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"UNA CAÑA DE PESCAR PARA EL ABUELO" - GAO XINGJIAN

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:

Una caña de pescar para el abuelo es un magnífico libro que reúne seis relatos del autor chino (y Premio Nobel de Literatura en el año 2000) Gao Xingjian.
¿Y quién es Gao Xingjian? A veces vivimos tan ensimismados en nuestras propias vidas, en nuestra cultura, en nuestro país, que no sabemos lo que ocurre al lado, y mucho menos lo que acontece en un país tan lejano geográfica y culturalmente como China, si bien Xingjian vive actualmente en Francia como refugiado político. Nacido en China en 1940, Xingjian derrama su talento en diferentes campos: la literatura (prosa y poesía), el teatro, la pintura… De hecho, las portadas de algunos de sus libros (como ocurre en este caso) son imágenes de cuadros realizados por él mismo. Traductor de francés (ha traducido entre otros a Ionesco) y dramaturgo en su juventud, empezó a tener problemas con la censura hasta el punto de ver cómo sus obras eran prohibidas. Es entonces cuando decide dejar su país y refugiarse en Francia.
Los cuentos incluidos en el libro fueron escritos entre 1983 y 1990, por lo que se observa la evolución de su estilo a lo largo de ese periodo. Quizás las características más evidentes sean la presencia del monólogo interior o flujo de conciencia, el uso de la capacidad de evocación del lenguaje (mucho más sugerente en la lengua china por su ambigüedad) y el deseo permanente de experimentación, que le lleva a moverse por zonas que, si bien ya han sido descubiertas previamente, no están muy transitadas. En todos ellos un suceso cotidiano provoca una reflexión profunda o una evocación de otros hechos. Además, Xingjian inserta de manera sutil críticas a ciertos comportamientos de la sociedad china de su tiempo (internamiento en campos de reeducación, autoritarismo de la policía…) y aboga claramente en defensa de la naturaleza.
El primer relato es El templo de la Bondad Perfecta y es, desde mi punto de vista, el más flojo del conjunto. Narra la historia algo cursi de una pareja de recién casados que experimenta la plenitud y la libertad (dentro de los márgenes que concede el gobierno chino) de su luna de miel. Llegan hasta una localidad desconocida y deciden quedarse allí durante un tiempo. Ascienden hasta lo alto de una colina para contemplar el templo que da nombre al relato. Es allí donde su felicidad sin límites se da de bruces con la tristeza infinita de un anciano con una vida familiar tan trágica como desconocida para los protagonistas (y para el lector). Xingjian, al más puro estilo de la teoría del iceberg de Hemingway, juega en este relato y en otros a escamotear cierta información que es vital para entender la historia y que impulsa a esta hacia delante.
El accidente narra una situación trágica, un accidente de tráfico, y a partir de él hace una radiografía de la sociedad china. Diferentes personajes de diverso pelaje y procedencia opinan y reaccionan de manera distinta ante el mismo hecho: el accidente. Contiene algunos diálogos llenos de humor y una reflexión final sobre el azar, el destino, la moral, la filosofía…
El calambre es la historia de un hombre que se zambulle en el mar y allí es sorprendido por un calambre que le dificulta el regreso a la orilla. En esta situación límite el protagonista deberá intentar dejar de lado sus reacciones más calientes y usar toda la frialdad de su pensamiento racional para intentar volver hasta la playa, mientras recuerdos de todo tipo inundan su cabeza, y la vida y la muerte, como dos caras de la misma moneda, pugnan por salirse con la suya.
En el parque es casi completamente un diálogo entre un hombre y una mujer que se vuelven a encontrar en un parque después de mucho tiempo sin verse. A unos metros de ellos hay otra mujer sentada en un banco, todo indica que está esperando a un hombre. A partir de ambas situaciones paralelas, entretejiéndolas hábilmente, Xingjian reflexiona sobre la naturaleza del amor y su diferente expresión en el hombre y en la mujer. Asistimos así a las contradicciones de ambos protagonistas, que dicen una cosa pero a menudo parecen sentir lo contrario.
Una caña de pescar para el abuelo da título al libro. El personaje protagonista compra una moderna caña de pescar para regalársela a su querido abuelo. A partir de este sencillo punto de partida, y gracias a la técnica del flujo de conciencia, el protagonista reflexiona sobre temas diversos: el paso del tiempo, la nostalgia ante la imposibilidad del regreso a la infancia, la destrucción del medio ambiente (materializada en la desecación completa del lago de su niñez), el progreso arrollador de la tecnología: "… adivino que en lo más profundo de este bosque de antenas plantadas en los edificios viejos, los edificios nuevos y los austeros edificios seminuevos y semiviejos se oculta la casa de mi infancia, pero no lograrás verla por más vueltas y revueltas que des y sólo podrás imaginarla en el recuerdo". De fondo, palabras talladas en relieve sobre un muro cancel: «longevidad», «alegría», «felicidad» y «riqueza». Hacia el final del relato, Xingjian es capaz de intercalar fragmentos de texto que mezclan diferentes maneras de percibir la realidad, como la narración (televisiva, imagino) de la final Alemania-Argentina de un mundial de fútbol o el recuerdo de las sensaciones provocadas por la visión del desierto de Taklamakan desde ese no-lugar que es el interior de un avión en pleno vuelo.
Instante es el más experimental y onírico de todos los cuentos. Se compone de pequeñas piezas, a modo de instantáneas fotográficas (que conformaran una nueva fotografía global), donde vemos una situación, como si fuéramos fríos espectadores que trataran de imaginar lo que realmente está ocurriendo. De alguna manera intuimos que todas esas partes están interrelacionadas (tal vez no) y nuestro afán de conocer nos empuja a seguir leyendo, intentando desentrañar el enigma. A medida que avanzamos, adentrándonos, vamos descubriendo que estamos en un sueño, como atestiguan las surrealistas y sugerentes escenas que pasan ante nosotros. En esta historia es más importante la forma que el contenido, poco importa si hay o no algún hilo argumental en toda esta panoplia de imágenes extrañas, es mucho más interesante la impresión que el conjunto y cada una de ellas provoca en nosotros. En palabras de Xingjian: "Lo más importante no es la ficción, sino la narración, de la misma manera que evito la descripción y busco la evocación. En pintura, los detalles conservan todo su sentido; en literatura acaban por ocultarte lo que quieres mostrar. El exceso de palabras te lleva a no ver nada".
Una caña de pescar para el abuelo está editado por Ediciones del Bronce y traducido del chino al español (evitando la doble traición que implicaría haber sido traducido previamente a una lengua intermedia) por Laureano Ramírez. Incluye un prólogo de Noël Dutrait y un glosario básico de palabras chinas. En la misma editorial (que curiosamente no tiene página web), hay disponibles otras obras de Gao Xingjian publicadas en español: La Montaña del Alma y El libro de un hombre solo.

"EL ACCIDENTE " - GAO XINGJIAN

 

El relato El accidente pertenece al libro titulado Una caña de pescar para el abuelo, publicado por Ediciones del Bronce, del escritor chino y Premio Nobel de Literatura del año 2000 Gao Xingjian.

Así fue como ocurrió.
 Eran las cinco de la tarde; en un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng acababan de sonar, tu tu tu tu, tu, las señales horarias de una emisora; fuera, una ráfaga de viento barría la arena gris amontonada al otro costado de la calle, a las puertas de la librería Xinhua, que se hallaba en obras; la arena giraba en semicírculo sobre el pavimento de asfalto, volvía a depositarse sobre el suelo y la polvareda terminaba por disiparse. Aún no era la época de los vientos cargados de arena que ocultan el cielo; apenas empezaba a hacer calor; había ciclistas que seguían llevando el abrigo corto de paño gris, y muchachas en las aceras que vestían conjuntos de primavera de color azul claro; el tráfago de ciclistas y peatones era incesante, pero aún no se habían producido las aglomeraciones de tráfico propias de las horas punta, de la salida del trabajo. Siempre hay quien sale del trabajo antes de hora y quien se halla disfrutando de permiso, y los ocupados compartían la calle con los ociosos. La escena era la misma de todos los días a esa hora; los autobuses no iban ni llenos ni vacíos, todos los asientos estaban ocupados y unos pocos viajeros permanecían de pie de cara a las ventanillas, aferrados a la barra.
 Una bicicleta que llevaba adosado, a modo de sidecar, un cochecito de niño recubierto de un toldo de cuadros rojos y azules atravesaba en diagonal la calle desde el otro extremo. Lo conducía un hombre. Un autobús articulado venía de frente a bastante velocidad, aunque no tanta como la del coche verdoso que estaba a punto de adelantar a la bicicleta; ninguno de ellos superaba, en todo caso, la velocidad máxima autorizada en el casco urbano. El hombre pedaleaba con fuerza inclinado hacia adelante y el coche verde pasó a su costado. El autobús venía de frente por el carril de este lado. El hombre dudó un instante, pero no apretó el freno; la bicicleta con el cochecito seguía su marcha oblicua, ni lenta ni rápida, hacia este extremo de la calle. El autobús tocó el claxon sin disminuir la marcha. La bicicleta cruzó en ese instante la línea blanca central; la polvareda, recién disipada, no podía impedir la visión al ciclista, y de hecho no llevaba entornados los ojos. Levantó ligeramente la cabeza; era un hombre de unos cuarenta años, y la gorra algo caída hacia atrás dejaba al descubierto una incipiente calvicie. Tuvo que ver el autobús que venía derecho y tuvo que oír el claxon. Volvió a dudar un instante y pareció como que apretaba los frenos, pero no debió de apretarlos con fuerza, pues las ruedas apenas se bloquearon y la bicicleta continuó atravesando la calzada en esta dirección. El autobús se hallaba ya delante mismo y el claxon sonaba incesantemente. La bicicleta siguió avanzando por inercia. Sentado bajo el toldo iba un niño de dos o tres años de carrillos colorados. El ruido estridente del frenazo se mezcló con el del claxon; el estruendo aumentaba a medida que el autobús recortaba distancias. La rueda delantera de la bicicleta seguía avanzando en ángulo oblicuo, gradualmente, y el ruido del claxon y los frenos era cada vez más fuerte, más estridente. El autobús había reducido la marcha, pero su parte frontal, chata como un muro, avanzaba irremediablemente. Los dos vehículos estaban a punto de encontrarse, y una mujer lanzó un grito penetrante desde la acera de esta parte; peatones y ciclistas observaban paralizados la escena. Cuando la rueda delantera de la bicicleta rebasó la línea frontal del autobús, el ciclista pedaleó con todas sus fuerzas, creyendo quizá que aún tenía tiempo, pero llevó la mano que había dejado libre hacia el cochecito con toldo de cuadros rojos y azules, como queriendo apartarlo, y del empujón el carrito voló a un costado y su rueda salió rebotando. El hombre alzó las manos y cayó boca arriba, las piernas trabadas; y en medio del fragor del claxon y los frenos, los chillidos de la mujer y los gritos mudos de horror que los testigos no tuvieron tiempo de dar, fue aplastado por las ruedas del autobús. La bicicleta retorcida fue lanzada a más de diez metros de distancia sobre la superficie de asfalto.
 Los peatones de ambas aceras enmudecieron y los ciclistas echaron pie a tierra. Todo quedó en el más absoluto silencio. El único sonido era el de la canción tierna y suave procedente del taller de reparación de aparatos de radio:

 Recuerda cuando nos encontramos
 bajo el puente en ruinas en mitad de la bruma

 El casete de alguna cantante de Hong Kong del estilo de Deng Lijun, posiblemente.
 La rueda delantera del autobús estaba parada sobre un charco oscuro; la sangre salpicaba la parte frontal y resbalaba gota a gota sobre el cuerpo del hombre muerto. El conductor bajó de un salto y fue el primero en acercarse al cadáver. Luego llegaron corriendo los peatones de ambas aceras y algunos formaron corro alrededor del cochecito, volcado sobre una boca de alcantarilla después de dar varias vueltas y de resbalar un trecho. Una mujer de mediana edad sacó al niño del cochecito y lo examinó acunándolo en sus brazos.
 —¿Está muerto?
 —¡Está muerto!
 —¿Está muerto?
 Todo eran murmullos y exclamaciones. El niño tenía los ojos cerrados y su piel tierna y blanca transparentaba las finas, venas azules. No tenía sangre, ni ninguna herida aparente.
 —¡Que no huya!
 —¡Llamen enseguida a la policía!
 —¡Que nadie toque nada! ¡No se acerquen, dejen todo como está!
 Un grupo de personas rodeó estrechamente la parte delantera del autobús. Sólo uno de los que estaban fuera del corrillo se inclinó con curiosidad sobre la bicicleta retorcida; la alzó un instante, y el timbre sonó cuando volvió a dejarla como estaba.
 —¡Claro que he tocado el claxon y he frenado! Todo el mundo lo ha visto: tenía que estar loco para lanzarse así contra el autobús. ¿Qué culpa tengo yo?
 Era la voz ronca del conductor, que se defendía.
 —¡Son todos testigos, todos lo han visto!
 —¡Dejen paso, dejen paso! ¡Dejen todos paso!
 La gorra de un policía apareció en medio de la multitud.
 —¡Lo más importante es salvar al niño! ¿Puede alguien detener un coche para llevarlo al hospital? —era una voz masculina.
 Un joven de chaqueta de cuero color café levantó el brazo y corrió hasta la línea central de la calzada. Un Toyota se abrió paso a bocinazos entre la muchedumbre que abarrotaba la calzada; detrás venía una camioneta Beijing 130, que sí paró. Los pasajeros del autobús protagonista del siniestro discutían con las cobradoras al otro lado de las ventanillas. Por detrás llegaba un trolebús: las puertas del autobús se abrieron, y los pasajeros salieron en tropel y le cortaron el paso. El alboroto era mayúsculo.

 Nunca, nunca lo olvidaré...

 El barullo ahogaba el sonido del radiocasete; la sangre seguía goteando en medio de un fuerte olor.
 —Bua...
 Sonó un llanto, el golpe de llanto de un niño restablecido del sofoco que lo paralizaba.
 —¡Está bien!
 —¡Está vivo!
 Por todas partes surgieron exclamaciones de admiración y júbilo. Los sollozos eran cada vez más fuertes. La gente se animó, como liberada. Luego, los que estaban a este lado se incorporaron en masa al corrillo que rodeaba el cadáver de la víctima.
 —Uia, uia, uia.
 Entre destellos de sirena azul llegó un coche de la policía. La gente abrió paso, y cuatro policías salieron del vehículo. Dos de ellos hicieron recular a la multitud con su porra de dirigir el tráfico.
 La circulación había quedado interrumpida y una larga caravana de vehículos de toda clase y condición colmaba los dos carriles de la calzada. El tumulto de las voces había sido reemplazado por el estruendo de las bocinas. Un policía se puso a dirigir el tráfico en medio de la calle gesticulando con las manos, cubiertas de guantes blancos.
 Una de las cobradoras bajó del autobús a requerimiento de la policía. Porfiaba, como muy poco dispuesta a hacer lo que le pedían, pero al final cogió al niño que la mujer de mediana edad sostenía en sus brazos y subió a la 130. La camioneta se puso en marcha dirigida por los guantes blancos y cargada con los lloriqueos espasmódicos del niño.
 Conminados por las voces de los policías que blandían sus porras, los curiosos se echaron atrás y formaron un cerco rectangular en torno de la bicicleta retorcida.
 Con ello quedó a la vista, en este lado de la calle, la figura del conductor que se limpiaba el sudor con la gorra de tela. Un policía lo interrogaba. Sacó su permiso de conducir con tapas de plástico rojo y el policía se lo incautó. Hablaba al policía con precipitación, narrándole lo sucedido.
 —¿Qué tiene que explicar? ¡Lo ha atropellado, y eso es todo! —dijo en voz alta un joven que empujaba su bicicleta.
 —¡Él mismo se lo ha buscado! Tantos bocinazos y frenazos, pero no ha consentido en ceder el paso y se ha metido derecho debajo del autobús —respondió al joven una mujer con manguitos, la cobradora de otro autobús, que acababa de descender de su vehículo.
 —¿Cómo no ha podido ver en pleno día a un hombre con un niño en medio de la calle? —dijo, indignado, alguien de la multitud.
 —Para estos conductores, atropellar a cualquiera es bien poca cosa, como luego no les pasa nada —dijo una voz cáustica.
 —¡Pobre! Si no hubiese llevado al niño, le habría dado tiempo a pasar.
 —¿Tiene salvación?
 —¿Y se le han salido los sesos?
 —He oído como un «puf».
 —¿Ha oído un ruido?
 —Sí, como un «puf».
 —¡Cállense de una vez!
 —Ah, así es la vida. Cuando uno menos lo piensa, le llega la hora...
 —Está llorando.
 —¿Quién?
 —El conductor.
 En cuclillas, la cabeza gacha, el conductor se tapaba los ojos con la gorra.
 —Bueno, nadie lo ha hecho a propósito...
 —Cuando a uno le cae algo así encima, uno...
 —¿Y llevaba a un niño? ¿Y el niño? ¿Y el niño? —preguntaban los recién llegados.
 —Ni una sola herida; es un milagro.
 —Por suerte uno se ha salvado.
 —¡El hombre ha muerto!
 —¿Eran padre e hijo?
 —¿A quién se le ocurre llevar un carrito enganchado a la bicicleta? Con este tráfico nadie se libra de un accidente, aun yendo sólo con la bicicleta.
 —Seguramente acababa de recoger al hijo de la guardería.
 —¡Mira que también las guarderías, que no aceptan internos!
 —Ya podemos darnos por contentos de que los admitan.
 —¿Qué tienes tú que mirar ahí? Para que luego cruces la calle corriendo a lo loco. —Un hombre arrastraba de la mano a un niño que se había deslizado entre la multitud.
 La estrella de la canción de Hong Kong ya no cantaba. Las escaleras del taller de reparación de aparatos de radio se habían llenado de gente.
 Entre destellos de sirena roja llegó una ambulancia. Los enfermeros de bata blanca transportaron el cadáver al interior del coche. Los que estaban en las escaleras del taller se pusieron de puntillas. Del figón que había al lado salió un cocinero gordo, el delantal a la cintura, para ver lo que pasaba.
 —¿Qué pasa? ¿Un accidente? ¿Han atropellado a alguien?
 —A un hombre y a su hijo; uno ha muerto.
 —¿Quién ha muerto?
 —El viejo.
 —¿Y el hijo?
 —No le ha pasado nada.
 —¡Es el colmo! ¿ Y no le echó una mano al viejo?
 —Fue el padre el que lo empujó a un lado.
 —Cada vez salen peores. ¡Criar hijos para esto!
 —-Es mejor no decir tonterías, si no se sabe bien lo que ha pasado.
 —¿Quién dice tonterías?
 —Yo con usted no discuto.
 —¡Se han llevado al niño!
 —¿También había un niño?
 Llegaba más gente.
 —¡No empujen!
 —¿Le he empujado yo?
 —Aquí no hay nada que ver. ¡Vamos, circulen!
 Desde fuera del corro, unos tiraban del brazo a los que estaban en él. El brazalete rojo los identificaba como miembros del equipo de propaganda de seguridad vial, y eran aún más agresivos que los guardias.
 El conductor fue empujado al interior del coche de la policía. Se resistía, mirando atrás, pero al final la puerta se cerró tras él. Unos se alejaron a pie y otros se fueron en sus bicicletas. El grupo de curiosos comenzaba a disminuir, pero aún había alguno que paraba su bicicleta o se acercaba desde la acera para informarse de lo ocurrido. La larga caravana de turismos, minibuses, jeeps y autocares que, encabezada por el trolebús, se había formado a este lado de la calzada pasó lentamente junto al cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla cubierto con un toldo de cuadros rojos y azules hecho pedazos. La mayoría de los que estaban de pie en las escaleras del taller habían entrado en él o se habían marchado. Cuando hubo pasado la caravana, un policía que se hallaba en medio del grupo menguante de curiosos midió las distancias con una cinta métrica mientras otro hacía anotaciones en su cuadernillo. El charco de sangre que había bajo la rueda comenzaba a coagularse y a tornarse oscuro. Las puertas del autobús seguían abiertas; sentada junto a una de las ventanillas, la otra cobradora miraba con expresión ausente hacia el carril de este lado. Las caras en las ventanillas de los trolebuses que venían de frente por el carril opuesto miraban hacia fuera, y algunos pasajeros sacaban medio cuerpo para ver mejor. El número de peatones y ciclistas aumentó con la llegada de la hora de la salida del trabajo, la de mayor afluencia de tráfico, pero los gritos disuasorios de los policías y los miembros del equipo de propaganda de seguridad vial impedían toda aglomeración en mitad de la calzada.
 —¿Ha habido un choque?
 —¿Ha habido muertos?
 —Seguro que sí, con toda esa sangre.
 —Anteayer hubo otro accidente en la calle Jiankang; un muchacho de apenas dieciséis años. Lo llevaron al hospital, pero no pudieron salvarlo; era, decían, hijo único.
 —¿Hay, en estos tiempos, familias que no sean de hijo único?
 —¿Y cómo vivirán los padres después de esto?
 —Si no solucionan el problema del tráfico, seguirá habiendo accidentes.
 —Demasiados hay.
 —La angustia que paso todos los días a la salida de clase, cuando mi Zhiming aún no ha vuelto a casa...
 —Y eso que el suyo es varón, pues las hijas dan aún más preocupaciones a los padres.
 —Mira, mira; saquemos una foto.
 —Ya es demasiado tarde.
 —¿Lo ha atropellado adrede?
 —Quién sabe.
 No parece haberse enganchado, pues lo ha pillado de lleno.
 —Yo acabo de llegar.
 Algunos conductores son muy agresivos y si no te apartas, les da igual.
 —Y otros se desahogan matando por ahí a la gente; si te topas con ellos, desgracia segura.
 —No se puede hacer nada, es el destino. En mi pueblo había un carpintero muy bueno, pero muy dado a la bebida, y una noche que volvía borracho como una cuba de una casa donde estaba haciendo unos arreglos, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cabeza sobre el filo de una piedra...
 —Pues a mí estos días, no sé por qué, me tiemblan los párpados.
 —¿De qué ojo?
 —Uno no puede andar por la calle absorto en sus cosas; ya te he visto varias veces...
 —No pasa nada.
 —Cuando ocurre el accidente, ya no hay nada que hacer. Yo no soportaría...
 —¡Cuidado, que la gente nos mira!
 Los dos enamorados se miraron y siguieron camino cogidos aún más estrechamente de la mano.
 Habían terminado de fotografiar el lugar del siniestro. El policía que había hecho las mediciones esparció arena con una pala sobre la mancha de sangre. El viento había cesado por completo. Oscurecía. La cobradora que estaba sentada junto a la ventanilla contaba la recaudación con las luces encendidas. Un policía cargó los restos de la bicicleta en un coche. Dos de los de brazalete rojo cargaron también el cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla y luego se fueron con los policías.
 Debía de ser la hora de la cena. De pie al lado de la puerta, la cobradora, la única persona que quedaba en el lugar, miraba con impaciencia en todas direcciones a la espera del conductor enviado desde la terminal para hacerse cargo del vehículo. Sólo algún que otro transeúnte echaba una mirada al autobús vacío que, quién sabe por qué razón, permanecía estacionado en medio de la calzada. Era de noche, y ya nadie prestaba atención a la mancha de sangre invisible bajo la arenal gris que había delante del autobús.
 Más tarde se encendieron las farolas de la calle, y en algún momento el autobús vacío se fue del lugar. Los coches siguieron circulando sin cesar en una u otra dirección como si nada hubiera pasado. Sin embargo, al filo de la medianoche, cuando en la calle apenas quedaban transeúntes, desde el cruce lejano flanqueado de semáforos refulgentes y el cartel en caracteres blancos sobre fondo azul fijado a una valla metálica que decía «Por su felicidad y por la de los demás, respete las normas de tráfico», se acercó con lentitud una camioneta de riego; el vehículo disminuyó la marcha al llegar al lugar del accidente y, aumentando la presión del chorro de agua, borró la mancha que quedaba sobre la calzada.
 El trabajador de la limpieza ignoraba, probablemente, que en ese mismo lugar había ocurrido pocas horas antes un accidente en que un desdichado había perdido la vida.

 Pero ¿quién era ese hombre? En esta ciudad de varios millones de habitantes, sólo los familiares y algunos conocidos debían de saberlo, y si no llevaba encima ningún documento que lo identificase, es probable que en ese instante ni siquiera tuvieran noticia de lo ocurrido. Su hijo —pues debía de ser su hijo— quizá pronunciase el nombre del padre al volver en sí. Y también tendría esposa. En el momento del suceso el hombre cumplía los deberes propios de una madre hacia su hijo, y por ello era buen padre y, posiblemente, buen marido; y, puesto que quería a su hijo, también debía de querer a su mujer. Mas ¿ella lo quería a él? Si lo quería, ¿por qué no cumplía con todos sus deberes de esposa? Quizá no era feliz; si no, ¿habría obrado tan atolondradamente? ¿Era quizá la indecisión uno de los puntos flacos de su carácter? ¿Estaba quizá dándole vueltas a algún conflicto irresoluble? En tal caso, estaba condenado sin remisión a tan gran infortunio. Pero si hubiese salido de casa un poco más tarde o se hubiese puesto en camino un poco antes, o si hubiese conducido algo más deprisa o algo más despacio después de recoger al hijo; o si la señora de la guardería le hubiese dicho un par de palabras más sobre su hijo, o si en el camino se hubiese encontrado con algún conocido y se hubiese parado a saludarlo, no le habría ocurrido ninguna desgracia. Ésta no habría sido, en modo alguno, inevitable, y si no padecía alguna enfermedad incurable, podría haber esperado tranquilo la muerte. Nadie puede sustraerse a la muerte, pero sí evitar una muerte prematura. Mas, de no haber muerto en el accidente, ¿dónde habría muerto? En esta ciudad son inevitables los accidentes; en realidad, no hay ciudad que haya logrado eliminarlos. La muerte por accidente de tráfico es una posibilidad presente en todas las ciudades, y aunque esta posibilidad sea de un uno por millón, en una gran ciudad como esta todos los días hay algún desdichado que la padece. Él era uno de esos desdichados. ¿Habría presentido la desgracia? ¿Qué pensó en el momento justo en que le sobrevino? Quizá no tuvo tiempo de pensar en nada, ni de comprender la inmensa desgracia que se abatía sobre su cabeza, la peor de las desgracias que podían acontecerle. Aunque sólo fuese ese uno de entre un millón, un minúsculo grano de arena. Sin embargo, es evidente que al filo de la muerte pensó en su hijo —demos por hecho que era su hijo—; ¿no había demostrado gran nobleza con su propio sacrificio? ¿O quizá no fue sólo cuestión de nobleza y también había intervenido en cierta medida el instinto? El instinto paterno. Siempre se habla del instinto materno, pero también hay madres que abandonan a sus hijos. Inmolarse por un hijo es, ciertamente, prueba de nobleza. Pero podría haber evitado su propia inmolación: si hubiese salido de casa un poco antes o se hubiese puesto en camino un poco más tarde, si no hubiese estado tan aturdido en ese momento, si hubiese sido un hombre libre de preocupaciones, si no hubiese sido una persona indecisa, o incluso si hubiese sido más ágil. La suma de todos estos factores lo había conducido a la muerte, y su desgracia ha sido inevitable. Ya volvemos a hablar de filosofía; pero la vida no es filosofía, aunque la filosofía provenga del conocimiento de la vida. Tampoco habría que incluir en las estadísticas los accidentes de coche que ocurren en la vida, pues son incumbencia de los departamentos que gestionan el tráfico o de la policía. Pueden, claro es, convertirse en noticia en un periódico modesto. O ser utilizados como material literario, un material que, pasado por el tamiz de la imaginación y retocado aquí y allá, acabe conformando una historia conmovedora. En tal caso pertenecerían al ámbito de la creación. Pero lo que aquí aparece descrito es el proceso real de un accidente, un accidente cualquiera ocurrido a las cinco de la tarde enfrente de un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng.

"UNA CAÑA DE PESCAR PARA EL ABUELO" - GAO XINGJIAN


Fragmento del relato Una caña de pescar para el abuelo, perteneciente al libro de cuentos del mismo título, publicado por Ediciones del Bronce, del escritor chino y Premio Nobel de Literatura del año 2000 Gao Xingjian.

Iré a las afueras, a la orilla del río de las afueras al que el abuelo me llevó a... ¿pescar?, recuerdo que el abuelo me llevó al río, no me acuerdo con claridad si pescamos algo pero recuerdo que tenía un abuelo y una infancia y que en esos años de infancia me sentía muy mal cuando mi madre me bañaba desnudo en el patio, he buscado la casa en que viví cuando era pequeño, también me acuerdo que una vez me levanté en mitad de la noche para ir a cazar con alguien que no era el abuelo, caminamos todo el día y matamos un gato montés que confundimos con un zorro, me viene a la memoria un poema cuyo protagonista lleva el cuerpo cubierto de cuchillos de caza tintineantes, una libélula sin cola revolotea sobre el lugar, los críticos tienen padrastros en los ojos y el mentón ancho, quiero escribir una novela profunda, tan profunda que las moscas perezcan ahogadas en ella, y luego veo la espalda del abuelo sentado en cuclillas sobre un taburete fumando encorvado una pipa, abuelo, lo llamo pero no oye, me llego a su lado y lo llamo de nuevo, abuelo, y esta vez se vuelve pero no sujeta en su mano ninguna pipa, lágrimas viejas le surcan el rostro e hilillos de sangre le inundan los ojos como irritados del humo, bien que gustaba de echarle leña y paja a la estufa para calentarse en invierno sentado en cuclillas al lado de su boca, ¿por qué lloras, abuelo?, pregunto y se suena con los dedos y lanza un suspiro y se limpia la mano en un costado de las alpargatas sin dejar la menor huella, las alpargatas de suela bien gruesa que le ha hecho la abuela, me contempla con sus ojos rojos sin decir una palabra, te he comprado una caña de pescar con carrete, le digo, él carraspea desde lo más profundo de su garganta sin mostrar el menor entusiasmo, de este modo llego al fin a la playa del río, el crujir de la arena bajo mis pies parece suspiros de la abuela, la abuela andaba farfullando todo el día pero no decía una sola frase inteligible, y si le preguntaba adrede ?qué dices, abuela?, levantaba perpleja la cabeza y al cabo de un buen rato decía ah, ¿ya has vuelto de la escuela?, o ¿tienes hambre?, en la cestilla de la cocina hay boniatos cocidos al vapor, cuando estaba enfrascada en sus monólogos era mejor no interrumpirla, hablaba de las cosas que le pasaban de mocita, pero si la escuchabas a escondidas desde detrás del respaldo de una silla parecía decir siempre lo mismo, está cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, algo así como que todo está cubierto, todos estos recuerdos resuenan bajo la arena que hay bajo tus pies.

"EL CALAMBRE" - GAO XINGJIAN


Traducción del francés de José Abdón Flores
Relato incluido en Une canne à pêche pour mon grand–père (Una caña de pescar para el abuelo)


Un calambre, un calambre comenzaba a contraerle el vientre. Por supuesto, creía poder nadar más lejos, pero, a un kilómetro de la orilla, había comenzado a resentirlo. Al principio, creyó tener simplemente un dolor en el vientre y se dijo que desaparecería si continuaba moviéndose. Pero su abdomen se tensaba más y más y frenó el avance. Se palpó el vientre y sintió en el costado derecho un punto duro. Comprendió que sus abdominales se habían contraído al contacto con el agua. Antes de arrojarse, no había calentado correctamente. Después de la cena, se había dirigido solo hacia la playa, desde el pequeño edificio blanco del centro de alojamiento. Ya era otoño y el viento se había alzado. Pocos eran los que se bañaban al anochecer, las personas preferían charlar o jugar cartas. En la playa, de los jóvenes y las muchachas que descansaban al mediodía, no quedaban sino cinco o seis jugando volley: una muchacha con traje de baño rojo en medio de los jóvenes cuyos trajes húmedos aún escurrían. Acababan de salir del agua, no deseaban perder más tiempo en su frescura otoñal. No había más bañistas en la playa. Él había entrado directamente al agua, sin detenerse a mirar atrás, esperando que la muchacha lo observara. Ahora, ya no podía verlos. Se volvió, de cara a la luz; el sol descendía hacia las montañas y pronto iba a desaparecer tras la colina donde se encontraba el mirador de la casa de reposo. Los últimos destellos del ocaso eran enceguecedores. Su fuerte reverberación sobre el espejo del agua volvía todo indistinto: el mirador en lo alto de la colina, las siluetas de los árboles a lo largo de la orilla y aquélla, como un navío, del edificio de varios pisos de la casa de reposo. Y ellos, ¿aún jugaban volley? Agitó las piernas bajo el agua.
A su alrededor, sólo existía el rumor de las olas y la espuma blanca sobre el sombrío mar verde, ningún barco de pescadores en el horizonte. Se volvió, dejándose llevar por las corrientes. A lo lejos, percibió sobre las sombrías láminas un punto negro. Se dejó arrullar en el hueco de las olas, ya no veía la superficie del mar. Las aguas eran de un negro de tinta, más lisas y brillantes que el satín. Las contracciones de su abdomen se acentuaron. Se puso de espaldas y flotó, luego, con la mano derecha masajeó el punto duro en su vientre. El dolor se atenuó. Sobre él, ligeramente a un lado, flotaba una nube en el cielo, como una bola de algodón; el viento, allá arriba, aún debía soplar con fuerza.
Dejarse mecer por las corrientes, ora en la cima ora en el hueco de las olas, no era una solución. Tenía que apresurarse a nadar hacia la ribera. Se puso de nuevo sobre el vientre, moviendo sus piernas con fuerza para vencer el poderoso oleaje y tomar un poco de velocidad. Pero el dolor en el vientre, que se había atenuado un poco, lo aquejó de nuevo. Se reavivó tan rápido que él tuvo la impresión de que todo su lado derecho se había endurecido bruscamente. Así mismo, el agua le tapaba la cabeza. No veía sino el verde sombrío del mar, límpido y sereno, solamente perturbado por los rosarios de burbujas que liberaba al respirar. Sacó la cabeza parpadeando para sacar el agua de sus pestañas. Seguía sin ver la ribera. El sol había desaparecido y el cielo sobre la colina resplandecía con colores rosados. Y ellos, ¿aún jugaban volley? Y esa muchacha, con el traje de baño rojo. Seguía hundiéndose, el dolor lo forzaba a sumir el vientre. Dio una brazada rápida, pero cuando tomó aire, tragó un poco de agua áspera y salada. En cuanto se puso a toser, le pareció que una aguja se clavaba en su abdomen. Debió acostarse de nuevo sobre el agua, brazos y piernas separados; al fin se relajó y el dolor se esfumó en seguida. El cielo se había ensombrecido. ¿Podían estar jugando volley aún? Todo dependía de ellos; ¿se había dado cuenta la muchacha del traje de baño rojo que él iba a nadar? ¿De casualidad miraban hacia el mar? El punto negro, a lo lejos, atrás de él, ¿era un barco pesquero o algún objeto flotante que se había desprendido de abordo? Y de cualquier modo, ¿quién podía fijarse en este objeto? No podía depender más que de sí mismo. Habría podido gritar, pero escuchando el rumor continuo y monótono de las olas, lo embargó un profundo sentimiento de soledad, como nunca había sentido. Se hundió un poco, luego se volvió a estabilizar rápidamente. En seguida, una irresistible corriente helada le atravesó el cuerpo y lo desplazó de manera suave. Se puso de vientre y dio algunas brazadas con la mano izquierda, sujetándose el vientre con la derecha. Cuando retomó su movimiento de piernas masajeándose el costado, el dolor estaba presente, pero era soportable. Comprendió que sólo podría escapar a esta corriente con la fuerza de sus piernas. Debía tolerar todo, incluso lo intolerable, era la única forma de salvarse. No era necesario dramatizar demasiado la situación. De cualquier forma, su vientre seguía contraído y se encontraba en aguas profundas, a un kilómetro de la orilla. De hecho, ignoraba si aún estaba a esa distancia, pero se daba bien cuenta que derivaba a lo largo de la costa. El vigor de sus piernas triunfó al fin sobre la fuerza de la corriente fría. Debía arreglárselas si no quería parecerse a ese punto negro sobre las olas, que había desaparecido en las sombrías aguas del mar. Debía soportar el dolor, conservar la calma, patalear con vigor. No debía aflojar ni mucho menos perder la cabeza. Debía coordinar perfectamente sus movimientos de piernas, su respiración y el masaje en el vientre. No debía pensar en otra cosa, desechar cualquier idea de pánico. El sol declinaba rápidamente, la oscuridad cubría el mar y él no alcanzaba a ver las luces de la orilla. Incluso la costa era indistinta y la curva de la colina… ¡su pie dio contra algo! Se crispó y el dolor le traspasó el bajo vientre. Agitó suavemente la pierna: un círculo picante le ceñía el tobillo, había tocado los tentáculos de una medusa. Efectivamente, había visto en el agua una masa grisácea semejante a una sombrilla con bordes membranosos. Podía distinguir perfectamente el contorno y detallar cada orificio de sus tentáculos. Estos últimos días, había imitado a los niños en la playa y se había puesto a capturar y salar medusas. Sobre la repisa exterior de la ventana de su cuarto, en el centro de alojamiento, había aplastado con una piedra siete medusas como la que había tocado, y les había rociado sal. Al cabo de algunos días, ya no quedaba mas que un montón de pellejos secos. También él corría el riesgo de convertirse en una simple piel, un cadáver que flotaría sin siquiera alcanzar la playa. Más valía dejarlas vivir, su deseo de vivir se volvía más fuerte, en el futuro ya no capturaría medusas; si conseguía llegar a la orilla, nunca más se metería al mar. Hacía esfuerzos por patalear, la mano derecha apoyada en su vientre, no debía pensar en nada, únicamente concentrarse en el ritmo regular del pataleo. Percibió unas estrellas que brillaban de forma maravillosa. Eso significaba que por el momento se dirigía hacia la orilla. El punto duro en su vientre había desaparecido, pero, prudentemente, siguió dándose masaje. Su avance seguía siendo lento…
Cuando al fin alcanzó la ribera, la playa estaba desierta y la marea subía. Pensó que se había beneficiado de la corriente. Un escalofrío recorrió su cuerpo desnudo al viento. Tenía más frío que cuando estaba en el agua. Se tiró en la playa, pero la arena también estaba fría. Se levantó entonces y echó a correr. Tenía prisa por anunciar que acababa de evitar la muerte por muy poco. En el vestíbulo de la entrada del centro de alojamiento, todo mundo seguía ocupado jugando cartas. Cada uno escrutaba el rostro de su adversario o el juego que tenía en mano. Nadie hizo gesto de alzar la cabeza para observarlo. Fue a su cuarto, pero su compañero de habitación no estaba. Debía de estar charlando al lado. Tomó su toalla de baño, en la ventana. Sabía que abajo, las medusas que había aplastado y recubierto de sal aún escurrían. En seguida, se cambió, se puso zapatos para tener más calor y regresó a la playa.
Del mar se desprendía el estrépito de las olas. El viento soplaba más fuerte. Las láminas grisáceas rompían sobre la playa. En cuanto llegaban a la orilla, el agua negra se extendía rápidamente. No tuvo tiempo de retroceder y se mojó los zapatos. Entonces caminó por la playa en la oscuridad, manteniéndose un poco más alejado de la orilla. Las estrellas ya no brillaban. Luego escuchó voces de muchachas y jóvenes y percibió tres sombras. Se detuvo. Las sombras impulsaban dos bicicletas. En la parrilla de una de ellas iba sentada una joven de cabello largo. Parecían tener dificultades para pedalear las bicis cuyas ruedas se atascaban en la arena. Los tres no paraban de quejarse y la voz de la joven que iba sentada en la parrilla era particularmente alegre. Se detuvieron frente a él y apoyaron las bicicletas una contra la otra. Uno de los jóvenes tomó de la parte posterior de su bici una gran bolsa que tendió a la muchacha. Luego comenzaron a quitarse la ropa. Eran flacos como clavos. Una vez desnudos, se pusieron a agitar los brazos, a saltar y gritar en la playa: «¡Nos congelamos! ¡Nos congelamos!», bajo las alegres cascadas de risa de la muchacha.
–¿Nos echamos un trago? –propuso ella, apoyada contra las bicis. Tomaron la botella de alcohol que les ofrecía la muchacha, y cada uno bebió, luego se la devolvieron antes de correr hacia el mar.
–Ah… ¡Ah!
–Ah…
En el estruendo de las olas que se desprendían del mar, él vio que la muchacha junto a las bicis estaba apoyada en muletas.

Noche del 22 de diciembre de 1984