Mostrando entradas con la etiqueta SUEIRO DANIEL. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta SUEIRO DANIEL. Mostrar todas las entradas

DAMIÁN RABAL Y EL VALLE DE LOS CAÍDOS


... Damián Rabal, hermano del actor Paco Rabal, trabajó como obrero en la construcción del Valle de los Caídos, junto al actor, su padre y un tío que murió de silicosis, enfermedad que acabó con la vida de buena parte de los que allí trabajaron (se estima su número en 20.000 hombres a lo largo de 20 años). Así contaba al escritor Daniel Sueiro, autor de La verdadera historia del Valle de los Caídos, el efecto que le produjo una visita de Franco a Cuelgamuros para inspeccionar la marcha de las obras:

«Y hay algo que recuerdo muy particularmente en aquella visita, de aquella situación vis a vis con Franco y su gente. Ante el derrotado que yo era, y además escondido, llega de repente la Victoria, la Victoria personificada, el hombre que ha ganado la guerra. Y llega como un olor, como un perfume; eso es lo que mejor recuerdo de aquel momento, el olor, el buen olor que tenían, el olor de la gente que vive bien, sencillamente. Tengo ese recuerdo como una obsesión. Era un extraño perfume, que nunca antes había conocido. Yo pensaba: esta es la gente que lo tiene todo, basta con ese olor. Era la máxima representación del triunfo, del éxito: un perfume. No exactamente un aroma, no, sino un perfume»...
Valle de los Caídos



«LA CARPA Y OTROS CUENTOS» - DANIEL SUEIRO

... fragmentos extraídos de "La carpa", novela corta incluida en el libro La carpa y otros cuentos, de Daniel Sueiro, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Viajamos en tren, en camión, en carro y a veces a pie. Depende. En esto, ya se sabe: hoy hay y mañana no hay. ¿Tarrasa? Pues Tarrasa. ¿Medina? Pues Medina. Vamos de un lado a otro echando mano a lo que se puede y poniendo la cara que mandan. Reus, Elche, El Escorial, Rota, Alcoy, Alepuz, donde le dio el ataque a Lorencito; Salamanca, Guernica, Betanzos, Bermillo de Sayago... De aquí para allá con los zapatos rotos y el hambre amaestrada en los largos, en los insensibles, somnolientos silencios del vagón de tercera. Caras pintadas, narices postizas, apolillados uniformes de santones y generales, billetes falsos, versos de Zorrilla, gritos, trampas, palabras, palabras, palabras... Incluso mujeres de guardarropía. Y maricas. ¡Qué negocio! Y, como nosotros, docenas y cientos de gentes de esta afición y de este oficio andan por los pueblos y por las ciudades, por las aldeas, por los caminos adelante, en verano e invierno, en Navidades, en Carnaval, en las fiestas de agosto y en las ferias de octubre, con el tinglado a cuestas y sin más gloria ni fortuna que las que ellas mismas se inventan. La farsa se detiene todos los años en Semana Santa. Baja el telón el lunes y no vuelve a levantarse hasta el sábado. En Semana Santa no se trabaja, y esos días dramáticos, nebulosos, agónicos, para nadie lo son tanto como para nosotros, los de la carpa. Aquel año nos cogió en Valladolid. Estábamos los nueve: Don Pancho, el director; Harry, el apuntador; Avilés Vinagre, Lucio, Veremundo, yo y las mujeres: «La Casta», Doña Pura y Milagritos. A Lorenzo, «El Calado», lo habíamos dejado enterrado en Mungía».

«Ellos aman el teatro. Lo llevan dentro, como una manzana puede llevar, comiéndola, un gusano. Sus padres también fueron así, y también sus abuelos. Nacieron en eso y sería una locura que ellos pensaran que había en el mundo alguna otra cosa que hacer, aparte de esa».

«Yo no amo el teatro. A mí el teatro siempre me importó un huevo. Cuando fui a verlos, en La Coruña, allá por el treinta y tantos, don Pancho y doña Pura, que entonces eran como dos «vedettes», me recibieron desde la cama, a la hora de la siesta.
Entré todo decidido y lo primero que vi fue una gran faja tubular de color rosa. Hablé con don Pancho, que ya entonces tenía compañía propia, y se lo dije. Doña Pura no me quitaba los ojos de encima. Les pregunté cuánto me iban a dar.
—¿Cuántos días resiste usted sin comer, joven? —me dijo don Pancho.
—No lo sé. Nunca hice la prueba.
—Pues hágala. Y cuando sea capaz de aguantar quince o veinte días, vuelva».

«MIS DIVAGACIONES SOBRE EL CUENTO» - DANIEL SUEIRO

«En el espacio y el tiempo de un cuento, con su tema o idea, con su pequeña anécdota, su breve argumento, sus fulgurantes personajes, sus hechos reales y también su belleza formal, debe tener cabida toda la filosofía de la vida y el concepto del mundo propios del autor. Así es que en los diez minutos que se tardan en leer las breves páginas de una de estas obras literarias, el autor debe haber comunicado a su lector su propio entusiasmo vital o su depresiva angustia, debe haberle confirmado en su creencia en Dios o haberle despertado de pronto la más honda sospecha de que Dios no existe, debe haberle comunicado su misma desesperación por ese hombre humillado o haberle despertado su solidaridad para la burla hacia ese otro humillador. Y todo esto de una manera casi física, de forma que casi llegue a sentirse tanto dentro del corazón, apretado, como sobre la piel, estremecida, fría y sudorosa. Todo lo cual resulta bastante difícil, y casi nunca se logra, ésa es la verdad» (…) 

«Después de leer un buen cuento no se puede leer otro por un momento, no se puede leer nada hasta que pase algo de tiempo. Hay que respirar hondo, cerrar el libro durante unos minutos, los ojos también, tal vez, y ponerse a pensar. Pensar profusamente hasta desentrañar el profundo sentido de las cinco, de las diez páginas compactas, enteras, completas, sin concesiones ni figuras, sin fugas ni engaños que acaban de leerse. En eso se distingue un buen cuento, creo yo: y cuando un libro de cuentos se lee de un tirón, sin pararse a meditar siquiera sea un segundo al acabar de leer cada uno de ellos, malo» (Mis divagaciones sobre el cuento, Daniel Sueiro)

"LOS CONSPIRADORES" - DANIEL SUEIRO

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:

Los conspiradores es “un libro de cuentos, relatos, narraciones cortas, o como se llame”, escrito por Daniel Sueiro. Además de escritor, Sueiro fue periodista y guionista, para televisión y para el cine con directores como Mario Camus, Martín Patino, Juan Antonio Bardem o Carlos Saura. Habitualmente se le incluye en la generación del medio siglo, si bien no es un autor demasiado conocido y eso pese a haber ganado en el año 1959 el Premio Nacional de Literatura, precisamente con esta obra, Los conspiradores. Lo cierto es que este libro, no se sabe si por mor de la censura o por la falta de valor de las editoriales de la época, no vería la luz hasta 1964, año en que se publicaría con algunos cambios.
La obra de Sueiro podría caer dentro de lo que se denomina realismo social. Sus relatos describen la vida durante la época franquista, en una España negra, negrísima por momentos, que el lector enseguida reconocerá. Según el autor, en todos estos cuentos hay una especie de conspiración para provocar una sensación de desasosiego en el lector, objetivo este que desde luego consigue. En ellos, Sueiro desliza su bisturí (o su cheira, según el caso) afilado, denunciando ciertas situaciones, despellejando personajes reconocibles, desplegando todo su humor, su ironía, su infinita mala leche, para ridiculizarlos. Es también notable el uso que hace de los diálogos, su capacidad para reproducir la manera de hablar de la calle. No es de extrañar que la censura se cebara con el autor gallego durante toda su carrera —desde siempre la grisura tiende a hacer desaparecer todo aquello que brilla—, lo cual no le impidió publicar, con retraso, otros libros de cuentos: La rebusca y otras desgracias, Toda la semana, El cuidado de las manos, Servicio de navaja; novelas cortas: Solo de moto; y novelas: La criba, La noche más caliente, Estos son tus hermanos, Corte de corteza y Balada de Manzanares.
El libro se abre con Los “cuentos de la vida actual” de Daniel Sueiro, un prólogo de Fernando Valls, en donde se habla sobre el autor y su obra, y luego vienen los relatos: diez.
Las siestas es un cuento en el que se nos describen dos mundos paralelos: el de una cuadrilla de obreros de la construcción y el de una pareja burguesa que vive en un chalet cercano a aquel en que la cuadrilla está construyendo, y cuya única preocupación parece ser disfrutar despreocupadamente de la vida. Hay una ventana y una persiana (dependiendo de la hora del día está más o menos subida) que comunica ambos mundos. A la hora de la siesta y bajo un calor abrasador (la climatología a menudo conspira contra los protagonistas de Sueiro), Rafaé, uno de los obreros, puede intuir todo lo que está pasando al otro lado de esa persiana, desarrollándose la narración a lo largo de un crescendo de tensión sexual.
Mi asiento en el tranvía está narrado en primera persona y nos habla de algo tan aparentemente vulgar como puede ser un viaje en el tranvía que el joven protagonista toma todos los días para ir y venir al trabajo. Una situación tan anodina no tarda en convertirse en toda una lucha de poder, en la pugna por hacerse con un asiento, algo que el rebelde personaje considera irrenunciable debido a su madrugón diario por hacerse con él. Sus oponentes son miembros de la sociedad biempensante, personas como Dios manda que no dudan en criticarle abiertamente. El desenlace es sorprendente.
Un cuarto de hora antes de que termine la jornada laboral, un conserje (con sus “andares de saltacharquillos o pollomojado”) se va hasta la parada del autobús para cogerle sitio a su jefe, Don Genarito (Sueiro utiliza los diminutivos para chancearse aún más). Este es el punto de partida de Hora punta, narración que tiene una estructura en forma de ronda, donde el tiempo parece detenido y el hecho central (el regreso a casa después del trabajo) está descrito desde el punto de vista de personajes variopintos: mecanógrafas, abrepuertas, camareros, cubanos conspiradores, homosexuales… No falta un personaje, el “escritor amigo de Hemingway” (trasunto del propio Sueiro), que observa la escena buscando inspiración para su obra.
El ruedo es un relato breve que describe el día a día en la vida de los mozos de carga, en los mercados, a la espera siempre de que les llegue su turno para descargar la mercancía de los camiones, y cuyo único patrimonio es la fuerza de sus brazos. Mientras, su vida transcurre en ese arrastrarse como toros cansados, “pesadamente por la arena del ruedo”.
La indemnización nos sumerge en la vida de Demetrio, al que una compensación económica parece cambiar su miserable existencia y la de su familia.
Eusebio, el trabajador de una imprenta, es el protagonista de Viaje en bicicleta. En un momento dado, impelido por una pulsión desconocida, Eusebio abandona su puesto de trabajo, toma su bicicleta y se echa a la calle, jacarero, canturreando cancioncillas, dejando atrás Madrid y pedaleando a lomos de su bicicleta —que amenaza con dejarlo tirado en cualquier momento— en dirección a la periferia, donde se encuentra su casa y su Valentina. El encuentro con su mujer está cargado de tensión.
No me voy a mover de aquí en toda la mañana, espero una llamada”, asegura don Luis, el personaje principal de El hombre que esperaba una llamada, al instalarse en el bar de Cándido. Don Luis, siguiendo la estela de aquel Bartleby, se mantendrá tozudo en su propósito en esta narración que recuerda al becketiano Esperando a Godot, y que es todo un fresco de los usos y costumbres de la vida en los bares. Desde mi punto de vista, es uno de los mejores relatos del libro.
El regreso de Frank Loureiro podría considerarse una novela corta. En sus 54 páginas se narra el retorno, procedente de Nueva York, del emigrante gallego-americano Frank Loureiro a Santa Marta, su tierra natal en Galicia. Poco a poco iremos conociendo su oscuro pasado y su no menos sombrío presente, donde todo ha cambiado y él no es el Frank rico, cargado de dólares y que cuenta dinero en forma de millones, olrrai… olrrai…, que había soñado ser (“¿Y para volver con esto hay que estar cuarenta años allá?”), sino más bien ese Francisco, bajito y feo, invisible a casi todos, de carácter huraño y mal beber, que apenas habla con otro que no sea él mismo.
En Dios está en todas partes, Sueiro arremete contra una Iglesia privilegiada y contra curas como don Tomé que amaestran y amansan a los pequeños, obligándoles a repetir el catecismo sin cuestionarse nada de lo que están diciendo.
Al fondo del pozo es otro de los grandes relatos de Los conspiradores. De clara inspiración kafkiana, esta vez se trata de un día de cobro para escritores, intelectuales y plumíferos que se dedican a hacer colaboraciones para el régimen, “todos agradecidos, porque aunque sea una mierda y estemos perdidos para siempre, hoy es día de cobro, hoy pagan”. El autor parece conocer bastante el mundillo del que está hablando, ese mundo de ventanillas, colas y pasillos, en torno a un patio central donde va a parar toda la mierda del edificio, la ceniza, las colillas y los escupitajos de autores de medio pelo. No queda títere con cabeza en este zoo de las letras, donde todos (incluido el protagonista narrador), en mayor o menor medida, han prostituido su vocación: el gran escritor decadente y frívolo, los escritores zurcidos y serviles, los poetas incontaminados, el ilustre académico, el escritor Independiente, ja, ja, el poeta social, o el mismísimo Lucio Páramo, “aquel que escribió: “El estupor de su cara se le reflejaba en el rostro”, con lo que hizo fama”. Mención especial merecen esos periodistas, el propio Daniel Sueiro lo fue, que en sus carteras tienen una inscripción: “JURO ante Dios, por España y su Caudillo, servir a la Unidad, a la Grandeza y a la Libertad de la Patria con fidelidad íntegra y total a los principios del Estado español, sin permitir jamás que la falsedad, la insidia o la ambición fuercen mi pluma en la labor diaria”.
Una vez leído el relato no es extraña la evolución que habría de seguir el propio Sueiro, antes de su muerte en 1986, decantándose más hacia el reportaje histórico, de testimonios y documentos, muy crítico hacia la pena de muerte, en contra de la cual escribió varios libros: El arte de matar, Los verdugos españoles (que daría pie a Queridísimos verdugos, la película de Martín Patino), y La pena de muerte: ceremonial, historia, procedimientos. En cuanto a su pertinaz compromiso político queda patente en obras como La verdadera historia del Valle de los Caídos, Historia del franquismo y La flota es roja.
El libro incluye un Apéndice con dos piezas: Autorretrato, donde Sueiro se despelleja amablemente a sí mismo, y Mis divagaciones sobre el cuento, donde habla sobre su modo de entender el relato.

"MIS DIVAGACIONES SOBRE EL CUENTO" - DANIEL SUEIRO

Hay gente que distingue un relato de una narración y sabe diferenciar la narración y el relato del simple cuento. Esto es admirable, pero no significa gran cosa a la hora de ponerse a escribir una de estas piezas literarias, ni tampoco a la de disponerse a leerla. Es sin duda el relato breve, o lo que entendemos por tal, el género literario del que el público español se siente más desligado. ¿Por qué seguimos cultivándolo, entonces? ¿Por qué seguimos escribiendo cuentos?
Por lo que a mí respecta, como autor de cuentos, debo decir que escribo estos cuentos de vez en cuando para probarme a mí mismo que sigo siendo capaz de superar una de las pruebas más difíciles que se pueden proponer a un profesional de la literatura.
Para escribir una de estas narraciones, no creo que se necesite tener toda una larga y compleja historia que contar, pero tampoco me parece que sea suficiente disponer de una mera situación en la mente. Una gran acumulación de datos, de personajes, de paisajes y tiempos históricos distintos puede configurar una crónica magistral, una novela; y por el contrario, de la simple situación estática y desconectada de toda acción, lo mejor que puede salir es una bella estampa o un alarde de descripción. En un caso, hay cosas que sobran; en el otro, cosas que faltan. Para escribir uno de estos cuentos, lo que yo creo que se necesita tener es un tema, o, si se quiere, una idea, pero sólo una. Por eso es difícil que un autor pueda escribir más allá de media docena de buenos cuentos en su vida, entre los cientos y cientos de cuentos que puede escribir. Un buen cuento que sea algo más que un ejercicio de pluma o una acumulación de hechos, puede escribirse en un día, en una mañana, pero sin duda ha debido de estar madurando durante semanas y aún meses. Dedicarse a escribir cuentos sólo porque constituyen un género breve y expeditivo, que se pueden liquidar en una sobremesa o en una noche, en cualquier rato libre, me parece una gran equivocación; los escritores que tienen otras muchas ocupaciones importantes y carecen de tiempo para la literatura deben dedicar el que tengan a pergeñar largas novelas redactando un capítulo por día, nunca a escribir cuentos o relatos breves.
Un cuento es una prueba de fuerza; no digo que haya que estar en trance para escribirlo, pero sí hay que ponerse en tensión.
Una de las características personales más desfavorables para un buen narrador, a mi juicio, es que sea un buen conversador, un gran charlatán; y peor todavía si tiene gracia, ingenio o dramatismo hablando. Todo eso hay que tenerlo, sí, pero a la hora de escribir. Las ideas o los temas de los cuentos no nacen para andar comunicándolos en las tertulias ni para soltarlos a las primeras de cambio, no, los cuentos hay que escribirlos, y no sólo eso: hay que escribirlos bien, y en esto está una de las peores dificultades de este oficio. Un mal tema para un relato puede ganar mucho si se cuenta bien en una conversación de amigos, entre copas y buena disposición; una buena idea para un cuento se puede destrozar, por el contrario, mal contada en un momento de depresión por un tartamudo, que es lo que solemos ser los narradores. Estoy seguro de que se han dejado de crear muchos buenos relatos porque los temas o ideas en que iban a basarse fueron mal contados de viva voz delante de la barra de un bar por un escritor impaciente y débil a un interlocutor desinteresado y aburrido; como lo estoy asimismo de que se ha gastado demasiado papel en intentar dar forma literaria a algo que no podía pasar de ser un chiste o un sucedío para contar con gracia en una excursión.
Para mí, el cuento no es sólo eso que nos dicen que ocurre, que está ocurriendo o va a ocurrir; es el modo cómo ocurre, y aún más: el modo cómo nos dicen que ocurre. El cuento es una pequeña pieza literaria con principio y fin en sí mismo; en su corta extensión no cabe que despierte nuestro interés por una gran serie de hechos que excederían su contextura; en su prieta densidad, tampoco puede interesarnos sólo por su forma expresiva. Ha de unir ambas dimensiones, los dos aspectos. Pero, ¿cómo? Cada cual tiene su toque personal, y en ese toque o falta de toque está el misterio y la razón de que haya tan pocos cuentos excelentes y tan pocos buenos cuentistas en medio de tantos y tantos vastos cultivadores del breve e insignificante género.
En el espacio y el tiempo de un cuento, con su tema o idea, con su pequeña anécdota, su breve argumento, sus fulgurantes personajes, sus hechos reales y también su belleza formal, debe tener cabida toda la filosofía de la vida y el concepto del mundo propios del autor. Así es que en los diez minutos que se tardan en leer las breves páginas de una de estas obras literarias, el autor debe haber comunicado a su lector su propio entusiasmo vital o su depresiva angustia, debe haberle confirmado en su creencia en Dios o haberle despertado de pronto la más honda sospecha de que Dios no existe, debe haberle comunicado su misma desesperación por ese hombre humillado o haberle despertado su solidaridad para la burla hacia ese otro humillador. Y todo esto de una manera casi física, de forma que casi llegue a sentirse tanto dentro del corazón apretado, como sobre la piel, estremecida, fría y sudorosa.
Todo lo cual resulta bastante difícil, y casi nunca se logra, ésa es la verdad.
Pero un lector de esas piezas literarias sabe tan bien como su autor que cuando un cuento es bueno, al pasar la última de sus páginas, se siente algo. No es interés por los hechos relatados, cariño o desprecio por los personajes, gusto por la forma en que están unidas las palabras, cosas que se pueden sentir después de leer una novela o un poema; no, es otra cosa. Se siente una emoción extraña, algo así como una especie de vértigo. Una sonrisa que asoma a los labios, o al revés; una intensa rabia, un desesperado rencor. Una suave humedad en los ojos, o bien la sequedad y la dureza más absoluta en ellos.
Después de leer un buen cuento no se puede leer otro por un momento, no se puede leer nada hasta que pase algo de tiempo. Hay que respirar hondo, cerrar el libro durante unos minutos, los ojos también, tal vez, y ponerse a pensar. Pensar profusamente hasta desentrañar el profundo sentido de las cinco, de las diez páginas compactas, enteras, completas, sin concesiones ni figuras, sin fugas ni engaños que acaban de leerse.
En eso se distingue un buen cuento, creo yo; y cuando un libro de cuentos se lee de un tirón, sin pararse a meditar siquiera sea un segundo al acabar de leer cada uno de ellos, malo.

"QUERIDÍSIMOS VERDUGOS" - BASILIO BARTÍN PATINO

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/article4823.html

Ubi est mors victoria tua? (¿Dónde está, muerte, tu victoria?)
Queridísimos verdugos es un documental rodado de manera clandestina durante los últimos años del franquismo por el salmantino Basilio Martín Patino, autor de películas interesantes y comprometidas (Nueve cartas a Berta, Canciones para después de una guerra, Octavia, Caudillo…), si bien (para desgracia de todos) no siempre merecedoras del gusto del público. La película está inspirada en el libro Los verdugos españoles, de Daniel Sueiro, cuya obra ha sido también venero para otros cineastas, como Carlos Saura, Mario Camus o Juan Antonio Bardem. Queridísimos verdugos nos sumerge en las vidas de tres de los últimos verdugos españoles, o más bien "ejecutores de sentencias", como prefieren ser llamados. Hagamos un poco de historia:

El pacense Antonio López Sierra (el Corujo) fue el verdugo titular en la Audiencia Territorial de Madrid entre los años 1949 y 1975. Se dice que es el responsable (o tal vez habría que decir que le han cargado el muerto) de una veintena de ejecuciones. Pese a ser un "administrador de justicia", su pasado, como su profesión, es más bien oscuro: soldado del ejército nacional durante la Guerra Civil española, empleado de matadero, estraperlista, contrabandista y voluntario de la División Azul. Entre otros trabajos, fue el ejecutor, el 2 de marzo de 1974, de Salvador Puig Antich.

El también natural de Badajoz y amigo del anterior, Vicente López Copete, fue verdugo titular de las Audiencias Territoriales de Barcelona, Aragón y Navarra entre los años 1953 y 1974. Antes de dedicarse profesionalmente a aplicar la justicia se ocupaba, junto al anterior, de recorrer las ferias vendiendo caramelos y perpetrando pequeñas estafas.

El tercero de este lúgubre trío de «agentes especiales » es el sevillano Bernardo Sánchez Bascuñana. Verdugo titular de la Audiencia Territorial de Sevilla entre los años 1949 y 1972, se le atribuye la muerte de 17 reos, que fueron «traspasados a la eternidad» (según su propia jerga) en Andalucía y Extremadura. Poeta de enfático declamar era también un hombre muy religioso. Se dice que antes de ejecutar al reo se interesaba por su caso y por el estado de su familia. Bernardo es el más veterano de los tres y el que con su savoir faire inició en el noble oficio a los otros dos.

En la película los tres verdugos se reúnen y, como suele ocurrir en las reuniones de compañeros de trabajo, terminan hablando, ante la cámara y con total desenvoltura, precisamente de eso, del trabajo: sobre su profesión (detalles técnicos incluidos), sobre la Justicia, sobre la pertinencia o no de la pena de muerte, sobre el garrote vil… Lo sorprendente es que lo hacen mientras se están poniendo hasta arriba de comida y de vino, en el interior de una bodega repleta de barriles o en la terraza de un restaurante, sin que el tema de la conversación les quite un ápice de su voraz apetito, de su insaciable sed. De hecho, hacia el final de la película, los ejecutores parecen estar bastante borrachos. La charla se ve salpicada de vez en cuando por algún poema de Bernardo, ese poeta de la muerte al que los otros dos reconocen su magisterio.

El aspecto de los tres protagonistas no puede ser más vulgar; coloquial, su manera de hablar. Lo que hace que estos tipos tan comunes sean interesantes a ojos del espectador es precisamente su oficio: matar personas. Conocida esta circunstancia es cuando hasta el más mínimo de sus gestos se nos antoja inquietante, y no deja de sorprender que hombres tan cotidianos, que tienen familias, sean capaces de hacer, con sus propias manos, lo que hacen. Esto resulta aun más perturbador al saber que estos "administradores de justicia" no siempre estuvieron del lado bueno de la ley. Idéntica atracción/repulsión es la que parece sentir el resto de la sociedad: pese a lo "necesario" de su trabajo, nadie quiere tener tratos con semejantes hombres, hasta el punto de ser tan despreciables como las personas a las que ellos mismos ajustician.

En otros fragmentos de la cinta vemos a los ejecutores recorriendo algún lugar relacionado con los hechos, como si de detectives en plena búsqueda de pruebas se tratase, o como si ellos mismos tuviesen en sus manos la facultad de decidir sobre el bien y el mal.

La cinta está recorrida por los titulares de los periódicos de la época, en lo que constituye una auténtica crónica negra de aquellos tiempos, con asesinatos y delincuentes que han terminado por convertirse en clásicos: el Lute, el Jarabo…, y donde la expresión más repetida es la de «Sentencia cumplida». También aparecen testimonios de personajes implicadas de una manera u otra en la aplicación de la justicia: testigos, familiares, abogados, médicos expertos, empleados de prisiones… Si los crímenes de una sociedad describen también a esta sociedad, Queridísimos verdugos es un fresco, uno cutre y casposo, solanesco, infestado de religión malentendida, de represión, de rencor, de ignorancia y superstición, de «el que la hace la paga»… que retrata a la perfección la dictadura franquista. A los pobres familiares que les tocaba enfrentarse a la posible muerte del condenado, en las garras de verdugos tan groseros, solo les quedaba una última instancia: el indulto del mismísimo dictador, elevado así casi a la categoría de un dios.

Mención especial merece en la película nuestro particular y carpetovetónico instrumento de ejecución: el garrote vil. Si los crímenes definen a una sociedad, qué decir de las técnicas empleadas en los patíbulos. Bien ejecutado, dicen los protagonistas, el garrote vil no tiene por qué ser especialmente doloroso, "apenas unos segundos…". Eso sí, el cuerpo del reo se desmadeja después como lo haría un acordeón. Y todo esto suponiendo que la técnica haya sido bien ejecutada, no vaya a ocurrir como en el caso del Jarabo, quien no se sabe si por lo robusto de su cuello o por una mala factura de Antonio López Sierra, estuvo agonizando durante largo rato.

Con la frase «En memoria de tanto dolor» (en la que Basilio Martín Patino parece resumir su opinión sobre el tema), se cierra la película. La pena de muerte fue abolida en España en 1932, durante la Segunda República. Restablecida en octubre de 1934, para delitos de terrorismo y bandolerismo, estuvo siendo aplicada con una regularidad ejemplarizante en tiempos de la dictadura. Las últimas ejecuciones fueron las perpetradas contra dos miembros de ETA y tres del FRAP, fusilados el 27 de septiembre de 1975.

Otras películas españolas que abordan el tema son: El verdugo (1963), de Luis García Berlanga; La muerte de nadie (El enigma de Heinz Ches) (2004), de Joan Dolç, y Salvador (Puig Antich) ( 2006), de Manuel Huerga. En cuanto a la larga lista de víctimas de los tres protagonistas, verdadero y funesto CV, se puede consultar en Internet.