente, apretar y comprimir a toda esa gente en una sola persona y amar a esa persona. 
                ¿Ven esta mano? Imaginen que sostiene un cuchillo que puede cortar toda la falsedad que hay en ustedes. Imaginen que puede atravesar las fachadas de las casas y los edificios en los que miles de personas yacen ahora dormidas..
                Valdría la pena considerarlo si los dedos de esta mano agarraran un cuchillo que pudiera cortar y atravesar todas las feas cáscaras en las que millones de personas viven encerradas.

            Bien, ya ven cuál es la idea, una especie de fuerza que también puede ser tierna. Les citaré solo otro ejemplo de sus escritos, uno un poco más amable. En el cuaderno se titula «Ochenta y tres».

            Soy un árbol que crece junto al muro. He empujado hacia arriba y hacia arriba. Mi cuerpo está cubierto de cicatrices. Mi cuerpo es viejo, pero todavía sigo empujando hacia arriba, trepando hacia lo alto del muro.
                Es mi deseo arrojar flores y frutos por encima del muro.
                Humedecería los labios secos.
                Arrojaría flores a la cabeza de los niños por encima del muro.
                Acariciaría, con las flores que caen, los cuerpos de aquellos que viven al otro lado del muro.
                Mis ramas trepan hacia arriba y nueva savia me penetra a lo lejos desde el oscuro suelo bajo el muro.
                Mi fruto no será mi fruto hasta que caiga de mis brazos a los brazos de los otros por encima del muro.

            Y ahora les hablaré sobre la vida que llevaban el hombre y la mujer en la gran habitación superior de aquella vieja casa de madera. Por un golpe de suerte, gracias a un descubrimiento que hice, he conocido hace poco ciertos aspectos.
            Después de que se hubieran trasladado a la casa —apenas la primavera anterior—, el teatro en el que estaba empleada la mujer cerró sus puertas por un tiempo largo, y lo pasaron peor que de costumbre, así que la mujer trató de conseguir un poco de dinero extra —para ayudar a pagar el alquiler, supongo— subarrendando las dos habitaciones posteriores de su cubil.
            Varias personas vivieron en esos agujeros oscuros y diminutos. Cómo se las arreglaban, eso es algo que no sé, pues no había muebles. Todavía hay lugares en Chicago llamados flop, donde uno puede dormir en el suelo por cinco o diez centavos y son propiedad de gente más tolerada que respetable, de la que no se sabe nada.
            A quien descubrí fue a una pequeña mujer —no es que fuera joven, sino que tenía joroba y era bajita, y es difícil no pensar en ella como en una chiquilla— que una vez vivió en una de las habitaciones durante varias semanas. Tenía un puesto de planchadora en una lavandería manual del vecindario y alguien le había regalado una cama plegable barata. Era una criatura curiosamente sentimental, con los ojos dolidos que a menudo tiene la gente deforme, y tengo la impresión de que sentía cierto cariño romántico por ese Wilson. En cualquier caso, logré sonsacarle mucho. Tras la muerte de la otra mujer y después de que Wilson fuera exculpado de la acusación de asesinato gracias a la confesión del tramoyista, solía ir alguna vez a la casa en la que el tipo había vivido, a última hora de la tarde, después de que hubiéramos cerrado el periódico por el resto de la jornada. El nuestro es un periódico de tarde y después de las dos, la mayoría de nosotros quedamos libres.
            Un día encontré a la mujer jorobada frente al edificio y empecé a hablar con ella. Era una mina de oro.
            Tenía esa mirada en los ojos de la que les he hablado, una mirada dolida y sensible. Apenas le dirigí la palabra, nos pusimos a hablar sobre Wilson. Había vivido en una de las habitaciones posteriores. Me lo contó de buenas a primeras.
            Algunos días era incapaz de ir a trabajar a la lavandería porque se quedaba repentinamente sin fuerza, así que esos días se quedaba en la habitación, tumbada en el catre. Sufría terribles dolores de cabeza que le duraban horas y durante los cuales era prácticamente inconsciente de cuanto sucedía a su alrededor. Después, recuperaba bastante la conciencia pero seguía débil mucho tiempo. Supongo que no era una persona cuyo destino le deparara una vida muy larga, e imagino que eso no la preocupaba demasiado.
            Sea como fuere, allí estaba ella, en la habitación, sin fuerzas después de la fase aguda de su enfermedad, y comenzó a sentir curiosidad por las dos personas que vivían en la habitación de enfrente. Así que se acostumbró a abandonar el catre, avanzar con sigilo sobre sus pies cubiertos con calcetines hasta la puerta que separaba las dos habitaciones y a espiar por la cerradura. Para hacerlo, tenía que arrodillarse sobre el suelo mugriento.
            La vida en la habitación la fascinó desde un principio. A veces el hombre estaba allí solo, sentado a la mesa de la cocina escribiendo lo que luego iba a incluir en el cuaderno que yo conseguí después y que ya he citado; a veces la mujer estaba con él, y otras estaba él solo pero no escribía. En esas ocasiones el hombre caminaba y caminaba arriba y abajo todo el tiempo.
            Cuando los dos estaban en la habitación y el hombre escribía, la mujer casi no se movía, permanecía sentada en una silla al lado de una de las ventanas con las manos cruzadas. Él escribía unas pocas líneas y entonces se ponía a caminar arriba y abajo hablando consigo mismo o con ella. Cuando él le hablaba, ella no contestaba más que con la mirada, me dijo la tullida. Confieso que no sé muy bien cuánto de todo esto lo deduje de mis charlas con ella y cuánto es producto de mi imaginación.
            En cualquier caso, lo que saqué en claro y lo que a mi modo intento transmitir es la extrañeza que presidía la relación entre ambos. No era simplemente una familia que estuviera pasando un bache de fortuna, de ningún modo. Él intentaba hacer algo muy difícil —con su poesía, imagino— y ella, a su manera, procuraba ayudarle.
            Y por supuesto, como no dudo que habrán deducido de los versos de Wilson que he citado antes, el asunto tenía algo que ver con las relaciones entre las personas, no necesariamente entre el hombre y la mujer que estaban en aquella habitación en particular, sino entre todas las personas.
            El tipo tenía una concepción medio mística de todas esas cosas y, antes de que encontrara a su propia mujer, había estado vagando sin rumbo por el mundo en busca de una compañera. Luego encontró a la mujer de la ciudad de Kansas y —al menos en su opinión— se le aclararon las cosas.
            Pues bien, tenía la idea de que nadie en el mundo podía pensar o sentir por sí solo, y que la gente únicamente lograba ponérselo más difícil y amurallarse a sí misma al intentarlo, o algo por el estilo. Había un malentendido. Las cosas no encajaban. Alguien, al parecer, debía lanzar una nota que todas las voces pudieran entonar antes de que la auténtica canción de la vida pudiera comenzar. Deben tener en cuenta que no estoy exponiendo nada de mi propia cosecha. Lo que intento hacer es dar les una idea de lo que saqué de la lectura de los textos de Wilson, de haberle conocido un poco y de haber visto algo del efecto de su personalidad en los demás.
            Él intuía con bastante claridad que nadie en el mundo podía sentir o pensar solo. Y luego estaba también la idea de que si uno intentaba pensar con la mente sin tener en cuenta el cuerpo, la fastidiaba por completo. La verdadera vida consciente se construía a sí misma como una pirámide. Primero la mente y el cuerpo de un ser amado debían penetrar en el pensamiento y el sentimiento de uno, y luego, por alguna vía mística, los cuerpos y mentes de todas las demás personas en el mundo debían entrar, con amplitud, como un gran viento o algo así.
            A ustedes, que leen mi relato sobre Wilson, ¿les resulta demasiado confuso todo eso? Puede que no. Puede que tengan mayor claridad de ideas que yo, y que lo que a mí me parece tan difícil sea muy sencillo para ustedes.
            Sin embargo, debo hacerles llegar lo que descubrí después de sumergirme en este mar de razones e impulsos que admito no entender del todo.
            Lo que sentía la muchacha jorobada (¿o es mi propia imaginación la que adorna lo que dijo?) no importa realmente. En lo que hay que parar mientes es en lo que sentía Edgar Wilson.
            Sentía, imagino, que él tenía algo que decir en el terreno de la poesía que jamás podría expresar hasta que hubiese encontrado a una mujer que pudiera, de un modo particular y absoluto, entregarse en el mundo de la carne, y que entonces habría un matrimonio del cual emanaría la belleza para todo el mundo. Debía encontrar a la mujer que tuviera ese poder, y el poder debía estar libre de cualquier mácula de egoísmo, imagino. Un egotista profundo, ya lo ven, y él creía que había encontrado lo que necesitaba en la mujer del dependiente de Kansas.
            La encontró y algo le hizo. No consigo imaginarme el qué, solo constatar que ella era absoluta y completamente feliz con él, de un modo curioso e inexpresivo.
            Intentar hablar sobre él y sobre su influencia en los demás es más o menos como intentar caminar por una cuerda tendida entre dos edificios altos sobre una calle abarrotada de gente. Basta un grito que provenga de abajo, una risa, el pitido de la bocina de un automóvil, y uno cae al vado. Sencillamente haces el ridículo. 
            Al parecer, él pretendía condensar su propia carne y espíritu y los de su mujer en sus poemas. Recordarán que en uno de los fragmentos de sus textos que he citado él habla de condensar, de comprimir, a toda la gente de una ciudad en una sola persona y amar a esa persona.
            Uno puede terminar por convencerse de que el tipo es un ser poderoso, casi terriblemente poderoso. Conforme lean comprenderán de qué modo me tiene en su poder y me utiliza para servir a sus propósitos.
            Así que él asió y sostuvo a la mujer en un puño. La deseaba casi absolutamente y la tomó, quizá como todos los hombres querrían hacer con sus mujeres sin atreverse del todo. Puede también que tuviera su propia avidez, y que él le estuviera haciendo el amor todo el tiempo, día y noche, tanto mientras estaban juntos como mientras estaban separados.
            Admito mi confusión acerca de todo el asunto. Trato de expresar algo que no he sentido por mí mismo ni por las palabras que me llegaron de labios de la chica jorobada a quien, recordarán, dejé arrodillada en el suelo de la habitación trasera, espiando por el agujero de la cerradura.
            Ya lo ven, allí estaba la jorobada, y en la habitación delantera, el hombre y la mujer, y también la muchacha jorobada cayó bajo el influjo del hombre Wilson. También ella lo amaba, no hay duda de eso. La habitación en la que estaba arrodillada era oscura y mugrienta. Debía de haber una gruesa acumulación de polvo en el suelo.
            Lo que me dijo, o si no lo dijo, lo que me transmitió, fue que el hombre Wilson trabajaba en la habitación, o caminaba arriba y abajo delante de su mujer, y que mientras lo hacía, su mujer permanecía sentada en la silla, y que había en su rostro, en sus ojos, una mirada...
            Él le hacía el amor constantemente, y en ese hacerle el amor de aquella forma abstracta había algo de hacérselo al mundo entero, y eso era posible porque la mujer era tan puramente física como él era otra cosa. Si todo esto no tiene ningún sentido para ustedes, sí que lo tenía para la muchacha jorobada, que sin duda carecía de formación y jamás se había tenido por alguien con especiales capacidades de comprensión. Se arrodillaba en el polvo, escuchando y mirando por el agujero de la cerradura, y al final terminó por sentir que aquel hombre, en cuya presencia ella jamás había estado y cuya persona jamás, de ningún modo, había rozado la suya, le había hecho el amor a ella también.
            Lo sintió así y eso complació a su entera naturaleza. Se podría decir que la satisfizo. Ella era lo que era y eso hizo que la vida le valiera la pena.

            Ocurrieron algunos sucesos menores en la habitación, y hay que hablar de ellos.
            Por ejemplo, hubo un día, en junio, un día cálido, oscuro y lluvioso. La muchacha jorobada estaba en su habitación, arrodillada en el suelo, y Wilson y su mujer estaban en la suya. 
            La mujer de Wilson había estado haciendo la colada y, como no se iba a secar fuera, había extendido unas cuerdas a través de la habitación y había colgado la ropa.   Cuando toda la ropa estuvo colgada, llegó Wilson tras pasear bajo la lluvia, se sentó ante el escritorio y se puso a escribir.
            Escribió durante unos minutos y luego se levantó y se puso a caminar por la habitación, y al andar una prenda mojada le rozó la cara.
            Siguió de todos modos caminando y hablando con la mujer, pero mientras andaba y hablaba juntó toda la ropa con los brazos y, yendo hasta el pequeño descansillo que había al pie de las escaleras exteriores, la arrojó al suelo embarrado de abajo. Lo hizo y la mujer permaneció sentada sin moverse ni decir nada hasta que él hubo regresado a su escritorio, luego bajó las escaleras, recogió la ropa y la lavó de nuevo, y fue solo después de que hiciera eso y cuando de nuevo estaba colgándola en la habitación superior, al parecer, él se dio cuenta de lo que había hecho.
            Mientras la mujer lavaba la ropa de nuevo, él salió a dar otro paseo y cuando escuchó sus pasos en las escaleras, la muchacha jorobada corrió a la cerradura. Como estaba arrodillada, y como el entraba en la habitación, pudo mirarle directamente el rostro. «Por un momento pareció un niño desconcertado y luego, aunque no pronunció una palabra, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas», dijo. Sucedió eso y entonces la mujer, que en esos momentos volvía a colgar la ropa, se volvió y le vio. Ella tenía el brazo cubierto de ropa, pero la dejó caer en el suelo y corrió hacia él. Se agachó un poco, dijo la muchacha jorobada, y poniendo sus brazos alrededor del cuerpo de él y con la mirada apuntando arriba hacia su rostro, le suplicó: «No. No te preocupes. Créeme, lo entiendo todo. Por favor, no te preocupes», fue lo que le dijo.

            Y ahora hablemos sobre la historia de la muerte de la mujer. Sucedió en el otoño de aquel mismo año.
            En el lugar donde trabajaba de vez en cuando —es decir, en el teatro— estaba ese otro hombre, el tramoyista bajito y medio loco que le disparó.
            El tipo se había enamorado de ella y, como los hombres de la ciudad de Kansas de donde ella venía, le había escrito varias cartitas estúpidas de las que la mujer no dijo nada a Wilson. Las canas no eran muy amables y algunas de ellas, las más desagradables, por cierto retorcimiento mental del individuo, estaban firmadas con el nombre de Wilson. Dos de ellas se las encontraron luego encima a ella y fueron presentadas como pruebas contra Wilson durante el juicio.
            Así que la mujer trabajaba en el teatro y el verano terminó, y una noche de otoño había ensayo de vestuario en el teatro, y la mujer fue y se llevó a Wilson consigo. Era un día de otoño de esos que a veces tenemos en Chicago, frío, húmedo, y con una espesa niebla que cubría la ciudad.
            Pero el ensayo de vestuario no se llevó a cabo. La estrella estaba enferma, o algo así había pasado, y Wilson y su mujer se quedaron sentados en el teatro frío y vacío durante una hora o dos, hasta que luego le dijeron a la mujer que podía marcharse a casa.
            Ella y Wilson atravesaron a pie la ciudad, parando para comprar algo de comer en un pequeño restaurante. Él estaba, como de costumbre, silencioso y abstraído. No hay duda de que pensaba en las cosas que quería expresar en la poesía y que he intentado explicarles antes. Avanzaba sin ver a la mujer que iba a su lado, sin ver a la gente que le esquivaba y pasaba junto a él por la calle. Él avanzaba así y ella...
            Ella sin duda estaba como siempre sucedía en su presencia, silenciosa y satisfecha por el hecho de estar a su lado. No había nada que él pudiera hacer o pensar sin tenerla a ella en cuenta. La misma sangre que fluía por su cuerpo era también la de ella Él la hacía sentirse así, de modo que estaba silenciosa y satisfecha mientras él avanzaba, caminando a su lado con su cuerpo, pero con su mente tanteando el camino hacia la tierra de altos muros y de pozos profundos.
            Habían caminado desde el restaurante, en el distrito del Loop, atravesado un puente hacia el North Sitie, y todavía no habían cruzado una sola palabra.
            Cuando ya casi habían llegado a su cubil, el tramoyista, el hombre pequeño y de manos nerviosas que había escrito las cartas, apareció entre la niebla, como salido de la nada, y disparó a la mujer.
            Eso fue lo que sucedió. Tan simple como eso.
            Caminaban tal y como los he descrito, cuando una cabeza surgió ante la mujer desde el corazón de la niebla, una mano disparó, se oyó el rápido y abrupto sonido de la descarga de un revólver, y luego el absurdo y pequeño tramoyista, él, con su rostro arrugado de diminuta e impotente mujerzuela, dio media vuelta y huyó.
            Todo sucedió tal y como lo he escrito, y no causó ninguna impresión en la mente de Wilson. Siguió avanzando como si nada hubiese sucedido, y ella, después de casi haberse caído, se recompuso y logró continuar caminando junto a él, aún sin decir nada. Así fueron durante quizá un par de manzanas y llegaron al pie de la escalera exterior que llevaba a sus habitaciones cuando un policía llegó corriendo; la mujer le dijo una mentira. Le contó cierta historia sobre una pelea entre dos hombres borrachos y, tras unos instantes de conversación, el policía partió, orientado por la mujer en dirección opuesta a la que había tomado el tramoyista en fuga.
            Quedaron entre la oscuridad y la niebla, y la mujer se agarró del brazo de su hombre mientras subían las escaleras. Él todavía —y jamás seré capaz de explicarlo de manera lógica— no se había percatado del disparo, ni de que ella se estaba muriendo, aunque lo había visto y oído todo. Lo que dijeron los médicos que luego se ocuparon del caso fue que un tendón o músculo o algo por estilo que controlaba el movimiento del corazón había sido seriamente dañado por el disparo.
            Podría decirse que estaba viva y muerta al mismo tiempo.
            En cualquier caso, ambos marcharon escaleras arriba y entraron en la habitación superior, y entonces sucedió algo verdaderamente dramático y fascinante. Uno desearía que la escena, con todas sus connotaciones, se pudiera representar en un escenario en lugar de tener que ponerla por escrito.
            Los dos entraron en la habitación, la una muerta pero no dispuesta aún a aceptar la muerte sin un destello de individualidad y encanto, es decir, la una muerta pero todavía viva y el otro vivo pero muerto para cuanto acontecía.
            La habitación en la que entraron estaba oscura, pero con el instinto seguro de un animal la mujer la atravesó hasta llegar a la chimenea, mientras que el hombre se detuvo y permanecía de pie a unos diez pasos de la puerta, sin dejar de pensar a su manera abstracta. En la chimenea había una acumulación de porquerías, colillas de cigarrillos —el tipo era un fumador empedernido—, pedazos de papel en los que había algo garabateado: la acumulación de basura que suelen juntar los hombres como Wilson. Había pues todo ese material rápidamente inflamable amontonado en la chimenea en esa, la primera noche de frío otoñal.
            La mujer fue entonces hacia ella, encontró una cerilla en algún lugar de la oscuridad y prendió las cosas amontonadas.
            Hay una imagen que permanecerá conmigo para siempre, solo esa. La desolada habitación, el hombre ciego, incapaz de ver, allí, de pie, y la mujer arrodillada haciendo una pequeña hoguera de gran belleza al fin. Pequeñas lenguas de fuego ascendían. Había luces trepando y danzando por las paredes. Por debajo, en el suelo de la habitación, había un profundo pozo de oscuridad en cuyo interior el hombre, cegado por sus propios propósitos, permanecía en pie.
            La pila de papeles ardiendo debió de producir un resplandor considerable en la habitación y la mujer quedó por un momento junto a la chimenea, justo en el límite de aquella luz.
            Y entonces, pálida y temblorosa, atravesó la luz como si atravesara un escenario iluminado avanzando en silencio y con sigilo hacia donde se encontraba él. ¿Tendría además algo que decir? Nadie lo sabrá jamás. Lo que ocurrió es que no dijo nada.
            Caminó hacia él, y en el momento en que lo alcanzó, cayó al suelo y murió a sus pies; en ese mismo instante, la pequeña hoguera de papeles se extinguió. Si acaso luchó en el suelo antes de morir, luchó en silencio. No hubo ningún ruido. Había caído y yacía entre el hombre y la puerta que conducía a las escaleras y a la calle.
            Fue entonces cuando Wilson se volvió completamente inhumano, demasiado para mi capacidad de comprensión.
            El fuego se había extinguido y la mujer a la que había amado había muerto.
            Y él allí, de pie, mirando la nada, pensando—sabrá Dios—quizá en la nada.

Permaneció así un minuto, cinco minutos, tal vez diez. Era un hombre que, antes de haber encontrado a esa mujer, había permanecido inmerso en un profundo mar de dudas y cuestionamientos. Antes de que encontrara a esa mujer ni una sola expresión había salido de su interior. Quizá tan solo había vagado de un lugar a otro, mirando el rostro de la gente, haciéndose preguntas sobre la gente, queriendo acercarse a los demás sin saber cómo. La mujer había sido capaz de elevarle hasta la superficie del mar de la vida por un tiempo y, con ella, había flotado él en la superficie del mar, bajo el cielo, a plena luz del sol. El cálido cuerpo de la mujer, entregado a él por amor, había sido corno un bote en el que había flotado en la superficie del mar, y ahora el bote había naufragado y él se hundía de nuevo, de regreso al fondo del mar.
            Todo eso había ocurrido y él no lo sabía; es decir, no lo sabía y al mismo tiempo lo sabía.
            Era un poeta, me parece, y tal vez en ese momento un nuevo poema se estaba formando en su mente.
            En cualquier caso se quedó de pie durante algún tiempo, como he dicho, y luego debió de tener el presentimiento de que tenía que ponerse en marcha, de que tenía que salvarse, si era posible, de cierto desastre que estaba a punto de caer sobre él.
            Tuvo el impulso de ir hacia la puerta y bajar a la calle por las escaleras, pero el cuerpo de la mujer estaba entre la puerta y él.
            Lo que hizo y lo que, cuando más tarde lo contó, pareció tan terrible y tan cruel a todo el mundo fue que tratara el cuerpo sin vida de la mujer como se podría tratar un árbol caído en mitad de un bosque oscuro. Primero intentó apartar el cuerpo a un lado con el pie y luego, como parecía imposible, pasó torpemente por encima de él.
            Pisó directamente encima del brazo de la mujer. Luego se encontraría la marca descolorida donde se había posado su talón.
            Casi se cayó, pero luego su cuerpo se enderezó y siguió caminando, descendió las desvencijadas escaleras y echó a andar por las calles.
            Por suerte la noche se había despejado. El frío era más intenso y un viento helado se había llevado la niebla. Caminó, imperturbable, durante varias manzanas. Caminaba tan tranquilamente como ustedes, lectores, podrían hacerlo después de haber comido con un amigo.
            De hecho incluso se paró a comprar en una tienda. Recuerdo que el lugar se llamaba The Whip. Entró, se compró un paquete de cigarrillos, encendió uno y se detuvo un momento, aparentemente escuchando una conversación que mantenían unos cuantos desocupados en aquel lugar.
            Y luego arrancó de nuevo, avanzaba fumando su cigarrillo y pensando en su poema, sin duda. Después, llegó a una sala de cinematografía.
            Tal vez eso le conmovió. También él era una chimenea repleta de viejos pensamientos, jirones de poemas jamás escritos.... Dios sabe cuánta basura. A menudo había ido de noche al teatro en el que trabajaba la mujer para regresar andando con ella, y ahora la gente salía de un pequeño cinematógrafo. Habían visto una película llamada La luz de mundo.
            Wilson caminó y se perdió entre la multitud, fumando, y entonces se quitó el sombrero, miró un momento a su alrededor con ansiedad, y comenzó a gritar a pleno pulmón.
            Estaba allí de pie, gritando e intentando contar la historia de lo que acababa de suceder, a voces y con el aire incierto de quien intenta recordar un sueño. Estuvo así durante un momento y luego, tras correr un poco sobre el asfalto, se detuvo y volvió a empezar su historia. Fue solo después de que hubiera ido así, a breves impulsos, de regreso por la calle hasta la casa y hubiera subido la desvencijada escalera hasta donde yacía la mujer —con la multitud, curiosa, pisándole los talones— cuando apareció un policía y lo arrestó.
            Al principio, parecía nervioso pero luego estuvo muy tranquilo, y se rió ante la palabra demencia cuando el abogado que le habían asignado intentó elevar la súplica al tribunal.
            Como ya he dicho, su modo de actuar durante el juicio nos confundió a todos, pues parecía completamente indiferente ante el asesinato y ante su propio destino. Después de la confesión del hombre que había disparado, tampoco demostró guardarle ningún resentimiento. Había algo que él deseaba y que no tenía nada que ver con lo que había sucedido.
            Ya lo ven, antes de que encontrara a esa mujer él había estado vagando por el mundo, hundiéndose a sí mismo cada vez más hondo en los profundos pozos de los que habla en su poesía, construyendo el muro entre él y todos nosotros y haciéndolo cada vez más alto.
            Sabía lo que hacía pero no podía detenerse. De eso es de lo que hablaba, suplicando a quienes estaban a su alrededor. El hombre había surgido de un mar de dudas, se había asido por un tiempo a la mano de la mujer, y con su mano en la suya había flotado durante ese tiempo sobre la superficie de la vida, pero ahora sentía de nuevo que se hundía en el mar.
            Su modo de hablar y hablar, de parar a la gente y hablarle, de entrar en casa de la gente y hablarle, no era, así me lo parece, más que el esfuerzo al que estaba obligado después de eso para no volver a hundirse en el mar eternamente; me atrevería a decir que era la lucha de un hombre que se ahoga.
            En cualquier caso les he contado la historia del hombre, me he sentido impulsado a intentar contarles su historia. Había en él una suerte de poder, y ese poder lo había ejercido sobre mí, del mismo modo que lo había ejercido sobre la mujer de Kansas y sobre la desconocida muchacha jorobada que se arrodillaba en el suelo polvoriento y espiaba por el agujero de la cerradura.
            Desde que murió la mujer todos hemos intentado rescatar a Wilson del mar de dudas y enmudecimiento en el que sentimos que se hunde, cada vez más, en vano.
            Puede que me haya sentido impulsado a contar su historia con la esperanza de que escribiendo sobre él pueda entenderle. ¿Acaso no existe la posibilidad de que con la comprensión venga la fuerza necesaria para hundir un brazo en el agua y sacar al hombre Wilson de nuevo a la superficie?