El relato El accidente pertenece al libro titulado Una caña de pescar para el abuelo, publicado por
Ediciones del Bronce, del escritor chino y Premio Nobel de Literatura
del año 2000 Gao Xingjian.
Así fue como ocurrió.
Eran
las cinco de la tarde; en un taller de reparación de aparatos de
radio de la calle Desheng acababan de sonar, tu tu tu tu, tu, las
señales horarias de una emisora; fuera, una ráfaga de viento
barría la arena gris amontonada al otro costado de la calle, a las
puertas de la librería Xinhua, que se hallaba en obras; la arena
giraba en semicírculo sobre el pavimento de asfalto, volvía a
depositarse sobre el suelo y la polvareda terminaba por disiparse.
Aún no era la época de los vientos cargados de arena que ocultan
el cielo; apenas empezaba a hacer calor; había ciclistas que
seguían llevando el abrigo corto de paño gris, y muchachas en las
aceras que vestían conjuntos de primavera de color azul claro; el
tráfago de ciclistas y peatones era incesante, pero aún no se
habían producido las aglomeraciones de tráfico propias de las
horas punta, de la salida del trabajo. Siempre hay quien sale del
trabajo antes de hora y quien se halla disfrutando de permiso, y los
ocupados compartían la calle con los ociosos. La escena era la
misma de todos los días a esa hora; los autobuses no iban ni llenos
ni vacíos, todos los asientos estaban ocupados y unos pocos
viajeros permanecían de pie de cara a las ventanillas, aferrados a
la barra.
Una
bicicleta que llevaba adosado, a modo de sidecar, un cochecito de
niño recubierto de un toldo de cuadros rojos y azules atravesaba en
diagonal la calle desde el otro extremo. Lo conducía un hombre. Un
autobús articulado venía de frente a bastante velocidad, aunque no
tanta como la del coche verdoso que estaba a punto de adelantar a la
bicicleta; ninguno de ellos superaba, en todo caso, la velocidad
máxima autorizada en el casco urbano. El hombre pedaleaba con
fuerza inclinado hacia adelante y el coche verde pasó a su costado.
El autobús venía de frente por el carril de este lado. El hombre
dudó un instante, pero no apretó el freno; la bicicleta con el
cochecito seguía su marcha oblicua, ni lenta ni rápida, hacia este
extremo de la calle. El autobús tocó el claxon sin disminuir la
marcha. La bicicleta cruzó en ese instante la línea blanca
central; la polvareda, recién disipada, no podía impedir la visión
al ciclista, y de hecho no llevaba entornados los ojos. Levantó
ligeramente la cabeza; era un hombre de unos cuarenta años, y la
gorra algo caída hacia atrás dejaba al descubierto una incipiente
calvicie. Tuvo que ver el autobús que venía derecho y tuvo que oír
el claxon. Volvió a dudar un instante y pareció como que apretaba
los frenos, pero no debió de apretarlos con fuerza, pues las ruedas
apenas se bloquearon y la bicicleta continuó atravesando la calzada
en esta dirección. El autobús se hallaba ya delante mismo y el
claxon sonaba incesantemente. La bicicleta siguió avanzando por
inercia. Sentado bajo el toldo iba un niño de dos o tres años de
carrillos colorados. El ruido estridente del frenazo se mezcló con
el del claxon; el estruendo aumentaba a medida que el autobús
recortaba distancias. La rueda delantera de la bicicleta seguía
avanzando en ángulo oblicuo, gradualmente, y el ruido del claxon y
los frenos era cada vez más fuerte, más estridente. El autobús
había reducido la marcha, pero su parte frontal, chata como un
muro, avanzaba irremediablemente. Los dos vehículos estaban a punto
de encontrarse, y una mujer lanzó un grito penetrante desde la
acera de esta parte; peatones y ciclistas observaban paralizados la
escena. Cuando la rueda delantera de la bicicleta rebasó la línea
frontal del autobús, el ciclista pedaleó con todas sus fuerzas,
creyendo quizá que aún tenía tiempo, pero llevó la mano que
había dejado libre hacia el cochecito con toldo de cuadros rojos y
azules, como queriendo apartarlo, y del empujón el carrito voló a
un costado y su rueda salió rebotando. El hombre alzó las manos y
cayó boca arriba, las piernas trabadas; y en medio del fragor del
claxon y los frenos, los chillidos de la mujer y los gritos mudos de
horror que los testigos no tuvieron tiempo de dar, fue aplastado por
las ruedas del autobús. La bicicleta retorcida fue lanzada a más
de diez metros de distancia sobre la superficie de asfalto.
Los
peatones de ambas aceras enmudecieron y los ciclistas echaron pie a
tierra. Todo quedó en el más absoluto silencio. El único sonido
era el de la canción tierna y suave procedente del taller de
reparación de aparatos de radio:
Recuerda
cuando nos encontramos
bajo
el puente en ruinas en mitad de la bruma
El
casete de alguna cantante de Hong Kong del estilo de Deng Lijun,
posiblemente.
La
rueda delantera del autobús estaba parada sobre un charco oscuro;
la sangre salpicaba la parte frontal y resbalaba gota a gota sobre
el cuerpo del hombre muerto. El conductor bajó de un salto y fue el
primero en acercarse al cadáver. Luego llegaron corriendo los
peatones de ambas aceras y algunos formaron corro alrededor del
cochecito, volcado sobre una boca de alcantarilla después de dar
varias vueltas y de resbalar un trecho. Una mujer de mediana edad
sacó al niño del cochecito y lo examinó acunándolo en sus
brazos.
—¿Está
muerto?
—¡Está
muerto!
—¿Está
muerto?
Todo
eran murmullos y exclamaciones. El niño tenía los ojos cerrados y
su piel tierna y blanca transparentaba las finas, venas azules. No
tenía sangre, ni ninguna herida aparente.
—¡Que
no huya!
—¡Llamen
enseguida a la policía!
—¡Que
nadie toque nada! ¡No se acerquen, dejen todo como está!
Un
grupo de personas rodeó estrechamente la parte delantera del
autobús. Sólo uno de los que estaban fuera del corrillo se inclinó
con curiosidad sobre la bicicleta retorcida; la alzó un instante, y
el timbre sonó cuando volvió a dejarla como estaba.
—¡Claro
que he tocado el claxon y he frenado! Todo el mundo lo ha visto:
tenía que estar loco para lanzarse así contra el autobús. ¿Qué
culpa tengo yo?
Era
la voz ronca del conductor, que se defendía.
—¡Son
todos testigos, todos lo han visto!
—¡Dejen
paso, dejen paso! ¡Dejen todos paso!
La
gorra de un policía apareció en medio de la multitud.
—¡Lo
más importante es salvar al niño! ¿Puede alguien detener un coche
para llevarlo al hospital? —era una voz masculina.
Un
joven de chaqueta de cuero color café levantó el brazo y corrió
hasta la línea central de la calzada. Un Toyota se abrió paso a
bocinazos entre la muchedumbre que abarrotaba la calzada; detrás
venía una camioneta Beijing 130, que sí paró. Los pasajeros del
autobús protagonista del siniestro discutían con las cobradoras al
otro lado de las ventanillas. Por detrás llegaba un trolebús: las
puertas del autobús se abrieron, y los pasajeros salieron en tropel
y le cortaron el paso. El alboroto era mayúsculo.
Nunca,
nunca lo olvidaré...
El
barullo ahogaba el sonido del radiocasete; la sangre seguía
goteando en medio de un fuerte olor.
—Bua...
Sonó
un llanto, el golpe de llanto de un niño restablecido del sofoco
que lo paralizaba.
—¡Está
bien!
—¡Está
vivo!
Por
todas partes surgieron exclamaciones de admiración y júbilo. Los
sollozos eran cada vez más fuertes. La gente se animó, como
liberada. Luego, los que estaban a este lado se incorporaron en masa
al corrillo que rodeaba el cadáver de la víctima.
—Uia,
uia, uia.
Entre
destellos de sirena azul llegó un coche de la policía. La gente
abrió paso, y cuatro policías salieron del vehículo. Dos de ellos
hicieron recular a la multitud con su porra de dirigir el tráfico.
La
circulación había quedado interrumpida y una larga caravana de
vehículos de toda clase y condición colmaba los dos carriles de la
calzada. El tumulto de las voces había sido reemplazado por el
estruendo de las bocinas. Un policía se puso a dirigir el tráfico
en medio de la calle gesticulando con las manos, cubiertas de
guantes blancos.
Una
de las cobradoras bajó del autobús a requerimiento de la policía.
Porfiaba, como muy poco dispuesta a hacer lo que le pedían, pero al
final cogió al niño que la mujer de mediana edad sostenía en sus
brazos y subió a la 130. La camioneta se puso en marcha dirigida
por los guantes blancos y cargada con los lloriqueos espasmódicos
del niño.
Conminados
por las voces de los policías que blandían sus porras, los
curiosos se echaron atrás y formaron un cerco rectangular en torno
de la bicicleta retorcida.
Con
ello quedó a la vista, en este lado de la calle, la figura del
conductor que se limpiaba el sudor con la gorra de tela. Un policía
lo interrogaba. Sacó su permiso de conducir con tapas de plástico
rojo y el policía se lo incautó. Hablaba al policía con
precipitación, narrándole lo sucedido.
—¿Qué
tiene que explicar? ¡Lo ha atropellado, y eso es todo! —dijo en
voz alta un joven que empujaba su bicicleta.
—¡Él
mismo se lo ha buscado! Tantos bocinazos y frenazos, pero no ha
consentido en ceder el paso y se ha metido derecho debajo del
autobús —respondió al joven una mujer con manguitos, la
cobradora de otro autobús, que acababa de descender de su vehículo.
—¿Cómo
no ha podido ver en pleno día a un hombre con un niño en medio de
la calle? —dijo, indignado, alguien de la multitud.
—Para
estos conductores, atropellar a cualquiera es bien poca cosa, como
luego no les pasa nada —dijo una voz cáustica.
—¡Pobre!
Si no hubiese llevado al niño, le habría dado tiempo a pasar.
—¿Tiene
salvación?
—¿Y
se le han salido los sesos?
—He
oído como un «puf».
—¿Ha
oído un ruido?
—Sí,
como un «puf».
—¡Cállense
de una vez!
—Ah,
así es la vida. Cuando uno menos lo piensa, le llega la hora...
—Está
llorando.
—¿Quién?
—El
conductor.
En
cuclillas, la cabeza gacha, el conductor se tapaba los ojos con la
gorra.
—Bueno,
nadie lo ha hecho a propósito...
—Cuando
a uno le cae algo así encima, uno...
—¿Y
llevaba a un niño? ¿Y el niño? ¿Y el niño? —preguntaban los
recién llegados.
—Ni
una sola herida; es un milagro.
—Por
suerte uno se ha salvado.
—¡El
hombre ha muerto!
—¿Eran
padre e hijo?
—¿A
quién se le ocurre llevar un carrito enganchado a la bicicleta? Con
este tráfico nadie se libra de un accidente, aun yendo sólo con la
bicicleta.
—Seguramente
acababa de recoger al hijo de la guardería.
—¡Mira
que también las guarderías, que no aceptan internos!
—Ya
podemos darnos por contentos de que los admitan.
—¿Qué
tienes tú que mirar ahí? Para que luego cruces la calle corriendo
a lo loco. —Un hombre arrastraba de la mano a un niño que se
había deslizado entre la multitud.
La
estrella de la canción de Hong Kong ya no cantaba. Las escaleras
del taller de reparación de aparatos de radio se habían llenado de
gente.
Entre
destellos de sirena roja llegó una ambulancia. Los enfermeros de
bata blanca transportaron el cadáver al interior del coche. Los que
estaban en las escaleras del taller se pusieron de puntillas. Del
figón que había al lado salió un cocinero gordo, el delantal a la
cintura, para ver lo que pasaba.
—¿Qué
pasa? ¿Un accidente? ¿Han atropellado a alguien?
—A
un hombre y a su hijo; uno ha muerto.
—¿Quién
ha muerto?
—El
viejo.
—¿Y
el hijo?
—No
le ha pasado nada.
—¡Es
el colmo! ¿ Y no le echó una mano al viejo?
—Fue
el padre el que lo empujó a un lado.
—Cada
vez salen peores. ¡Criar hijos para esto!
—-Es
mejor no decir tonterías, si no se sabe bien lo que ha pasado.
—¿Quién
dice tonterías?
—Yo
con usted no discuto.
—¡Se
han llevado al niño!
—¿También
había un niño?
Llegaba
más gente.
—¡No
empujen!
—¿Le
he empujado yo?
—Aquí
no hay nada que ver. ¡Vamos, circulen!
Desde
fuera del corro, unos tiraban del brazo a los que estaban en él. El
brazalete rojo los identificaba como miembros del equipo de
propaganda de seguridad vial, y eran aún más agresivos que los
guardias.
El
conductor fue empujado al interior del coche de la policía. Se
resistía, mirando atrás, pero al final la puerta se cerró tras
él. Unos se alejaron a pie y otros se fueron en sus bicicletas. El
grupo de curiosos comenzaba a disminuir, pero aún había alguno que
paraba su bicicleta o se acercaba desde la acera para informarse de
lo ocurrido. La larga caravana de turismos, minibuses, jeeps y
autocares que, encabezada por el trolebús, se había formado a este
lado de la calzada pasó lentamente junto al cochecito volcado sobre
la boca de alcantarilla cubierto con un toldo de cuadros rojos y
azules hecho pedazos. La mayoría de los que estaban de pie en las
escaleras del taller habían entrado en él o se habían marchado.
Cuando hubo pasado la caravana, un policía que se hallaba en medio
del grupo menguante de curiosos midió las distancias con una cinta
métrica mientras otro hacía anotaciones en su cuadernillo. El
charco de sangre que había bajo la rueda comenzaba a coagularse y a
tornarse oscuro. Las puertas del autobús seguían abiertas; sentada
junto a una de las ventanillas, la otra cobradora miraba con
expresión ausente hacia el carril de este lado. Las caras en las
ventanillas de los trolebuses que venían de frente por el carril
opuesto miraban hacia fuera, y algunos pasajeros sacaban medio
cuerpo para ver mejor. El número de peatones y ciclistas aumentó
con la llegada de la hora de la salida del trabajo, la de mayor
afluencia de tráfico, pero los gritos disuasorios de los policías
y los miembros del equipo de propaganda de seguridad vial impedían
toda aglomeración en mitad de la calzada.
—¿Ha
habido un choque?
—¿Ha
habido muertos?
—Seguro
que sí, con toda esa sangre.
—Anteayer
hubo otro accidente en la calle Jiankang; un muchacho de apenas
dieciséis años. Lo llevaron al hospital, pero no pudieron
salvarlo; era, decían, hijo único.
—¿Hay,
en estos tiempos, familias que no sean de hijo único?
—¿Y
cómo vivirán los padres después de esto?
—Si
no solucionan el problema del tráfico, seguirá habiendo
accidentes.
—Demasiados
hay.
—La
angustia que paso todos los días a la salida de clase, cuando mi
Zhiming aún no ha vuelto a casa...
—Y
eso que el suyo es varón, pues las hijas dan aún más
preocupaciones a los padres.
—Mira,
mira; saquemos una foto.
—Ya
es demasiado tarde.
—¿Lo
ha atropellado adrede?
—Quién
sabe.
No
parece haberse enganchado, pues lo ha pillado de lleno.
—Yo
acabo de llegar.
Algunos
conductores son muy agresivos y si no te apartas, les da igual.
—Y
otros se desahogan matando por ahí a la gente; si te topas con
ellos, desgracia segura.
—No
se puede hacer nada, es el destino. En mi pueblo había un
carpintero muy bueno, pero muy dado a la bebida, y una noche que
volvía borracho como una cuba de una casa donde estaba haciendo
unos arreglos, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cabeza
sobre el filo de una piedra...
—Pues
a mí estos días, no sé por qué, me tiemblan los párpados.
—¿De
qué ojo?
—Uno
no puede andar por la calle absorto en sus cosas; ya te he visto
varias veces...
—No
pasa nada.
—Cuando
ocurre el accidente, ya no hay nada que hacer. Yo no soportaría...
—¡Cuidado,
que la gente nos mira!
Los
dos enamorados se miraron y siguieron camino cogidos aún más
estrechamente de la mano.
Habían
terminado de fotografiar el lugar del siniestro. El policía que
había hecho las mediciones esparció arena con una pala sobre la
mancha de sangre. El viento había cesado por completo. Oscurecía.
La cobradora que estaba sentada junto a la ventanilla contaba la
recaudación con las luces encendidas. Un policía cargó los restos
de la bicicleta en un coche. Dos de los de brazalete rojo cargaron
también el cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla y luego
se fueron con los policías.
Debía
de ser la hora de la cena. De pie al lado de la puerta, la
cobradora, la única persona que quedaba en el lugar, miraba con
impaciencia en todas direcciones a la espera del conductor enviado
desde la terminal para hacerse cargo del vehículo. Sólo algún que
otro transeúnte echaba una mirada al autobús vacío que, quién
sabe por qué razón, permanecía estacionado en medio de la
calzada. Era de noche, y ya nadie prestaba atención a la mancha de
sangre invisible bajo la arenal gris que había delante del autobús.
Más
tarde se encendieron las farolas de la calle, y en algún momento el
autobús vacío se fue del lugar. Los coches siguieron circulando
sin cesar en una u otra dirección como si nada hubiera pasado. Sin
embargo, al filo de la medianoche, cuando en la calle apenas
quedaban transeúntes, desde el cruce lejano flanqueado de semáforos
refulgentes y el cartel en caracteres blancos sobre fondo azul
fijado a una valla metálica que decía «Por su felicidad y por la
de los demás, respete las normas de tráfico», se acercó con
lentitud una camioneta de riego; el vehículo disminuyó la marcha
al llegar al lugar del accidente y, aumentando la presión del
chorro de agua, borró la mancha que quedaba sobre la calzada.
El
trabajador de la limpieza ignoraba, probablemente, que en ese mismo
lugar había ocurrido pocas horas antes un accidente en que un
desdichado había perdido la vida.
Pero
¿quién era ese hombre? En esta ciudad de varios millones de
habitantes, sólo los familiares y algunos conocidos debían de
saberlo, y si no llevaba encima ningún documento que lo
identificase, es probable que en ese instante ni siquiera tuvieran
noticia de lo ocurrido. Su hijo —pues debía de ser su hijo—
quizá pronunciase el nombre del padre al volver en sí. Y también
tendría esposa. En el momento del suceso el hombre cumplía los
deberes propios de una madre hacia su hijo, y por ello era buen
padre y, posiblemente, buen marido; y, puesto que quería a su hijo,
también debía de querer a su mujer. Mas ¿ella lo quería a él?
Si lo quería, ¿por qué no cumplía con todos sus deberes de
esposa? Quizá no era feliz; si no, ¿habría obrado tan
atolondradamente? ¿Era quizá la indecisión uno de los puntos
flacos de su carácter? ¿Estaba quizá dándole vueltas a algún
conflicto irresoluble? En tal caso, estaba condenado sin remisión a
tan gran infortunio. Pero si hubiese salido de casa un poco más
tarde o se hubiese puesto en camino un poco antes, o si hubiese
conducido algo más deprisa o algo más despacio después de recoger
al hijo; o si la señora de la guardería le hubiese dicho un par de
palabras más sobre su hijo, o si en el camino se hubiese encontrado
con algún conocido y se hubiese parado a saludarlo, no le habría
ocurrido ninguna desgracia. Ésta no habría sido, en modo alguno,
inevitable, y si no padecía alguna enfermedad incurable, podría
haber esperado tranquilo la muerte. Nadie puede sustraerse a la
muerte, pero sí evitar una muerte prematura. Mas, de no haber
muerto en el accidente, ¿dónde habría muerto? En esta ciudad son
inevitables los accidentes; en realidad, no hay ciudad que haya
logrado eliminarlos. La muerte por accidente de tráfico es una
posibilidad presente en todas las ciudades, y aunque esta
posibilidad sea de un uno por millón, en una gran ciudad como esta
todos los días hay algún desdichado que la padece. Él era uno de
esos desdichados. ¿Habría presentido la desgracia? ¿Qué pensó
en el momento justo en que le sobrevino? Quizá no tuvo tiempo de
pensar en nada, ni de comprender la inmensa desgracia que se abatía
sobre su cabeza, la peor de las desgracias que podían acontecerle.
Aunque sólo fuese ese uno de entre un millón, un minúsculo grano
de arena. Sin embargo, es evidente que al filo de la muerte pensó
en su hijo —demos por hecho que era su hijo—; ¿no había
demostrado gran nobleza con su propio sacrificio? ¿O quizá no fue
sólo cuestión de nobleza y también había intervenido en cierta
medida el instinto? El instinto paterno. Siempre se habla del
instinto materno, pero también hay madres que abandonan a sus
hijos. Inmolarse por un hijo es, ciertamente, prueba de nobleza.
Pero podría haber evitado su propia inmolación: si hubiese salido
de casa un poco antes o se hubiese puesto en camino un poco más
tarde, si no hubiese estado tan aturdido en ese momento, si hubiese
sido un hombre libre de preocupaciones, si no hubiese sido una
persona indecisa, o incluso si hubiese sido más ágil. La suma de
todos estos factores lo había conducido a la muerte, y su desgracia
ha sido inevitable. Ya volvemos a hablar de filosofía; pero la vida
no es filosofía, aunque la filosofía provenga del conocimiento de
la vida. Tampoco habría que incluir en las estadísticas los
accidentes de coche que ocurren en la vida, pues son incumbencia de
los departamentos que gestionan el tráfico o de la policía.
Pueden, claro es, convertirse en noticia en un periódico modesto. O
ser utilizados como material literario, un material que, pasado por
el tamiz de la imaginación y retocado aquí y allá, acabe
conformando una historia conmovedora. En tal caso pertenecerían al
ámbito de la creación. Pero lo que aquí aparece descrito es el
proceso real de un accidente, un accidente cualquiera ocurrido a las
cinco de la tarde enfrente de un taller de reparación de aparatos
de radio de la calle Desheng.
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