156-Me
acuerdo de que en cierta ocasión me estaba limpiando el oído con
un bastoncillo y sin que me diera cuenta en ese
momento se me coló dentro el algodón. Tiempo después me quedé
temporalmente sordo de ese lado, por lo que tuve que ir al médico
de cabecera. Este, pese a poder ver el algodoncillo desde fuera, fue
incapaz de extraerlo y hubo de remitirme a las urgencias del Hospital
de la Princesa. El espectáculo allí era de lo más deprimente, sin
un orden claro entre los que esperábamos a ser atendidos y con
personas que llegaban con problemas realmente urgentes. Al
final el sentido común dictó que el orden que debía prevalecer era
el de la gravedad del dolor o de las heridas, por lo que mi caso fue
relegado a los últimos lugares. Cuando por fin me llegó el turno
una doctora muy agradable procedió a sacar el algodoncillo de mi
oreja. Desde entonces no he vuelto a utilizar tales artefactos.
157-Me
acuerdo de cuando murió Antonio Vega, a los cincuenta años. A pesar de sus adicciones, Antonio siempre me ha parecido
un hombre admirable, uno de los mejores letristas españoles y un tío coherente con su
forma de pensar, incorruptible en la medida en que se puede ser
incorruptible dentro del mercado musical español. Ese día, los de
Radio Nacional de España, Radio-3, le dedicaron un monográfico que
duró toda la jornada, algo insólito en Radio-3 y, huelga decirlo,
en la radio española. Ese día también derramé unas lágrimas bajo
mis gafas de sol. Supongo que las gafas de sol se hicieron para eso,
¿no?
158-Me
acuerdo de cuando estuve en Tíbet. El gobierno chino tenía tan
controlada la situación que solo permitía el acceso a un puñado de
lugares contados; además, para conseguir el billete de avión era
necesario haberlo comprado previamente en una agencia de viajes
china, la cual se encargaba de integrarte dentro de un grupo de
turistas a los que no conocías; una situación bastante forzada, la
verdad. Una vez en suelo tibetano te olvidabas de aquel grupo artificial y continuabas a tu aire. El caso es que conseguí llegar hasta una ciudad llamada
Sigatsé, hermosa dentro del paisaje desolado típicamente tibetano,
con una lamasería que atraía a cientos de peregrinos y con una vida
nocturna de lo más animada, con discotecas y decenas de pequeñas
peluquerías donde se ejercía la prostitución. Recuerdo que en una
de esas discotecas ponían bailes agarrados y podías ver a hombres
bailando juntos (aclaro que no era un garito de ambiente, sino
abierto al público en general). Mi intención era continuar viaje
desde Sigatsé hacia Katmandú, en Nepal, a través de la denominada
Friendship Highway (Autopista de la amistad), una carretera bastante
espectacular, incluso peligrosa —dicen—, que atraviesa la
cordillera del Himalaya. Busqué autobuses que hicieran la ruta,
algún coche particular, pensé en hacer autoestop... Nada. Pese a
que lo intenté por todos los medios a mi alcance fue completamente
imposible seguir adelante. Se respetaba a rajatabla la consigna del gobierno chino de
no permitir a nadie, salvo que se formara parte de un grupo
organizado —otro—, proseguir el viaje más allá de Sigatsé. Decepcionado,
tuve que regresar a Lasa, la capital.
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