Mostrando entradas con la etiqueta BOLAÑO ROBERTO. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta BOLAÑO ROBERTO. Mostrar todas las entradas

"2666" (III) - ROBERTO BOLAÑO


En sus novelas Roberto Bolaño acostumbra a incrustar de vez en cuando alguna historia que se sale un poco o mucho de la trama principal, pero que no deja de ser interesante o, como en este caso, divertida. Está sacada de 2666 (Edit. Anagrama), de la página 708:

«Pero luego me cansé y volví a sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo decía con esas palabras, en su poder, como si estuviera refiriendo una historia medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos? ¡Trescientas cuarentaicinco veces! Y trescientas cuarentaicinco veces había sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa. Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La contestación del tipo fue alucinante. Dijo que al principio pagaba lo que le pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente, creía él, lo llevaban de lástima. Ahorita mismo, le dijo al presentador de Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás: si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera. Digamos: se había convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle si iba a seguir intentándolo. ¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza no había nada que hacerle»

"2666" (II) - ROBERTO BOLAÑO


Lo que sigue es una reflexión que hace Roberto Bolaño, en 2666 (Editorial Anagrama), sobre las obras maestras y sobre las obras menores (una imitación, según él, de obras maestras que las inspiran), sobre el sentido (o no) que tiene seguir escribiendo, sobre ese mundillo editorial y literario que procura que un torrente de obras menores acabe por ocultar esas gemas que son las obras maestras:

«Pobre mi padre mío. Fui escritor, fui escritor, pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por ellos.
Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿Quién ha escrito tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia –le dijo el viejo ex escritor a Archimboldi y Archimboldi recordó a Ansky–. Quien en verdad está escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra.
Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa, lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario, decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra desgracia, la flor mágica del invierno!
Disculpe las metáforas. A veces me excito y me pongo romántico. Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?
Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir: somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.
Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando. El detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece. Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.
El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.
¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío» (pág. 982).

«-Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla» (pág. 989)

"2666" (I) - ROBERTO BOLAÑO


Ahí van algunos fragmentos escogidos de la obra 2666 de Roberto Bolaño. El número de página se refiere al que tiene en la edición de Anagrama:

«¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o la excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia que variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia» (pág. 902)

«A esa misma hora la policía de Santa Teresa encontró el cadáver de otra adolescente, semienterrada en un lote baldío de un arrabal de la ciudad, y un viento fuerte, que venía del oeste, se fue a estrellar contra la falda de las montañas del este, levantando polvo y hojas de periódico y cartones tirados en la calle a su paso por Santa Teresa y moviendo la ropa que Rosa había colgado en el jardín trasero, como si el viento, ese viento joven y enérgico y de tan corta vida, se probara las camisas y pantalones de Amalfitano y se metiera dentro de las bragas de su hija y leyera algunas páginas del Testamento geométrico a ver si por allí había algo que le fuera a ser de utilidad, algo que le explicara el paisaje tan curioso de calles y casas a través de las cuales estaba galopando o que lo explicara a él mismo como viento» (pág. 260)

«Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez» (pág. 289)

«Nadie presta atención a esos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo» (pág. 439)

«El dolor, o el recuerdo del dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era posible: dolor que finalmente deviene vacío. La conciencia de que esta ecuación era aplicable a todo o casi todo» (pág. 76)

"DESNUDO EN LA BAÑERA, ASOMADO AL ABISMO" - LARS IYER

Lars Iyer es el autor de las novelas Spurious y Dogma. En este demoledor manifiesto arremete contra lo que hoy en día se entiende por Literatura. Para Iyer, hoy por hoy y tal y como la conocíamos, la Literatura es imposible, salvo que se entienda como una farsa o una parodia de sí misma.
La traducción del texto del inglés es de Susana Lago Ballesteros y el texto original fue publicado en inglés en: http://www.thewhitereview.org/





Desnudo en la bañera, asomado al abismo (Manifiesto literario tras el fin de la literatura y los manifiestos)



El descenso de la montaña

Hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses. Vivían en las montañas, cual eremitas desahuciados o aristócratas lunáticos. Escribían con la única finalidad de comunicarse con los muertos, los aún no nacidos, o con nadie en absoluto. No habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y antisociales. Aunque tal vez deploraran sus vidas, marcadas por la soledad y la tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Escribían teatro y poesía y filosofía y tragedias y cada muestra era más devastadora que la anterior. Los libros que alcanzaban a escribir llegaban con carácter póstumo a sus lectores, y por el más tortuoso de los caminos. Asomarse a sus pensamientos e historias era tan aterrador como toparse con los huesos de un animal extinto.

Andando el tiempo, surgió una segunda oleada de escritores. Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las alturas, necesitaban morar en los confines de bosques colindantes con alguna ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando, para darse una vuelta por la plaza pública. Congregaban multitudes, cuyas mentes agitaban; provocaban escándalos, se metían en política, se retaban en duelos e instigaban revoluciones. A veces emprendían largos viajes a las montañas y cuando regresaban, el pueblo temblaba oyendo sus nuevas proclamas. Los escritores se habían convertido en héroes, áureos, audaces y pomposos. Más de uno entre quieres deambulaban ociosamente por la plaza dio en pensar: ¡Me place esto que veo! Me siento medio inclinado a intentarlo yo mismo.

Pronto, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la ciudad, y aceptaron puestos de trabajo. De hecho, ciudades enteras se vieron colonizadas y ocupadas por escritores. Pontificaban acerca de cuanto tema hay bajo el sol, concedían entrevistas y publicaban en la editorial local, Libros del Monte Santo. Los había que llegaron incluso a vivir de las ventas y, cuando éstas menguaron, impartieron clases en la facultad de Olimpia City, y cuando se dejó de contratar a nadie en los Departamentos de Humanidades, se dedicaron a escribir libros de memorias sobre el arte de “vivir en las montañas”. Se hicieron expertos en publicidad, porque resultaba evidente que la industria editorial era una rama de la comunicación. Los más astutos empezaron a escribir anuncios, pues era una excelente manera de adquirir una buena técnica. En poco tiempo, los autores empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto quedó claro que a fin de cuentas el público no era más que una alucinación, del mismo modo que la importancia de la escritura era básicamente una alucinación.

Ahora te sientas ante el escritorio, soñando con la Literatura y leyendo distraídamente el artículo de Wikipedia sobre la "novela", mientras picas algo y ves vídeos de perros y gatos en el móvil. Escribes un poco en tu blog y tuiteas los pensamientos más profundos de que eres capaz, te devanas los sesos intentando añadir tu propia opinión sobre algún tema de moda en la red. Susurras, como en una plegaria, los nombres de Kafka, Lautréamont,Bataille, Duras, con la esperanza de conjurar el espectro de algo que apenas comprendes, algo ridículo y obsoleto que, sin embargo, te reconcome todos los días de tu vida. Y te sorprendes riéndote impotente de ti mismo muy a tu pesar, hasta que casi se te saltan las lágrimas. Por fin haces clic en “abrir nuevo documento” y estremecido, clavas la mirada en la pantalla, y te preguntas qué demonios podrías escribir ahora. 
  
El cadáver de la marioneta

Decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente falso e intuitivamente cierto. Según la mayoría de datos estadísticos, el diagnóstico es acertado. Hay más lectores y escritores que nunca. El crecimiento de internet indica, en cierto sentido, el aumento de una cultura profundamente alfabetizada. Tendemos a mandar mensajes, en vez de hablar. Ahora más que nunca publicamos comentarios por escrito, en vez de observar o escuchar. Se suele citar el dato de que el número de diplomados en programas de escritura es superior al número de londinenses en tiempos de Shakespeare. Como dice Gabriel Zaid, autor deDemasiados libros: la proliferación exponencial de autores apunta a que el número de libros publicados pronto eclipsará al de la población humana. Pronto habrá más libros que personas han existido desde el principio de los tiempos. Tenemos bibliotecas enteras en los móviles, libros (disponibles o descatalogados) a los que podemos acceder con sólo mover un dedo. La todopoderosa Amazon, la infinita Feed, la inagotable Aggregation, la Wikisabiduría, las recomendaciones, favoritos, listas, críticas, comentarios... Vivimos en una época de palabras sin precedentes. 

Con todo y con ello... en otro sentido, conforme a un criterio diferente, la Literatura es un cadáver, y lleva además mucho tiempo frío. Intuitivamente sabemos que así es, lo sentimos, lo sospechamos, lo tememos y lo aceptamos. El sueño se ha desvanecido, nuestra fe y nuestro asombro han huido, hemos dejado de creer en la Literatura. En algún momento de la década de los 60 el gran río de la Cultura, la Tradición Literaria y el Canon de las Obras Sublimes se empezó a ramificar, rompiéndose en una miríada de afluentes, discurriendo con lentitud por las llanuras del delta cultural. En una cultura sin verticalidad, la Literatura sobrevive como referente primordial del efecto de realidad, o como un diploma menor otorgado por una universidad recién privatizada. Ahora bien: ¿qué era antaño la Literatura? La Literatura eran nombres como Diderot, Rimbaud, Walser, Gogol, Hamsun, Bataille y, por encima de todos, Kafka: revolucionario y trágico, profético y solitario, póstumo, incompatible, radical y paradójico, refugio de oráculos y outsiders. Kafka planteaba retos a base de emoción, su objetivo era romper moldes, alterar lo existente, a base de describir, sí, solo que sus descripciones eran devastadoras; se situaba fuera de la cultura a fin de observar bien su interior, o se instalaba en el interior de la cultura, para ver bien qué había fuera. Nadie escribe ya obras así, impregnadas de este espíritu. O, más bien, siguen existiendo, pero sólo como una parodia de modelos pasados. La Literatura se ha convertido en una pantomima de sí misma, su peso en la cultura está sobrevalorado, teniendo en cuenta que sus acciones son unidades infinitesimales que valen calderilla en el mercado de la bolsa. 

¿Cuáles son las causas de tamaño declive? Se puede señalar la caída de antiguas clases y estructuras de poder, como la iglesia, la aristocracia y la burguesía. Estas grandes instituciones que lastraban el avance de las energías modernistas se han disuelto. Como la paloma de Kant, que para atravesar el aire en vuelo libre precisa de su resistencia, también el escritor necesita sentir una especie de resistencia por parte de la Literatura; el escritor necesita oponerse a algo, en su lucha por alcanzar algún logro. Y ¿a qué oponerse cuando no queda enemigo contra el que luchar? Se podría hablar de la globalización, de la absorción del planeta entero por el mercado mundial, cuyo efecto ha sido el debilitamiento de las antiguas formas culturales así como de las literaturas nacionales. Vemos cómo se eleva la idea de individuo a un punto en que el concepto mismo de idiosincrasia se convierte en un lugar común, un punto en el que términos como yo, alma, corazón y mente son jerga demográfica. Nuestra idea de lo que es tradición se ha reducido a algo tan exiguo que no tiene sentido plantarle cara; no quedan autores del pasado a los que hacer frente. Se podría apuntar como causa el populismo de la cultura contemporánea, la disolución de los antiguos límites entre arte culto y popular, así como el debilitamiento de nuestros recelos ante el poder del mercado. Hoy día, los escritores trabajan en concierto con el capitalismo, más que adoptando una postura en su contra. No eres nada si no vendes, si tu nombre no es conocido, si no acuden decenas de admiradores cuando firmas ejemplares de tus libros. Y también podríamos señalar la banalidad de las democracias liberales; al tolerarlo todo, al absorberlo todo, nuestro sistema político no da licencia para nada. Hubo un tiempo en que el arte fue oposición, pero actualmente ha sido fagocitado por el aparato cultural, y la idea de seriedad se ha visto reducida a una especie de producto kitsch para consumo de la Generación X, Y o Z. No nos faltan temas a los que enfrentarnos con seriedad: la atmósfera está en ebullición, las reservas de agua se están desecando, las dinámicas políticas nos empujan a la ingenuidad de cruzarnos de brazos como si la catástrofe no fuera con nosotros... y en medio de todo esto la Literatura ha perdido la capacidad de dar cuenta de esta tragedia. La globalización ha aplastado la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado. La prosa se ha convertido en un producto más: algo agradable, llamativo, exquisito, laborioso, respetado, pero irremisiblemente insignificante. Ya no se escriben poemas que llamen a la revolución, ya no se escriben novelas que desafíen a la realidad. Ya no.

La  historia de la Literatura es como el eco que reproduce una cámara de sonido, que va debilitándose con cada nueva reiteración. O, para emplear otra metáfora, se podría decir que la Literatura era, a fin de cuentas, un recurso finito, como el petróleo, como el agua. Cada nueva manifestación literaria ha sido una prospección que ha ido mermando las reservas hasta acabar con ellas. Si la historia de la Literatura es la historia de los movimientos literarios y sus posibilidades,  entonces hemos alcanzado el punto en que el modernismo y el postmodernismo la han agotado. El postmodernismo, nombre que en el fondo no hace más que añadir al modernismo una dosis de desesperación, nos ha conducido al final del juego: todo está a nuestro alcance pero nada nos sorprende. En el pasado, cada gran afirmación contenía un manifiesto y cada vida literaria era una invitación a la heterodoxia; pero hoy todo es fotocopia, nota a pie de página, gesto teatral. Ni la originalidad misma es ya capaz de sorprendernos. Hemos presenciado tantos ejercicios de estilo y forma que incluso algo original en cada uno de sus componentes contiene la novedad como meta-cualidad y así nos resulta, paradójicamente, reconocible al instante.

Algunos optan por tocar los clarines del pasado, reclamando el regreso de las viejas formas, exigiendo que la Cultura vuelva a subirse a su viejo carruaje, proclamando la vigencia del concepto de autoridad literaria. Pero estas exigencias grandiosas o son vistas con recelo, o resultan irrisorias o nadie hace caso de ellas. Los “clásicos”, de la antigüedad hasta el presente, son repertorios rutinarios, como el Cascanueces en Navidad. El prestigio literario sólo existe como una forma litúrgica, tan pintoresco como una monja en el metro. ¿Quién, sino los más pomposos escritores de la tercera oleada, se toma a sí mismo en serio como Autor? ¿Quién se atrevería a soñar con archivar sus e-mails y tweets para que los lea agradecida la posteridad? La reclusión de Blanchot ya no es posible, al igual que el exilio de Rimbaud o la muerte adolescente de Radiguet. Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión. La idea de autor se ha evaporado, siendo sustituida por un ejército de obreros de la tecla, que trabajan codo con codo con los publicistas y los programadores.

Se podría argüir que deberíamos estar agradecidos por este nuevo orden. ¿No es estupendo, al fin y al cabo, tener como hobby ser todo un novelista? Que los demás puedan leerte. ¡Menuda sorpresa! Que la gente leyera ficción sería de por sí una sorpresa. Tus amigos y tu familia también creen que es estupendo. ¡Así que has publicado una novela! ¿La gente aún lee novelas? ¡Quién lo hubiera dicho! Para tu círculo de amigos, el hecho de publicar una novela es más importante que lo que pueda contener. El hecho de que tu nombre aparezca en Google acompañado de algo más que fotos en que se te ve desnudo en la bañera es ya algo. Y así, el prestigio de ser un verdadero autor cede ante la frívola idea de fama literaria, algo efímero que se olvida rápidamente.

¿Qué es tan terrible, entonces? Entre los puestos del mercado se escucha un parloteo fascinante, el ruido de una vida estable. Que brote un millar de flores y todo eso. Tal vez la muerte de la Literatura sea el síntoma del fin de algo que ha dejado de ser necesario. Tal vez debamos aceptar esta muerte. ¿Para qué evocar el espectro pantomímico del poète maudit, las sombras burlonas de Rimbaud o Lautréamont, con su botella de absenta y los ojos inyectados en sangre? Para los más prácticos, el fin de la Literatura no es más que el fin de un modelo melodramático, una falsa esperanza que ha seguido el camino del psicoanálisis, del marxismo, del punk rock y de la filosofía. Pero quienes somos menos pragmáticos nos damos cuenta de lo que se ha perdido, lo vivimos. Junto con la Literatura perdemos la posibilidad de la Tragedia y la Revolución, las últimas modalidades de Esperanza que teníamos a nuestro alcance. Y cuando desaparece la posibilidad de lo trágico, nos hundimos en una forma de pesar sin atributos, una vida cuya enorme tristeza carece de grandeza trágica. Ansiamos la tragedia, pero ¿dónde encontrarla, cuando sólo hay lugar para la farsa? La burla y el desdén son hoy las únicas reacciones que se dan cuando alguien lee en público un nuevo manifiesto. Todos los esfuerzos son tardíos, todos los intentos son impostados. Sabemos lo que queremos decir y oír, pero los nuevos instrumentos a nuestro alcance no duran mucho tiempo afinados. No podemos repetir fórmulas antiguas ni probar fórmulas nuevas, ambas posibilidades se han alejado telescópicamente de nosotros, reducidas a algo que nos suena. Somos como payasos de circo incapaces de estrujarnos todos juntos en un cochecito. Las palabras de Pessoa nos resuenan en los oídos: “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Esta es la tarea que se nos ha encomendado, nuestra mejor y única salida. 
  
Enfermos de literatura

Quien escribe está en destierro de la escritura; 
allí está su patria donde no es profeta
Maurice Blanchot

Como ante cualquier muerte, cualquier calamidad, nuestra primera y perversa reacción es la negación. Amábamos demasiado a nuestros genios literarios como para aceptar que sus días han terminado. Danzamos en torno al tótem de Bloomsday y paladeamos el nombre de Camus como la eucaristía. En vano se conceden, pomposa y solemnemente, medallas de grandeza a novelas que imitan pálidamente el vago recuerdo de las obras maestras. El prestigio, los escombros, el cuerpo de la Literatura sigue ahí, pero su espíritu ha volado. Sólo un puñado de escritores ha captado la gravedad del momento que atraviesa actualmente la Literatura. Sólo un puñado de escritores es sincero a la hora de escribir acerca de la situación en que nos encontramos y los obstáculos que hay en el camino. Y lo que escriben es enfermizo y canibalesco, absurdo y desesperado, pero paradójicamente son también alegres y auténticas. Sus obras son increíblemente honestas y tienen un poder liberador. Estos son los escritores que, tal vez, nos muestran el camino a seguir.

Antes de curarnos debemos diagnosticarnos. El narrador de El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas, padece la “enfermedad de la literatura”, lo cual le hace experimentar el mundo únicamente a través de los libros que ha leído, escritos por los grandes autores de la historia de la literatura. Está condenado a entenderse a sí mismo y todo lo que le rodea a través de las vidas y obras de los autores que le obsesionan. Escribe El mal de Montano para encontrar una cura, para salir de la Literatura mediante la Literatura. 

En la primera parte del libro, una novela corta independiente, Montano va a Nantes para liberarse de su enfermedad literaria, pero acaba aún más inmerso en ella. La ciudad le recuerda a Jacques Vaché, el legendario protosurrealista conocido únicamente por sus cartas a Breton. Nacido y criado allí, Vaché pensaba, igual que Breton, que Nantes sólo iba detrás de su querida París como fuente de inspiración. Y cuando Montano visita a su hijo en la misma ciudad, sólo puede verse a sí mismo como el fantasmagórico padre de un Hamlet que, como el personaje de Shakespeare, finge haber perdido totalmente la razón. 

Montano está atrapado por la literatura. Decidido a marcharse de la ciudad, coge el primer tren y admite que se trata de “un gesto muy literariolos trenes son muy literarios”. También los medios de transporte se han contagiado del mal de Montano. Un viaje que efectúa más adelante a Chile tampoco le proporciona alivio. Volar en  avioneta le trae el recuerdo de Antoine de Saint-Exupéry, quien repartía correspondencia en aquellas mismas montañas. Montano evoca a incontables autores a lo largo del viaje: Danilo Kiš, Pablo Neruda,Alejandra Pizarnik, y así sucesivamente.

Montano sufre. Su proximidad a la literatura es agobiante. El mundo mismo parece un sistema de tropos literarios, de asociaciones literarias. Montano no puede ni recurrir al suicidio, poniendo fin a todo esto, puesto que “la muerte... es precisamente de lo que más habla la literatura”No hay salida, no hay acción posible que no corra el riesgo de convertirse en una especie de cliché literario, de manifestación literaria kitsch. Y es que el problema de Montano no es sólo estar atrapado en la Literatura; es que la propia Literatura aparece como un escenario de mal gusto.

La afección de Montano encuentra sus raíces en Kafka (a decir verdad: ¿qué problema de los últimos cien años no ha sido previsto por Kafka?). Montano escribe que nadie ha estado más “enfermo de literatura” que el autor de Praga. “Estoy hecho de literatura”afirma Kafka, pero él consiguió hacer literatura gracias a su enfermedad. El castillo se podría entender, como sugiere el narrador de El mal de Montano, como una alegoría de la imposibilidad de intercambiar exégesis por realidad, de permutar enfermedad por salud, pero el hecho de crear una alegoría a partir de su enfermedad es ya literatura. En otras palabras, Kafka aún puede escribir Literatura y así aliviar temporalmente su enfermedad literaria.

El narrador de Vila-Matas dispone de menos opciones aún que Kafka. El sostén de la religión ya se había desmoronado en tiempos de Kafka, dejándole en el reino de la alegoría, pero Vila-Matas ni siquiera tiene el sostén de la alegoría, peor aún: la propia estructura de la narrativa se ha desplomado. Kafka todavía podía contar una historia, pero esto le está vedado al narrador de Vila-Matas. De la misma manera que Kafka nació demasiado tarde para la religión, todos nosotros hemos nacido demasiado tarde para la Literatura. Al reactivar las vidas y obras de literatos legendarios, el narrador de Montano no hace sino poner de relieve cuán remotas son estas figuras para nosotros, todas ellas de escritores a quienes la propia Literatura parecía mantener a cierta distancia. La Literatura se aleja de nosotros al igual que se alejó de nuestros predecesores literarios, empezando por autores de diarios como Gide quien, como se describe en El mal de Montano, sueña eternamente con escribir una Obra Maestra. Y es que la noción misma de Obra Maestra, o incluso albergar la esperanza de escribir una Obra Maestra, es ya síntoma de mal gusto literario. A esto se refiere el narrador cuando sostiene que la literatura en sí misma padece el mal de Montano: la enfermedad de Montano, si contemplamos el mundo a través de la lente de la Literatura, es también la enfermedad de la Literatura, un espejo que ya no es capaz de reflejar el mundo. 

“Don Quijote representa la juventud de una civilización: se inventaba los sucesos, mientras nosotros no sabemos escapar a los hechos que nos acosan”, escribe E. M. Cioran. Inventar sucesos, incluso hacer alegorías sobre ellos, ya no parece posible. Como cuando escupimos contra el viento, nuestro menor gesto literario nos es devuelto en plena cara. Esto, como sucede con el brillante virtuosismo de la primera parte de El mal de Montano, puede resultar divertido, pero acaba siendo agotador. Como afirmaba un crítico: “los chistes tienen cada vez menos gracia” y el libro se vuelve una tortura. Resulta difícil no estar de acuerdo con la idea de que el narrador parece “haber perdido el hilo del argumento, y eso sin perder de vista el hecho de que en realidad nunca llegó a haber un argumento en el pleno sentido de la palabra”. Con todo y con ello, a pesar de tan agobiante encerrona, Vila-Matas pone fin a su obra con una sorprendente nota de rebeldía, incluso de esperanza: el narrador y Robert Musil se arrodillan juntos frente a un gran abismo, rodeados de escritores pomposos y petulantes (“enemigos de lo literario”) que se congratulan unos a otros durante la celebración de un grotesco festival literario. “Es el aire de los tiempos”, se lamenta el narrador, “el espíritu está amenazado”. Pero Musil le contradice: “Praga es intocable... es un círculo mágico. Praga ha sido siempre demasiado para ellos. Y siempre lo será”. Para ser un libro cuyo propósito es determinar la enfermedad terminal de la Literatura, El mal de Montano acaba insistiendo en que algo queda todavía, que subsiste una cualidad decidida y secreta que ni siquiera tiempos como los nuestros pueden desbaratar.

Volvamos ahora la mirada hacia Thomas Bernhard, otra víctima del mal de Montano. No hay nada que hacer, no hay salida, no se puede hacer nada excepto subrayar el hecho de que no hay nada que hacer, y de que no hay salida. La misma historia contada una y otra vez, el intento de encontrar tiempo y espacio para elaborar un compendio, una exhaustiva obra de recopilación dedicada a algún tema específico (la naturaleza del sentido auditivo; la música de Mendelssohn) que sirve de excusa para que el narrador haga que la sustancia del relato sean los insuperables problemas que plantea su escritura. Bernhard aborda sus temas (el resentimiento y los deseos frustrados de quien aspira a una vida intelectual; la culpa y el sufrimiento derivados de haber vivido totalmente sometidos a la exigencias del estado austríaco; la abominación moral inherente a las secuelas del nazismo) recurriendo a una prosa cacofónica que desarrolla un tema con variaciones. Son grandes bucles repetitivos que se estiran hasta alcanzar el punto de ruptura, propagándose después en una espiral huracanada de rabia y frustración. Sus libros giran como torbellinos, arrastrando cuanto se cruza en su camino: hipérboles de gran calado revolotean mezcladas con menudencias lamentables; aforismos del Viejo Mundo colisionan con estúpidas perversiones, grandes denuncias se repliegan, transformándose en distracciones banales. El valor de una maleta, el valor de una vida; cómo los perros de compañía sabotean toda posibilidad de actividad intelectual; el desayuno cotidiano entendido como asalto. Las frases de Bernhard, siempre a punto de desmoronarse, no pretenden únicamente representar la vida (la vida ordinaria y tediosa de los filósofos fracasados, los científicos fracasados, los músicos fracasados y los escritores fracasados que viven bajo regímenes corruptos) sino también las fuerzas que en ella se encierran.

El incesante movimiento hacia delante de su prosa pone de relieve la completa intolerancia al fracaso, a las componendas y al odio, hacia las presuntuosas poses de aquellos que no entienden sus propios fracasos y componendas. Al declararse la guerra a sí mismos, los frustrados narradores de Bernhard, permanentemente incapaces de encontrar un tiempo y espacio en el que por fin les resulte posible escribir como los maestros que tratan de imitar (trátese de Schopenhauer, Novalis, Kleist o Goethe) declaran la guerra a una cultura en la que la imitación de los maestros ha dejado de ser posible. Bernhard es el nombre del sumidero que succiona los remolinos que forman una Cultura, una Literatura y una Filosofía que corresponden al pasado. Bernhard lamenta, horrorizado, el suicidio de la Cultura, al tiempo que escupe bilis contra los “enemigos de lo literario” que aún quedan: los artistas, actores, escritores y compositores subvencionados por el estado que acuden a la insufrible cena que nos describe en Tala. Se ve envuelto en una neblina de odio hacia la vida no literaria, actitud que encarnan personajes como la célebre y ajetreada hermana deHormigón. En El malogrado, Bernhard incluso llega a postular que las únicas salidas posibles a una vida dedicada a la creación artística son el suicidio, la locura o el más abyecto fracaso.

Evidentemente, la ironía de Bernhard reside en el hecho de que, en tanto que sus narradores fracasan una y otra vez, incluso antes de empezar, el propio Bernhard encuentra una manera y una vía en que expresarse. Puede que sus músicos hayan renunciado a su arte y que sus críticos musicales sean incapaces de escribir una línea, pero Bernhard ha creado una música para sí mismo. Es, tal vez, una sinfonía grotesca, un vals ridículo, irrisorio, disparatado y oscuro, pero hay algo emocionante, podríamos decir incluso hermoso, en su canto abnegado. Una vez más, como en la obra de Vila-Matas, sólo al borde del abismo somos capaces de recordar qué es lo intocable.

Un último ejemplo de literatura que se enfrenta a su propia muerte y sobrevive es Los detectives salvajes de Bolaño, un libro sobre el intento de crear una vanguardia literaria en 1975, escrito después de que las condiciones para poner en práctica la vanguardia se hayan desmoronado. Es un libro sobre la revolución política después de la constatación del fracaso a que estaban condenadas dichas revoluciones. Se trata de una novela sobre las vanguardias literarias, pese a lo cual se resiste a la conceptualización y al estilo que exige la idea de vanguardia literaria. Se trata de una novela extática, apasionada (el propio Bolaño la describe como una “carta de amor” a su generación) que parodia los deseos de que existan la Literatura y la Revolución. Se trata de una novela que, como todas las novelas recientes, llega demasiado tarde, pero a diferencia de la mayoría, encuentra el modo de abordar este retraso. Gracias a ello, Los detectives salvajes aporta a quienes aspiran a ser considerados autores un modelo que permite hablar con propiedad de nuestros sueños anacrónicos.

Los supuestos protagonistas del libro, Ulises Lima y Arturo Belano, líderes de una bandaliteraria conocida como los “realistas viscerales”, ocupan pocas veces el primer plano de la narración. En general, nos llega un lejano eco de ellos, a través de los múltiples narradores a quienes Bolaño encomienda que den cuenta de la historia. Y el veredicto que recae sobre ellos es desigual: encuentran un admirador en Madero, izquierdista exaltado, estudiante de leyes, cuyos brillantes y divertidos diarios enmarcan Los detectives salvajes. Pero también tienen detractores: “Belano y Lima no eran revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga”dice uno de los narradores de Bolaño“Todo el realismo visceral era… el pavoneo demencial de un pájaro idiota, algo bastante vulgar y sin importancia”, dice otro. Al final, se dirigen hacia “la catástrofe o el abismo”, mientras recorren el mundo, intentando mantener una pose literaria y política cuando el tiempo de la Literatura y de la Política ha pasado. “Luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados”, dice Bolaño hablando de su generación. “Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto”.

Abrazar deliberadamente un ideal muerto: esta es la cualidad que impregna Los detectives salvajes. La intuición de Bolaño, perturbadora y liberadora a un tiempo, revela que ya sólo es posible escribir el epílogo de la Literatura: la historia de quienes se rascan las rodillas mientras rastrean las huellas que ha dejado la Literatura tras su desaparición. No es cuestión de alardes metaliterarios ni de  solipsismos; se trata de mirar las cosas de frente. Vivimos en una cultura en que millones de escritores se dedican a mimetizar los grandes modelos que adoran, con tan solo una vaga consciencia de que lo único que hacen es vomitar vulgaridades. Todos sabemos que Libertad [la novela de Jonathan Franzen] no es Flaubert, y aún así no alcanzamos a comprender por qué se nos ha cerrado esa puerta. Año tras año vemos cómo se intenta hacer pasar como si fuera el último grito muestras de estilos muertos como el realismo, el modernismo, el nuevo periodismo o alguna variante lúdica del postmodernismo, todos ellos más retro que la peste. Es hora de que la literatura acepte su propia muerte, en vez de seguir jugando a las marionetas con su cadáver. Debemos denunciar la farsa de una cultura que sueña con cosas que no puede crear, porque esta farsaes nuestra tragedia. Debemos afrontar con humor la oscuridad y la amargura de la situación en que vivimos. ¿Por qué, si no, dibuja uno de los narradores de Bolaño enanos con penes gigantescos, mientras mata el tiempo en la celda de una prisión israelí? ¿Por qué Madero juega con sus compañeros a las adivinanzas con las caricaturas que aparecen en las últimas páginas de Los detectives salvajes, cuando la búsqueda de Cesárea Tinajero se acerca a su fin? Estos comportamientos son propios de quien vive después de la Literatura. Una vez más, como en Cervantes, la historia más poderosa es la que realza el papel que tiene la Literatura en nuestras vidas, sólo que en las circunstancias actuales es un papel reducido al de un fuego que flota sobre una ciénaga, un fantasma que arrastra sus cadenas, un ente derrotado que hipnotiza a un ejército de idiotas integrado por supuestos novelistas, revolucionarios, críticos, conferenciantes de filosofía, editores de blogs literarios, suscriptores de revistas y supuestos intelectuales... en una palabra: todos nosotros.
  
Qué escribir en las postrimerías

Hay esperanza, infinita esperanza,
 pero no para nosotros
 Kafka

De modo que aquí estamos, a este lado de la montaña, nostálgicos de las mesetas tormentosas donde nuestros ancestros escritores emplearon una vez su magia, pero conscientes de que somos habitantes de las tierras bajas. Aquí estamos, al cabo de la Literatura y la Cultura, desnudos, despojados, azorados. Somos como niños que se han encontrado unas botas viejas y andan trotando por ahí con ellas. ¡Puede que hasta Bernhard y Bolaño sean demasiado grandes como para que los imitemos!  Deberíamos estudiar a los perversos garabateadores, como David Shrigley e Ivan Brunetti. El medio de expresión que han elegido pone de relieve hasta qué punto han abrazado su condena. Deberíamos apagar los ordenadores, subir los libros al desván y olvidar que hubo un tiempo en que sabíamos leer y nos parecía algo importante. Pero para los que no podemos escapar a la necesidad de borronear y teclear, he aquí algunas pistas.

Utiliza una sencillez a-literaria. El juego ha terminado, ya no queda nada. El estilo de Los detectives salvajes es notoriamente a-literario, exento casi de elegancia, pese al virtuosismo desasosegado de sus voces narrativas. Es “directo hasta la asfixia”. Incluso Bernhard, pese a todas sus circunvoluciones gramaticales, a la postre escribe con una suerte de obviedad patética. No se maquilla ni adorna, sino que escupe la materia de su descontento. El abismo necesita la clara quietud de un testigo, el testimonio sobrio del día después para recordar lo que pasó. La Literatura ya no es nada por sí misma, es la Gran Desaparecida.

Resístete a las formas cerradas, a las obras maestras. El empeño por escribir obras maestras es una modalidad de necrofilia. Escribir debe ser un acto abierto por todos sus flancos, de modo que un esbozo de vida real (aunque ésta no sea más que una farsa lúgubre y ridícula) pueda atravesarlo, pasando las páginas. Según Vila-Matas, cualquiera que escriba un texto de ficción debe permitir que se le vea la mano, que la imagen de uno mismo aparezca. Pero en el ámbito de la literatura después de la Literatura lo que permite ver la mano es la vida como farsa. Los autores deben renunciar a imitar a los genios. En lugar de ello, es preferible mostrar a los autores como monos de imitación, en una palabra, como idiotas. No tengas la arrogancia de intentar ser cómico. Tú eres el serio en esta farsa; el gracioso es el universo. No vayas de tonto, ni de listo, ni de simpático, ni de tímido. Eso sí, deja un margen a la hilaridad, a una risa dolorosa y purificadora que te parta en dos los costados y el corazón. Sigue tu propia estupidez como unas huellas en la arena.

Aunque trates otros temas, no dejes de escribir acerca de este mundo, un mundo dominado por sueños muertos. Resalta la ausencia de Esperanza, de Fe, de Compromiso, de Seriedad rimbombante. Señala el pasado, del que hemos sido desgajados; señala el futuro, que nos destruirá. Escribe sobre un tipo de esperanza que antaño fue posible en tanto que Literatura, Política, Vida, pero que ya no es posible para nosotros

Deja ver claramente que eres consciente de tu impostura. No eres un Autor, no en el sentido tradicional. En realidad, no has escrito ningún Libro, un Libro de Verdad. No formas parte de ninguna tradición, movimiento ni vanguardia. No te estás jugando verdaderamente nada en la Literatura, por muchos aires insensatos que te quieras dar. Además, la verdad es quehoy día es poquísima la gente que lee. No dejes de recalcar bien este dato. ¡Nadie lee, pedazo de idiota! Hay más novelistas que lectores. Hay demasiados libros...

Deja ver tu melancolía, resalta el hecho de que el final se acerca. Se acabó la fiesta. Las estrellas salen y el cielo negro se muestra indiferente ante ti y tus sandeces. Estás con los personajes de Bolaño al final de la búsqueda, perdido en el desierto de Sonora, al final de todas las búsquedas. Estás haciendo dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto. No hay más, ésas son tus obras completas: dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto.

No seas generoso ni amable. Ríete de ti mismo y de lo que haces. Saquea el arte, como el caníbal que eres. Recuerda: únicamente cuando el cuerpo está sin vida, y ha sido picoteado durante millones de años por los cuervos, roído por los chacales, cubierto de escupitajos y olvidado, sólo entonces descubriremos que aún queda una última esquirla de hueso intacta.


ENTRE PARÉNTESIS (10) - "Exilios" - Roberto Bolaño


Una de las partes que comoponen la obra "Entre paréntesis" (Ed. Anagrama) de Roberto Bolaño es la denominada Fragmentos de un regreso al país natal. En ella Bolaño nos habla de Chile y de su regreso a ese país después de abandonarlo en 1974, tras el golpe de Pinochet. En diferentes textos Bolaño narra cómo percibe el panorama literario actual chileno y nos cuenta sus propias sensaciones y reflexiones al volver al país de origen. En el texto titulado Exilios podemos leer, en la página 55, el siguiente fragmento:

"En el peor de los casos exiliarse es mejor que necesitar exiliarse y no poder hacerlo. El exilio, en la mayoría de los casos, es una decisión voluntaria. Nadie obligó a Thomas Mann a exiliarse. Seguramente las SS hubieran preferido que Thomas Man no se exiliase. Nadie obligó a James Joyce a exiliarse. Probablemente a los irlandeses de la época de Joyce les daba lo mismo que éste se quedase en Dublín, se fuese, se hiciese cura o se suicidase. En el mejor de los casos el exilio es una opción literaria. Similar a la opción de la escritura. Nadie te obliga a escribir. El escritor entra voluntariamente en ese laberinto, por múltiples razones, claro está, porque no desea morirse, porque desea que lo quiera, etc., pero no entra forzado, en última instancia entra tan forzado como un político en la política o como un abogado en el Colegio de Abogados. Con la gran ventaja para el escritor de que un abogado o un político al uso, fuera de su país de origen, se suele comportar como pez fuera del agua, al menos durante un tiempo. Mientras que a un escritor fuera de su país de origen pareciera como si le crecieran alas. Esa misma situación la podemos trasladar a otros ámbitos. ¿Qué hace un político en la cárcel? ¿Qué hace un abogado en el hospital? Cualquier cosa, menos trabajar. ¿Qué hace, en cambio, un escritor en la cárcel y en el hospital? trabaja. en ocasiones, incluso, trabaja mucho. Y no digamos los poetas. Por supuesto, se puede aducir que en la cárcel las bibliotecas son lamentables y que en los hospitales son a veces inexistentes. Se puede argumentar que el exilio presupone en la mayoría de los casos la pérdida de la biblioteca particular del escritor, entre otras pérdidas materiales, y en algunos casos incluso la pérdida de los papeles del escritor, manuscritos inacabados, proyectos, cartas. No importa. Es mejor perder los manuscritos que perder la vida. En cualquier caso, lo cierto es que el escritor trabaja esté donde esté, incluso cuando duerme, algo que no ocurre con los otros oficios. Los actores, se puede aducir, siempre trabajan, pero no es lo mismo: el escritor escribe y tiene conciencia de escribir, mientras que el actor, en una situación límite, sólo aúlla. Los policías siempre son policías, pero tampoco es lo mismo, una cosa es ser y otra cosa es trabajar. El escritor es y trabaja en cualquier situación. El policía sólo es. Lo mismo se puede aplicar al asesino profesional, al militar, al banquero. Las putas, tal vez, sean las que más se acercan al oficio de la literatura".

ENTRE PARÉNTESIS (9) - "Sobre la literatura, el Premio Nacional de Literatura y los raros consuelos del oficio" - Roberto Bolaño


En el libro "Entre paréntesis" del escritor Roberto Bolaño, en su página 102 incluye el siguiente texto donde arremete, con la habitual mala hostia e ironía, contra el panorama literario de su país, Chile, así como contra los premios literarios y el status quo vigente. Lo que afirma Bolaño, creo, sería extrapolable a un país como España y a otros muchos, donde más que la calidad literaria lo que impera son las cifras de ventas. Que cada uno ponga los nombres... :

"SOBRE LA LITERATURA, EL PREMIO NACIONAL DE LITERATURA Y LOS RAROS CONSUELOS DEL OFICIO
Primero que nada y para que quede claro: Enrique Lihn y Jorge Teillier no obtuvieron nunca el Premio Nacional. Lihn y Teillier están muertos.
Ahora entremos en materia. Puesto a escoger entre la sartén y el fuego, escojo a Isabel Allende. Su glamour de sudamericana en California, sus imitaciones de García Márquez, su indudable valentía, su ejercicio de la literatura que va de lo kitsch a lo patético y que alguna manera la asemeja, en versión criolla y políticamente correcta, a la autora de El valle de las muñecas, resulta, aunque parezca difícil, muy superior a la literatura de funcionarios natos de Skármeta y Teitelboim.
Es decir: la literatura de Allende es mala, pero está viva; es anémica, como muchos latinoamericanos, pero está viva. No va a vivir mucho tiempo, como muchos enfermos, pero por ahora está viva. Y siempre cabe la posibilidad de un milagro. No sé, el fantasma de Juana Inés de la Cruz se le puede aparecer un día y le puede dar una lista de lecturas. El fantasma de Teresa de Ávila. En el peor de los casos el fantasma de Pardo Bazán. No se puede decir lo mismo de la literatura de Skármeta y Teitelboim. A ésos no los salva ni Dios. Ahora bien: escribir -juro que lo leí en un periódico de Chile- que hay que apresurarse a darle el Premio Nacional a Allende antes de que le den el Nobel me parece, no ya una tomadura de pelo desproporcionada, sino que acredita al autor del aserto como un ignorante de antología.
¿De verdad hay inocentes que piensan así? ¿Y los que piensan así son inocentes o simples botones de muestra de una estulticia que se ha apoderado no sólo de Chile sino de Latinoamérica? Hace poco, Nélida Piñón, celebrada novelista brasileña y asesina en serie de lectores, dijo que Paulo Coelho, una especie de Barbusse y Anatole France en versión telenovela de brujos cariocas, debía ingresar en la Academia brasileña puesto que había llevado el idioma brasileño a todos los rincones del mundo. Como si el "idioma brasileño" fuera una ciencia infusa, capaz de soportar cualquier traducción, o como si los sufridos lectores del metro de Tokio supieran portugués. Además, ¿qué es eso de "idioma brasileño"? Idea tan desmesurada como si habláramos del idioma canadiense o australiano o boliviano. Ciertamente, hay escritores bolivianos que parece que escriben en "idioma norteamericano", pero eso se debe a que no saben escribir bien en español o castellano, pero en el fondo, bien o mal, lo que hacen es escribir en español.
¿Por dónde íbamos? Por Coelho y la Academia y el sillón vacante que finalmente le dieron gracias, entre otras cosas, a popularizar el "idioma brasileño" a lo largo y ancho del mundo. Francamente, leyendo esto uno podría llegar a pensar que Coelho tiene un vocabulario (brasileño) comparable al "idioma irlandés" de Joyce. Pero no. La prosa de Coelho, también en lo que respecta a riqueza léxica, de vocabulario, es pobre. ¿Cuáles son sus méritos? Los mismos de Isabel Allende. Vende libros. Es decir: es un autor de éxito. Y aquí llegamos a uno de los meollos de la cuestión. Los premios, los sillones (en la Academia), las mesas, las camas, hasta las bacinicas de oro son, necesariamente, para quienes tienen éxito o bien se comporten como funcionarios leales y obedientes.
Digamos que el poder, cualquier poder, sea de izquierdas o de derechas, si de él dependiera, sólo premiaría a los funcionarios. En este caso Skármeta es el favorito de lejos. Si estuviéramos en el Moscú neoestalinista, o en La Habana, el premio sería para Teitelboim. Me da miedo (y asco) sólo de imaginármelo. Pero el éxito también tiene sus paladines: todos los enanos mentales que buscan una sombra, que son legión. O todos los escritores que esperan una gauchada de Isabelita A. En fin, si he de escoger entre esos tres, yo también me decanto por ella. Pero si de mí dependiera le daría el premio a Armando Uribe, o a Claudio Bertoni, o a Diego Maquieira. Cualquiera de los tres me parece creador de una obra con méritos más que suficientes para optar a tan digno galardón. Se me dirá que tres son poetas y que este año toca a los narradores. ¡Cuándo se ha visto una regla, aunque sea no escrita, tan imbécil! Nicaragua, durante un largo período de tiempo tuvo grandes poetas, desde el viejo Salomón de la Selva hasta Beltrán Morales. Narradores y prosistas, en cambio, tuvo pocos, la mayoría, además, perfectamente olvidables. Por esta regla de tres, un colectivo brillante de poetas hubiera debido compartir los premios con un grupo nefasto de prosistas y narradores. Esto es lo primero que tiene que cambiar en el Premio Nacional. Probablemente esto será lo único que cambie. El escritor joven, el que carece de fortuna y sólo tiene un nombre por labrar, sigue y seguirá a la intemperie, que es el coto de caza de los consagrados, de los que están satisfechos de sí mismos. Para ellos, sólo para ellos, tal vez no sea del todo inútil decir algo más. Los que están satisfechos suelen ser iracundos, pero también son cobardes. Su discurso es el discurso de la mediocridad y del miedo y se desmonta con la risa. La literatura chilena, tan prestigiosa en Chile, no tiene más de cinco nombres válidos, eso hay que recordarlo como ejercicio crítico y autocrítico. También hay que recordar que en la literatura siempre se pierde, pero que la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos, y no arrodillado en un rincón rezándole a San Judas Tadeo y dando diente con diente.
La literatura, supongo que ya ha quedado claro, no tiene nada que ver con premios nacionales sino más bien con una extraña lluvia de sangre, sudor, semen y lágrimas. Sobre todo con sudor y lágrimas, aunque Bertoni seguro que añadiría el semen. La literatura chilena no sé con qué tiene que ver. Tampoco, francamente, me interesa. Eso lo tendrán que dilucidar los poetas, los narradores, los dramaturgos, los críticos literarios que trabajan a la intemperie, en la oscuridad; ellos, los que ahora no son nada o son poca cosa al lado de los pavos hinchados, se enfrentarán al reto de hacer de esa posible literatura chilena algo más decente, más radical, más libre de componendas. Ellos se enfrentarán, algunos hombro con hombro y otros más solos que la una, al reto de hacer de la literatura chilena algo razonable y visionario, un ejercicio de inteligencia, de aventura y de tolerancia. Si la literatura no es esto más placer, ¿qué demonios es?"

ENTRE PARÉNTESIS (8) - "Civilización" - Roberto Bolaño


En la página 120 del libro de Roberto Bolaño, "Entre paréntesis" (Anagrama), se puede leer lo que sigue:

"CIVILIZACIÓN
Para el personaje que interpretaba Robert Duvall en Apocalipse Now no había mejor desayuno que el olor del napalm. Ese olor le sabía a victoria. Puede ser. El olor a quemado (olor con ese punto ácido que, dicen, queda colgando en el aire) a veces sabe a victoria y otras veces sabe a miedo.
Nunca he olido el napalm. He olido la pólvora y el olor de la pólvora definitivamente no sabe a victoria sino a verbena, en algunos casos, y a miedo, en otros. El olor de los gases lacrimógenos, que suele preceder al olor de la pólvora en algunos países, sabe, por el contrario, a deporte y a descomposición estomacal. El olor de las marchas triunfales siempre sabe a polvo, un polvo hialino y solar que se adhiere como lepra en el pelo y en los brazos. El olor de las multitudes encerradas sabe a polvo y a muerte, tal vez la misma cosa. El olor de las multitudes en grandes espacios abiertos, como estadios o explanadas, sabe a miedo. Detesto los partidos de fútbol, los conciertos y los mítines: el miedo en esos escenarios a veces es insoportable.
Por el contrario, me gusta pasear, junto con los viejos verdes, por el Paseo Marítimo de Blanes en verano. Me gusta contemplar la playa. Allí, en esa aglomeración triunfal de cuerpos semidesnudos, hermosos y feos, gordos y flacos, perfectos e imperfectos, el aire nos trae un olor magnífico, el olor de las cremas bronceadoras. Me gusta el olor que desprende esa masa de cuerpos abigarrados. No es enfático, pero tonifica. No es perfecto. A veces, incluso, es un olor melancólico. Y puede que hasta metafísico. Los mil ungüentos bronceadores, las cremas de protección solar. Huelen a democracia, huelen a civilización."

ENTRE PARÉNTESIS (7) - "Intento de agotar a los mecenas" - Roberto Bolaño


En la página 193 del libro "Entre paréntesis", de Roberto Bolaño, nos encontramos este texto donde el autor despliega, a partes iguales, humor y mala hostia:

"INTENTO DE AGOTAR A LOS MECENAS
Nunca tuve un mecenas. Nunca nadie me conectó con nadie para hacerme beneficiario de una beca. Nunca ningún gobierno ni ninguna institución me ofreció dinero, ni ningún caballero elegante se sacó la chequera delante de mí, ni ninguna señora trémula (de pasión por la literatura) me invitó a tomar el té y se comprometió a pagarme una comida diaria. Pero con el tiempo he conocido, personalmente o a través de lecturas, a muchos mecenas.
El más común de todos es el cuarentón homosexual que de pronto advierte que su vida está vacía y que se dedica, morosamente, a llenarla de sentido. Este tipo de mecenas lo que en el fondo quiere es ser artista y tener a su vez un mecenas, un mecenas cuarentón y violento, que a su vez también tiene un mecenas, el cual a su vez es apadrinado por otro mecenas, y así hasta el infinito. Generalmente las obras que enloquecen a este tipo de mecenas son los falsos autorretratos.
También existe el mecenas con vínculos sanguíneos. Suele ser hermano o hermana del artista o poeta en cuestión y la relación que se establece entre ambos es como la del pájaro y el peñasco. En ese ámbito a la necesidad desesperada se la conoce con el nombre de amor. La derrota en todos los frentes está asegurada.
Luego viene el mecenas invisible. Su apadrinado jamás lo tuteará. De hecho, en algunos casos, jamás lo verá. El mecenas invisible es capaz de violar a un escritor sin que éste se dé cuenta. El mecenas invisible no es, como podría pensarse, un ser discreto y prudente. Más bien al contrario: suele ser un patán astuto.
Después tenemos a la abuelita melancólica. Que no es, por supuesto, abuela, ni siquiera tía abuela, de sus apadrinados, y cuya imagen se corresponde en parte a aquellas viejas damas rusas amantes de las letras que durante una época pulularon por París, Venecia y Ginebra. Las abuelitas visten impecablemente bien. Hablan de Proust como si lo hubieran conocido. A veces evocan veladas a la luz de las velas en palacios de los que uno no ha oído hablar jamás. Tienen (por ignorancia) en alta estima a los autores que han sido traducidos a más de tres lenguas y su colección de diccionarios y enciclopedias suele ser admirable. Están en peligro de extinción.
No están en peligro de extinción, por el contrario, los agregados culturales que en las noches de luna llena se creen mecenas. De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales. Durante sus breves reinados sus amigos medran lo que pueden, que generalmente es poco, pero que para ellos es mucho, es todo.
Tampoco están en peligro de extinción los profesores latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquierda. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan cavernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más curiosa originalidad.
Después viene una masa amorfa de mecenas de distinto pelaje y de distinta desgracia. Están las vírgenes neuróticas, el hombre de las gauchadas, el que lo hace por spleen, las casadas insatisfechas, los funcionarios suicidas, el poeta que de pronto descubrió que carecía de talento, el que cree que nadie lo entiende, el borracho que recita a Salustio, el gordito al que le gustaría ser flaco, el resentido que quiere levantar un nuevo canon, el neoestructuralista que no entiende ni la mitad de lo que dice, el sacerdote que pena por el infierno, la señora que vela por las buenas costumbres, el empresario que escribe sonetos.
Detrás de esta muchedumbre, sin embargo, se esconde el único, el verdadero mecenas. Si uno tiene la suficiente paciencia como para llegar hasta allí, tal vez lo pueda ver. Y si lo ve probablemente acabe defraudado. No es el diablo. No es el estado. No es un niño mágico. Es el vacío."

ENTRE PARÉNTESIS (6) - "Sol y calavera" - Roberto Bolaño


El origen de lo narrado en el siguiente relato probablemente se halla en alguna observación realizada por el autor en un rutinario día de playa en Blanes. Lo interesante, al menos para mí, es como de un hecho aparentemente trivial Bolaño es capaz de extraerle toda la "sustancia". Hay otro relato suyo, "El peor verano de mi vida, la playa", que también habla del mismo hecho, añadiéndole algunos elementos más a la historia aquí planteada. "El peor verano..." describe cómo es la vida de un yonqui en proceso de desintoxicación y que baja todos los días a la playa.
"Sol y calavera" está extraído del libro de Bolaño, "Entre paréntesis" (Anagrama), de su página 145.

"SOL Y CALAVERA
El otro día estaba en la playa y creí ver un cadáver. Me hallaba sentado en uno de los bancos del Paseo Marítimo de Blanes quitándome la arena de los pies, esperando a que mi hijo se quitara la arena de los pies para marcharnos a casa, cuando creí ver un cadáver. Me levanté y miré con atención: una mujer ya muy mayor estaba debajo de una sombrilla leyendo un libro y junto a ella un hombre de su misma edad, tal vez con algunos años más, vestido con un traje de baño mínimo, se tostaba al sol. La cara del hombre era muy parecida a una calavera. Lo vi y me dije que ese hombre no iba a tardar en morir. Comprendí también que su mujer, esa vieja y apacible lectora, lo sabía. Ella estaba sentada en una silla plegable con respaldo de lona de color azul. Una silla pequeña pero cómoda. Él estaba estirado en la arena y sólo su cabeza quedaba bajo la sombrilla. En su cara creí ver una mueca de satisfacción o tal vez sólo estaba dormido mientras su mujer leía. Su cuerpo se veía muy bronceado. Esquelético, pero bronceado. Eran turistas del norte. Posiblemente alemanes o ingleses. Tal vez fueran holandeses o belgas. Eso realmente no importa. El rostro de él, a cada segundo que pasaba, se asemejaba más al de una calavera. Y sólo entonces me di cuenta de con qué avidez, con qué abandono, se exponía a la luz solar. No usaba crema protectora. Y sabía que se moría y tomaba el sol a la brava como quien se despide de alguien muy querido. El viejo turista se despedía del sol y de su propio cuerpo y de su vieja mujer que estaba a su lado. Era cosa de verlo y admirarlo. No era un cadáver el que se estaba tostando allí en la arena, sino un hombre. Y con qué valentía, con qué delicadeza."

ENTRE PARÉNTESIS (5) - "Borges y los cuervos" - Roberto Bolaño


En el libro de Roberto Bolaño, "Entre paréntesis", se puede leer en su página 144 el siguiente texto (de precioso título, todo hay que decirlo) a propósito de su venerado Jorge Luis Borges:

"BORGES Y LOS CUERVOS
Estoy en Ginebra y busco el cementerio en donde está enterrado Borges. La mañana es fría y otoñal, aunque por el este se vislumbran unos cuantos rayos de sol que hacen sonreír a los ginebrinos, gente obstinada y de gran tradición democrática. El Plainpalais, el cementerio en donde está Borges, es el cementerio ideal: dan ganas de venir aquí cada tarde a leer un libro, sentado delante de la tumba de algún consejero de Estado. Más que un cementerio esto parece un parque, un parque extremadamente cuidado hasta en sus más pequeños detalles. Cuando le pregunto al sepulturero por la tumba de Borges, mira el suelo, mueve la cabeza y me indica el lugar con palabras precisas. No hay forma de perderse. Por sus palabras es fácil deducir que el tránsito de visitantes es continuo. Pero esta mañana el cementerio está literalmente vacío. Y cuando por fin llego a la tumba de Borges no hay nadie en los alrededores. Pienso en Calderón, pienso en los románticos ingleses y alemanes, pienso en lo extraña que es la vida, o mejor dicho: no pienso absolutamente nada. Sólo miro la tumba, la piedra grabada en donde está escrito el nombre de Jorge Luis Borges, el año de su nacimiento, el año de su muerte y un verso en lengua germánica. Y luego me siento en un banco que está enfrente de la tumba y un cuervo dice algo, con un sonido ronco, a pocos pasos de mí. ¡Un cuervo! Como si en lugar de estar en Ginebra estuviéramos en un poema de Poe. Sólo entonces me doy cabal cuenta de que el cementerio está lleno de cuervos, enormes cuervos negros que se suben a las lápidas o a las ramas de los viejos árboles o que corren por el cuidado césped del cementerio de Plainpalais. Y entonces siento ganas de caminar, de recorrer más tumbas, tal vez con suerte pueda encontrar la de Calvino, y eso hago, cada vez más inquieto, mientras los cuervos me siguen sin traspasar los límites estrictos del cementerio, aunque supongo que alguno de vez en cuando sale volando de allí y se va a posar en las orillas del Ródano o en las orillas del lago, para contemplar a los cisnes y los patos, con algo de desdén, claro."

ENTRE PARÉNTESIS (4) - "La mejor banda" - Roberto Bolaño


En el libro "Entre paréntesis" (Anagrama), de Roberto Bolaño, podemos leer en la página 109:

"LA MEJOR BANDA
Si tuviera que asaltar el banco más vigilado de Europa y si pudiera elegir libremente a mis compañeros de fechorías, sin duda escogería un grupo de cinco poetas. Cinco poetas verdaderos, apolíneos o dionisiacos, da igual, pero verdaderos, es decir con un destino de poetas y con una vida de poetas. No hay nadie en el mundo más valiente que ellos. No hay nadie en el mundo que encare el desastre con mayor dignidad y lucidez. Son, en apariencia, débiles, lectores de Guido Cavalcanti y de Arnaut Daniel, lectores del desertor Arquíloco que atravesó un campo de huesos, y trabajan en el vacío de la palabra, como astronautas perdidos en un planeta sin salida posible, en un desierto en donde no hay lectores ni editores, sólo construcciones verbales o canciones idiotas cantadas no por hombres sino por fantasmas. En el gremio de los escritores son la joya más grande y menos codiciada. Cuando un enloquecido joven de dieciséis o dicisiete años decide ser poeta, es desastre familiar seguro. Judío homosexual, medio negro, medio bolchevique, la Siberia de su destierro suele cubrir de oprobio también a su familia: los lectores de Baudelaire no lo tienen fácil en la ESO, ni con sus compañeros de clase ni mucho menos con sus profesores. Su fragilidad, sin embargo, es engañosa. También su humor y las manifestaciones caprichosas de su amor. Tras esas sombras vagas se encuentran acaso los tipos más duros del mundo y seguramente los más valientes. No por nada descienden de Orfeo, que marcaba la cadencia del remo de los Argonautas y que bajó al infierno y volvió a subir, menos vivo que antes de la hazaña, pero vivo al fin y al cabo. Si tuviera que asaltar el banco más protegido de América, en mi banda sólo habría poetas. El atraco concluiría, probablemente, de forma desastrosa, pero sería hermoso.

ENTRE PARÉNTESIS (3) - "Consejos sobre el arte de escribir cuentos" - Roberto Bolaño


En la página 324 del libro de Bolaño "Entre paréntesis" se puede leer lo siguiente:

"CONSEJOS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS

Como ya tengo cuarentaicuatro años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos. 1) Nunca aborde los cuentos de uno en uno. Si uno aborda los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte. 2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si se ve con energía suficiente, escríbalos de nueve en nueve o de quince en quince. 3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, y además leva en su interior el juego más bien pegajoso de los espejos amantes: una doble imagen que produce melancolía. 4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo y a Monterroso. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral. 5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura. 6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así. 7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval! 8) Lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges. 9) La verdad de la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10) Piensen en el punto número nueve. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas. 11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, el Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas, y Mientras ellas duermen, de Javier Marías. 12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo."

P.D.: Siempre que puedo busco el texto en la Red para no tener que copiarlo. Éste, sin ir más lejos, lo encontré en Internet (http://litterarius.com.es/cons_bolano.htm); al compararlo con el original (el que aparecía en el libro), me encontré con algunas pequeñas modificaciones, sin importancia, pero también había otras más graves y hasta humorísticas. Por ejemplo, en el punto 4, donde Bolaño recomienda unos cuantos autores para leer, el autor de la web de donde extraje el texto se atreve a incluir uno más en la nómina: Gabriel García Márquez. También en el punto 11 aparece una lista con varias obras dignas de ser leídas, pues bien, el tipo de la web consideró que Mientras ellas duermen, de Javier Marías, no merecía estar entre esas obras.
Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con lo que dice Roberto Bolaño, pero en cualquier caso conviene no alterar sus palabras.
MORALEJA: Cuidado cuando fusiléis textos procedentes de la Red. Tomaos la molestia de contrastarlos si no queréis tener desagradables sorpresas.

ENTRE PARÉNTESIS (2) - "Pezoa Véliz" - Roberto Bolaño

Extraído del libro de Roberto Bolaño, "Entre paréntesis", pág. 155.

Entre la nómina de numerosos autores/libros que menciona Bolaño -y que constituye una auténtica guía de lectura- no faltan nombres de autores casi desconocidos, como es el caso de Pezoa Véliz. Leyendo este texto, uno no sabe si está ante un autor real o ante uno de esos personajes bolañianos, solitarios y asociales, pero con una determinación heroica. Obsérvese el sarcasmo que recorre el texto (también el resto del libro), especialmente en la tunda de estacazos que le cae al "especialista" Armando Donoso. En cuanto al poeta Pezoa Véliz, a pesar de que también recibe estopa la mirada de Bolaño hacia él no está exenta de ternura.

"PEZOA VÉLIZ
Pezoa Véliz sin duda es el poeta menor por excelencia del Parnaso chileno y también uno de los más misteriosos, empezando por su apellido, que algunos escriben con z y otros con s. Armando Donoso, uno de los primeros especialistas en su obra, aunque aquí la palabra especialista sin duda es excesiva dice de él, de entrada, que era un mal poeta, autor sólo de tres poemas pasablemente buenos. Después lo trata de haragán, de plagiario más o menos consciente, de trepa y oportunista, aunque por otra parte se demora más de dos páginas en desmentir la fama de bastardo o hijo natural que pesaba sobre el poeta y que Armando Donoso, basándose en unas cartas, aclara con más voluntad que objetividad.
En el Chile de 1927, fecha de edición de las Poesías y prosas completas de Carlos Pezoa Velis (Nascimento, con recopilación y estudio de Armando Donoso, que entonces, es de suponer, era alguien y ahora es nadie), a diecinueve años de la muerte del poeta, ocurrida antes de cumplir éste los veintinueve, ser bastardo o no ser bastardo no era una cuestión baladí. Y el tal Donoso se aplica a su argumentación con una energía que hoy más bien parece un ataque de nervios. Con historiadores de ese calibre casi es preferible el olvido.
Sin embargo, y en esto no yerra Domingo, hay hechos insoslayables. Pezoa fue pobre toda su vida. Tuvo una madre que más que madre era una maldición gitana. Su educación fue mala. Su poesía adolece de casi todos los tics del modernismo y de pocas de sus virtudes. Su relación con las mujeres fue complicada. Su relación con la sociedad fue imposible: Pezoa, en el fondo, a la manera de tantos escritores, sólo quería medrar, aunque para llegar a ese punto tuviera que pasar por etapas tan contradictorias como el anarquismo, que lo sedujo, y por la burocracia, en donde encontró la paz de espíritu, un sueldo, las necesidades cubiertas, algo de tiempo para escribir. Las historias que lo sobreviven son de aquellas que hacen llorar: un Chile en blanco y negro, como si el país nunca hubiera existido.
Pero escribió más de tres poemas (tal vez seis o siete) bueno, y uno de ellos, "Tarde en el hospital", posiblemente poco antes de morir, auténticamente bueno. Y allí sigue, encamado, el melancólico Pezoa Véliz."

Por curiosidad, he buscado el poema mencionado:

Poema Tarde en El Hospital
de Carlos Pezoa Véliz


Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve

Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.