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"CRÍMENES EJEMPLARES" (y II) - MAX AUB


Más Crímenes Ejemplares de Max Aub:

De la serie “Suicidios”

—Dormir es suicidarse un poco cada noche.
—Usted es soltero.
—¿Cómo lo sabe?

Llámanlo el sueño eterno. Como padezco horriblemente de insomnio, pruebo.

Me suicido para que hablen de mí.

De la serie “Gastronomía”

Esa hormiga odiaba al león. Tardó diez mil años pero se lo comió todo, poco a poco, sin que él se diera cuenta.

De la serie “Epitafios”:

De un resignado:
Siempre abajo, no le cogió de nuevo.

De la serie “Dos crímenes barrocos”:

Pienso, luego soy, dijo el hombre famoso. Los árboles de mi jardín son, pero no creo que piensen, con lo que se demuestra que el señor Renato no estaba en su sano juicio y que lo mismo sucede con otros seres: mi suegro por ejemplo: es y no piensa, o mi editor que piensa y no es. Y si lo ponemos al revés, tampoco es cierto. No existo porque pienso ni pienso porque existo. Pensar es cierto, existir es un mito. Yo no existo, sobrevivo, vivir —lo que se dice vivir— sólo los que no piensan. Los que se ponen a pensar no viven. La injusticia es demasiado evidente. Bastaría pensar para suicidarse. No; don Descartes: vivo, luego no pienso, si pensara no viviría. Hasta se podría hacer un bonito soneto: Pienso luego no vivo, si viviera, no pensara, señor…, etc., etc. Si para vivir se necesitara pensar, estábamos lucidos. Pero, en fin, si ustedes están convencidos de que así es, soy inocente, totalmente inocente ya que no pienso ni quiero pensar. Luego si no pienso no soy y si no soy ¿cómo voy a ser responsable de esa muerte?

"CRÍMENES EJEMPLARES" (I) - MAX AUB



Estos son algunos de los "crímenes ejemplares" que Max Aub incluye en su obra, editada por Editorial Calambur:

Se mondaba los dientes como si no supiese hacer otra cosa. Dejaba el palillo al lado del plato para, tan pronto como dejaba de masticar, volver al hurgo. Horas y horas, de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de adelante para atrás, de atrás para adelante. Levantándose el labio superior, leporinándose, enseñando sus incisivos —uno tras otro— amarillentos; bajándose el inferior hasta la encía carcomida: hasta que le sangró; un poco nada más. Le transformé la biznaga en bayoneta, clavándosela hasta los nudillos.
Se atragantó hasta el juicio final. No temo verle entonces la cara. Lo gorrino quita lo valiente.

¿Ustedes no han tenido nunca ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos.

Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga a hablar, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.

Salimos a cazar patos silvestres. Me agazapé en el tollo. ¿Qué me empujó a apuntar a aquel hombre rechonchito y ridículo, con sombrero tirolés, con pluma y todo?

Le pedí el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas, por el suelo, no son una buena combinación.

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

Me sacó siete veces seguidas a bailar. Y no valían argucias: mis padres no me quitaban ojo. El imbécil no tenía la menor idea de lo que era el compás. Y le sudaban las manos. Y yo tenía un alfiler, largo, largo.

Resbalé, caí. La corteza de una naranja tuvo la culpa. Había gente, y todos se rieron. Sobre todo aquella del puesto, que me gustaba. La piedra le dio en el meritito entrecejo: siempre tuve buena puntería. Cayó espatarrada, enseñando su flor.

Lo maté por idiota, por mal pensado, por tonto, por cerrado, por necio, por mentecato, por hipócrita, por guaje, por memo, por farsante, por jesuita, a escoger. Una cosa es verdad: no dos.

Matar, matar sin compasión para seguir adelante, para allanar el camino, para no cansarse. Un cadáver aunque esté blando es un buen escalón para sentirse más alto. Alza. Matar, acabar con lo que molesta para que sea otra cosa, para que pase más rápido el tiempo. Servicio a prestar hasta que me maten; a lo que tienen perfecto derecho.

De mí no se ríe nadie. Por lo menos ése ya no.

LAS ARMAS Y LAS LETRAS (18) - Max Aub, ¿la "visión de los vencidos"?


En la pág. 438 de "Las armas y las letras", de Andrés Trapiello, se puede leer lo que sigue sobre Max Aub:

"A los pocos meses de estallar la guerra se le nombró delegado cultural en la embajada de París, y luego comisario adjunto del Pabellón Español en la Exposición de París de 1937.
Entre las comisiones no desdeñables que Max Aub tuvo que llevar a cabo como comisario adjunto, estuvo la de montar el estreno de Así que pasen cinco años, de Lorca, y la de pasarse por el estudio de Picasso para ver cómo iba el cuadro, el Guernica, que Renau le había encargado para el pabellón español al pintor malagueño. Picasso, como se sabe, realizó en París su célebre Guernica y Max Aub fue el responsable de pagarle en nombre de la República doscientos mil francos, "cantidad considerable en aquel momento y que suponía un diez por ciento del coste total del pabellón, que ascendió a dos millones de francos", según se nos informa en reciente monografía sobre dicho cuadro, y cantidad, por cierto, que el futuro comunista Picasso tuvo el santo cuajo de cobrarle al pueblo español, a quien dijo servir en ese cuadro.
Durante la guerra Max Aub, que se había encargado de El Búho, una especie de La Barraca en Valencia, escribió algunas breves dramatizaciones, que llamó "teatro de circunstancias", y colaboró en las publicaciones habituales del momento, pero fue después de la guerra, en el exilio mejicano, cuando se ocupó por extenso de aquellos tres años, que noveló, como un tema recurrente, en muchos de sus libros, viniendo a ocupar, tal vez, el mismo lugar que en España García Serrano, jóvenes belicópatas a los que la guerra dio un contenido y una obsesión para el resto de sus vidas o, como decía Gaya, para quienes la guerra, más que una tragedia, fue su gran oportunidad, de la que siempre vivirían, como rentistas. El mismo Max Aub vendría a estar de acuerdo, cuando afirmó que "sin la guerra habría sido solo un estilista". La guerra le convirtió en un conspirador casuista, sin embargo, y el exilio, en absoluto benévolo con él, en un ser amargo con su victimismo a cuestas."

Y en la pág. 441, en referencia a su obra Campos:

"No existe una diferencia tajante entre historia y ficción", dirá Aub en una entrevista de 1963. "Toda historia da cabida a la ficción, del mismo modo que yo doy en mis novelas y cuentos cabida a la historia. Todas las novelas, las buenas novelas, son históricas. Es imposible reconstruir la realidad objetiva e imparcialmente porque todas la vemos e interpretamos de manera distinta. Un historiador es siempre un novelista [...]. Lo que yo hago en esta novela y en las otras que tratan de la guerra civil, puede calificarse, históricamente, como la "visión de los vencidos".
Con esta declaración Aub trataba de ganar el cielo por el camino de las buenas intenciones. Así no es sencillo ser historiador sin traicionar a la verdad ni novelista sin traicionar a la historia. Finalmente los Campos acabarían por ser otro modo de propaganda, tal vez más desesperada, perdida ya la guerra como estaba, y un modo también acaso vano de reescribir la historia. Sus novelas de la guerra, barrocas, broncas, especiadas y por momentos arcaizantes recuerdan un ruedo ibérico sin la cadencia musical de Valle; no podrán ser tenidas en cuenta como crónicas y acaso tampoco como novelas; la literatura no determina quién es el vencedor o el vencido; sí la vida, desde luego. Aub terminaría siendo de los vencedores; acabó entrando en la academia, como quería, y de forma aún más apoteósica: sin tener que presentarse, después de muerto, en un discurso y con muchos fracs alrededor."