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"EL PRIMER TERCIO" - NEAL CASSADY

Los siguientes textos están extraídos del libro El primer tercio, de Neal Cassady, publicado en la editorial Anagrama. Los dos primeros forman parte de la sección Fragmentos que incluye textos aislados del autor, que no forman parte de la novela El primer tercio. Ambos textos breves poseen una indudable carga poética. En el primero se describe el vértigo, la atracción por la oscuridad, por el desplazamiento... en este caso, desde un tren.
El segundo, Recuerdo..., tiene la ligereza y la profundidad de un haiku.
En cuanto al tercer texto, es un fragmento de la novela El primer tercio. En él, Cassady nos revela las sensaciones que durante su infancia experimentaba en el Zaza, el cine más cutre de su ciudad natal, Denver.
 
MARCHANDO DE L.A. EN TREN POR LA NOCHE, ALTO...

Calles oscuras, cientos de coches silenciosos aparcados casi demasiado cerca de las vías, edificios gigantes, muchos todavía iluminados, acechando ahora con una silueta oscura, casas aisladas, casas de tierra, de ruido, alegres, luego oscuras, las oscuras; uno se pregunta en qué trabajan los dueños. Carteles, carteles, bebe esto, come eso, usa toda clase de cosas, TODOS, lo mejor, lo más barato, lo más puro y más satisfactorio de todos sus similares disponibles. En todos los horizontes destellan luces rojas, señales para aeroplanos; pasan coches relampagueando, más luces. Trabajadores reparan la conducción del gas, señales, señales, luces, luces, calles, calles; es la oscuridad entre todo eso lo que te atrae... ¿Qué está sucediendo ahí en ese momento? Qué cosas ocultas, quizás gloriosas, están sucediendo y perdiéndose para siempre. La congestión afloja, un cono de gran amplitud se va alargando ante el tren, ahora uno ha dejado el centro y su núcleo pasa rápido mientras la maquinaria de en medio termina su labor de engranaje y nos ponen en manos del preciso sistema de bloqueo automático. El laberinto de días se ha desliado de sus redes cruzadas de intelectualidad ferroviaria para convertirse en simple dignidad de línea principal; esas cintas de indicador preciso incesantemente revisadas, respetadas, temidas. ¡Oh, interminable alta vía de la intriga!

RECUERDO...

Recuerdo estar inusitadamente pensativo aquella tarde de mayo. Quizás fuera el calor del primer día templado de primavera que, encontrándose con la sangre gruesa del invierno, forzaba una dilución que subía hasta el cerebro titubeante por el esfuerzo de los últimos seis meses para superar la congelación, y el adelgazamiento de la sangre largo tiempo ausente agitaba un deseo debilitante de cosas más suaves, una nostalgia, incluso una muerte, una precognición, si queréis...

"EL PRIMER TERCIO" (EXTRACTO)

Aquel cine era con toda seguridad el peor de Denver y su clientela estaba a la altura correspondiente de pobreza. Si pagaba los diez centavos de la entrada (excepto los niños, que pagaban sólo cinco), cualquiera podía sentarse en aquel sucio local y contemplar la magia de Hollywood durante más de medio día sin ver dos veces la misma escena. De todos los cambios sensoriales al pasar directamente de la peluquería al teatro, lo que mi memoria retiene con más agudeza es el contraste de olores. Del dulce perfume de lociones y colonia estaba uno en un instante sumergido por completo en un hedor indescriptible, porque bajo el techo del Zaza flotaba suspendida una peste abrumadora a cosas.
Naturalmente que sólo puedo acordarme de una parte de las muchas que componían aquel Gran Olor, y no puedo por tanto imaginar totalmente su procedencia, pero sí recuerdo perfectamente que en aquella combinación desconocida prevalecía sobre los demás un extraño almizcle que subía como de unos depósitos ocultos bajo el polvo solidificado del suelo. Rebotaba de pared intocable en pared intocable e invadía en oleadas sin obstáculos la breve barandilla del anfiteatro. El olor compartido de cada espectador se sumaba al conjunto propio del edificio y formaban así una múltiple y complicada podredumbre que permeaba las narices con tanta potencia que, mientras luchaba por acostumbrarme, inhalaba la menor cantidad de aire posible por la boca abierta.
Los programas, por supuesto, eran sobre todo del Oeste, y de todos los vaqueros de la pantalla mi héroe era Tim McCoy, pero como me gustaba la música me acuerdo mejor de otros «Favoritos a diez céntimos» que fui viendo en el Zaza a los largo de los años siguientes y que eran musicales de lujo: Volando a Río con Astair y Rogers; una con Bobby Bren en que glorificaba el Mississippi con su voz de soprano adolescente mientras paseaba por sus orillas, The Ziegfield Follies, etcétera. Hubo unas cuantas inolvidables de otro tipo, como King Kong y El Hijo de King Kong, con todos aquellos dinosaurios aterradores... ¡Vaya!, estuve meses después de esa película repitiendo sin parar en un canturreo un juego de palabras que había oído: «King Kong juega al ping-pong con su ding-dong».

"UN DÍA, MIENTRAS REVISABA EL TREN..." - NEAL CASSADY

El siguiente relato está incluido en el libro de Neal Cassady titulado El primer tercio, editado en español por Anagrama. Neal Cassady es un elemento básico dentro de la generación beat, pues, si bien no es conocido por sus escritos (sólo se publicó el mencionado El primer tercio), aparece como personaje en algunas de las obras fundamentales de los autores de dicho grupo, que eran amigos suyos: es el Dean Moriarty de En el camino, de Jack Kerouac; el Cody Pomeray de Visiones de Cody, también de Kerouac; el N.C. al que está dedicado Aullido de Alleng Ginsberg; el Cowboy Neal que conduce el autobús Furthur, en el que viajan Ken Kesey y los Merry Pranksters, en Ponche de Ácido Lisérgico de Tom Wolfe... Sus viajes y su modo de vida —con varios matrimonios y una sucesión de trabajos alimenticios—, además de su carácter enérgico y nómada, fueron, en parte, inspiradores de la filosofía beatnik y su idea de eterno movimiento.


Un día, mientras revisaba el tren comprobando frenos bloqueados, etcétera, me subí arriba par revisar los indicadores de un tren que pasaba (nuestro orgullo, el Daylight, número 99) y encima del vagón frigorífico vi a un vagabundo. Veo por lo menos a diez o veinte vagabundos cada día; sin embargo, yo estaba realmente colocado, el sol calentaba agradablemente y me quedaba casi una hora de espera hasta que arrancase mi tren, así que me senté junto a aquel tipo y charlamos. De pronto empezó a contarme sus alucinaciones; eran una colección de las ideas de vagabundo medio corrientes como lo de que cuando llegó a San Francisco echó a andar por la calle Mission y cuando vio un coche de la policía creyó que oía al guardia anunciar por el altavoz, mientras su compañero pasaba conduciendo lentamente, estas palabras una y otra vez: «Ha llegado la hora, todo el mundo cuerpo a tierra para no sufrir heridas cuando estalle el sol.» Su mente oyó esas palabras, pero sus emociones le hicieron sentir que, en realidad, los polis se dirigían directamente a él para detenerlo porque llevaba la bragueta abierta (la cremallera estaba rota y no tenía imperdibles para cerrarla), así que corrió a esconderse en un pasaje, pero el coche entró por allí también, así que se largó de San Francisco y cogió un mercancías para Watson Bill. Ésta es la más sencilla y creíble de sus imágenes. Todo empezó después de haber tenido una mala cogorza y llevar cuatro días sin comer. Estaba en los muelles de carga de Sacramento y se subió a un vagón abierto para tumbarse. El mundo parecía normal y no había señal de que algo raro fuese a suceder. Empezó despacio y con normalidad, lo corriente en la cabeza de uno recibiendo el sonido de una gran máquina de vapor que pasa lentamente y va organizando sus bufidos conforme a un ritmo y luego poniendo una frase corta en ese ritmo. La acentuación específica de una máquina de vapor es bien conocida (como: es un negro, es un negro, una vez y otra, con el acento en la primera palabra, y por supuesto si uno se queda con ello lo suficiente ya puede poner los acentos en cualquier sitio porque el escape de la locomotora cambia por la cantidad de presión, igual que un cambio de marchas) y mucha gente se pone a crear una frase que haga juego con el ruido de la máquina, así que se aburren de la perspectiva y renuncian. Aquel vagabundo empezó de ese modo, su frase era «mo me llamo, mo me llamo»; quedó atascado en esas palabras mientras pasaba la locomotora y no intentó responderse a sí mismo porque era innecesario. Y una vez se alejó la máquina se preguntó a sí mismo ociosamente «¿Cómo me llamo?», y se quedó pasmado al descubrir que no lo sabía. Pensó que se había olvidado por un momento y su mente comenzó a luchar confiando en dar con la respuesta. Continuó rebuscando en su memoria las palabras que formaban su nombre. Como no lo lograba, probó sonidos que pudieran ser parecidos, John, Juan, etcétera; luego probó diferentes palabras: John, Peter, etcétera. Finalmente, se agotó a sí mismo allí tumbado en el vagón. Se imaginó que se dormiría y cuando despertase le vendrían las palabras. Aquello también falló, así que le entró el pánico. Dijo que sentía un ansia incontrolable de saltar y echar a correr tan lejos y deprisa como fuera posible, pero que al mismo tiempo sentía una incapacidad igualmente incontrolable de moverse. Entonces el tren que estaba al lado empezó a moverse, de modo que se esforzó en cogerlo y, sin preocuparse de adónde lo llevaría, permaneció tumbado intentando recordar su nombre haciendo memoria de su pasado, incluido lo que había hecho últimamente. Se acordaba de pocas cosas de su vida de antes, pero sí recordó con facilidad lo sucedido recientemente. Había estado por una tierra de nadie en el valle de San Joaquín recogiendo fruta. Una vez hubo juntado unos ahorros se fue a Sacramento y se enrolló y se hizo amigo del encargado de un bar. Pocos días después alguien se coló en su habitación y le robó el dinero y los zapatos. El del bar le dio unos zapatos viejos y le emborrachó por cuenta de la casa. Después se fue a los muelles de carga a coger un tren para Salinas (al sur de Watsonville), etcétera, etcétera.