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«EL HUÉSPED» - ALBERT CAMUS

El relato «El huésped» está incluido en la obra El exilio y el reino del escritor Albert Camus. La película Loin des hommes (Lejos de los hombres) de David Oelhoffen (con los actores Viggo Mortensen y Reda Kateb)  se inspira en este relato.


El maestro vio a los dos hombres que venían hacia él. El uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían emprendido el ascenso de la abrupta ladera que conducía a la escuela, construida en el flanco de una colina. Avanzaban trabajosamente, progresando con lentitud en la nieve, entre las piedras, sobre la inmensa llanura del páramo desierto. De vez en cuando el caballo se encabritaba a ojos vistas. Aún no se le oía pero se veía el chorro de vapor que le brotaba entonces de los ollares. Al menos uno de los hombres conocía la comarca. Seguían la pista que sin embargo había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no llegarían a la colina antes de media hora. Hacía frío; volvió a entrar en la escuela para buscar un guardapolvos.
Cruzó el aula vacía y helada. En la pizarra los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro barras de tiza de colores diferentes, bajaban hacia sus estuarios desde hacía tres días. La nieve había empezado a caer brutalmente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin que hubiera habido una transición lluviosa, y la veintena de escolares que vivían en los pueblos diseminados por el páramo ya no venían. Había que esperar al buen tiempo. Daru sólo calentaba la habitación única que constituía su alojamiento, junto al aula de clase, abierta también hacia el páramo, al este. También, como en las aulas, una ventana daba además al mediodía. Por aquella parte, la escuela se hallaba a unos kilómetros del lugar donde la meseta comenzaba a inclinarse hacia el sur. En tiempo claro se podían distinguir las masas violetas de los contrafuertes montañosos donde se abrían las puertas del desierto.
Después de entrar algo en calor, Daru volvió a la ventana desde donde había descubierto por primera vez a los dos hombres. Ya no se les podía ver. Por lo tanto habían empezado a subir la loma. El cielo estaba menos oscuro: la nieve había dejado de caer por la noche. Había amanecido con una luz sucia que apenas se había ido haciendo más intensa a medida que se levantaba el techo de nubes. A las dos de la tarde se hubiera dicho que la mañana apenas comenzaba. Pero más valía eso que los tres días en que la nieve había estado cayendo en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeños saltos de viento que sacudían la puerta de doble batiente del aula. Daru había aguardado entonces pacientemente durante largas horas en su habitación, de la que no había salido salvo para ir al cobertizo a ocuparse de las gallinas y coger carbón. Afortunadamente, la camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano, al norte, había traído las provisiones dos días antes de la borrasca. Volvería dentro de cuarenta y ocho horas.
Tenía, por otro lado, con qué resistir un asedio, con aquellos sacos de trigo que la administración le había dejado como reserva para distribuir a los escolares cuyas familias habían sido víctimas de la sequía y que abarrotaban su pequeña habitación. En realidad, la desgracia los alcanzaba a todos porque todos eran pobres. Daru había distribuido a los más pequeños una ración cada día. Bien sabía que durante aquellos días les habría faltado. Quizá viniera aquella tarde alguno de los padres o algún hermano mayor y podría aprovisionarle de grano. Había que cubrir el paréntesis hasta la próxima cosecha, sencillamente. Ahora llegaban barcos con cereal de Francia, lo más duro ya había pasado. Pero sería difícil olvidar aquella miseria, aquel ejército de fantasmas harapientos errantes bajo el sol, los páramos calcinados un mes tras otro, la tierra resquebrajándose poco a poco, literalmente torrefactada, cada piedra deshaciéndose en polvo bajo los pies. Entonces las ovejas habían muerto a millares, y también algunos hombres, aquí y allá, sin que pudiera saberse a ciencia cierta.
Ante aquella miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento por otro lado con lo poco que tenía y con aquella vida ruda, se había sentido como un señor, entre sus paredes enfoscadas, con su estrecho diván, sus estanterías de madera sin barnizar, su pozo y su abastecimiento semanal de agua y alimentos. Y de repente, toda aquella nieve, sin advertencia previa, sin el relajamiento de la lluvia. Así era la tierra, cruel con la vida, incluso sin hombres, los cuales, además, no solucionaban nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otra parte se sentía exiliado.
Salió al exterior y avanzó hacia la explanada, delante de la escuela. Los dos hombres se hallaban ya a media ladera. Distinguió al hombre de a caballo, Balducci, el viejo gendarme al que conocía desde hacía mucho tiempo. Balducci traía a un árabe a pie detrás de él, con las manos atadas al cabo de una cuerda y la frente baja. El gendarme hizo un gesto de saludo al que Daru no respondió, absorto mientras contemplaba al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había sido azul, con los pies calzados con sandalias pero cubiertos con gruesos calcetines de lana cruda, con la cabeza cubierta con un fez estrecho y corto. Se fueron acercando. Balducci llevaba su cabalgadura al paso para no forzar al árabe y el grupo avanzaba lentamente.
Al alcance de la voz Balducci gritó: «¡Una hora para hacer los tres kilómetros desde El Ameur hasta aquí!» Daru no respondió. Corto y cuadrado en su espeso guardapolvos, les fue viendo subir. El árabe no había levantado la cabeza ni una sola vez. «Bienvenidos —dijo Daru cuando hubieron llegado a la explanada—. Entrad a calentaros.» Balducci se apeó trabajosamente del caballo sin soltar la cuerda. Sonrió al maestro de escuela con sus bigotes enhiestos. Sus pequeños ojos oscuros, muy hundidos bajo la frente curtida, y su boca rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru tomó al caballo por la brida, lo condujo al cobertizo y regresó a la escuela donde los dos hombres le estaban esperando. Les hizo pasar a la habitación. «Voy a calentar el aula —dijo—. Estaremos más a gusto.» Cuando volvió a la habitación, Balducci se había tumbado en el diván. Había desanudado la cuerda que le mantenía atado al árabe y éste se había acuclillado cerca de la estufa. Con las manos todavía amarradas y el fez en el cogote, miraba a través de la ventana. Al principio Daru sólo vio sus enormes labios, lisos, abultados, casi negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos oscuros, llenos de fiebre. El fez dejaba al descubierto una frente obstinada y, bajo la piel requemada aunque algo descolorida por el frío, toda su cara tenía un aire a la vez inquieto y rebelde que sorprendió a Daru cuando el árabe, volviendo el rostro hacia él, le clavó los ojos. «Pasad al lado, dijo el maestro, voy a preparar té a la menta.» «Gracias —dijo Balducci—. ¡Vaya faena! ¡A ver si me jubilo de una vez!» Y dirigiéndose al árabe prisionero: «Tú, ven.» El árabe se levantó y, lentamente, manteniendo las muñecas por delante, pasó a la escuela.
Daru trajo una silla con el té. Pero Balducci ya se había instalado en el primer pupitre y el árabe se había acuclillado contra el estrado del maestro, frente a la estufa, que se encontraba entre la mesa y la ventana. Cuando ofreció el vaso al prisionero Daru dudó ante sus manos atadas. «A lo mejor se le podría desatar.» «Claro que sí —dijo Balducci—. Era sólo para el viaje.» Hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había arrodillado junto al árabe. Éste, sin decir nada, le dejó hacer mirándole con sus ojos enfebrecidos. Cuando tuvo las manos libres se frotó una contra otra las muñecas hinchadas, tomó el vaso de té y bebió el líquido ardiente a pequeños sorbos rápidos.
—Bien —dijo Daru—. ¿Dónde vais así?
Balducci sacó sus bigotes del té:
—Aquí, hijo mío.
—Vaya alumnos. ¿Vais a dormir aquí?
—No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú vas a entregar aquí al compañero a Tinguit. Le esperan en la comuna mixta.
Balducci miró a Daru con una leve sonrisa amistosa.
—Qué me estás contando —dijo el maestro—. ¿Me estás tomando el pelo?
—No, hijo mío, no. Son órdenes.
—¿Ordenes? Yo no puedo… —Daru titubeó; no quería molestar al viejo corso—. Pero bueno, ése no es mi oficio…
—¡Eh! ¡Qué me quieres decir con eso! En la guerra se hacen todos los oficios.
—Entonces esperaré la declaración de guerra.
Balducci aprobó con la cabeza.
—Bueno. Pues aquí están las órdenes y te conciernen a ti también. Parece que va a haber jaleo. Se habla de que se prepara una revuelta. En cierto modo estamos movilizados.
Daru seguía con su aire obstinado.
—Escúchame, hijo —dijo Balducci—. Yo te aprecio, y me tienes que comprender. En todo El Ameur somos una docena para patrullar por un territorio de la extensión de un pequeño departamento y yo tengo que regresar. Me han dicho que te entregue a este pájaro y que regrese sin tardanza. En su pueblo empiezan a moverse, querían liberarle. Tienes que llevarle a Tinguit mañana. No me digas que a un hombre fuerte como tú le dan miedo esos veinte kilómetros. Después, se acabó. Te vuelves con tus alumnos a la buena vida.
Se oía al caballo agitarse y patear con el casco detrás de la pared. Daru miraba por la ventana. Era evidente que el tiempo empezaba a aclarar, la luz se iba extendiendo sobre el páramo nevado. Cuando toda la nieve se hubiera fundido el sol reinaría de nuevo y abrasaría una vez más los campos de piedra. Y otra vez, durante días enteros, el cielo volcaría su luz seca sobre la llanura solitaria donde no había nada que recordara la presencia del hombre.
—En fin —dijo volviéndose hacia Balducci—. ¿Qué es lo que ha hecho? —Y antes de que el gendarme abriera la boca preguntó—: ¿Habla francés?
—Ni una palabra. Se le buscaba desde hacía un mes, pero lo estaban ocultando. Mató a su primo.
—¿Está contra nosotros?
—No lo creo. Pero eso nunca se puede saber.
—¿Por qué le ha matado?
—Creo que por asuntos de familia. Al parecer el uno le debía grano al otro. No está claro. En fin, resumiendo, mató a su primo de un tajo de hoz. Ya sabes, como a un cordero, ras…
Balducci hizo el gesto de pasar una cuchilla por la garganta y atrajo la atención del árabe que le miró con una especie de inquietud. De repente a Daru le invadió una súbita cólera contra aquel hombre, contra todos los hombres y su sucia maldad, sus odios incansables, sus sangrientas locuras.
Pero la tetera empezaba a silbar sobre la estufa. Volvió a servir té a Balducci, dudó un instante y sirvió de nuevo al árabe que bebió con avidez por segunda vez. Al levantar los brazos se entreabría su chilaba y el maestro pudo ver su pecho flaco y musculoso.
—Gracias, hijo —dijo Balducci—. Y ahora me largo.
Se levantó y se dirigió hacia el árabe sacando un cordel de su bolsillo.
—¿Qué haces? —preguntó secamente Daru.
Balducci, sorprendido, le mostró la cuerda.
—No es necesario.
El viejo gendarme titubeó.
—Como quieras. Me imagino que estás armado.
—Tengo mi escopeta de caza.
—¿Dónde?
—En el baúl.
—Deberías tenerla cerca de la cama.
—¿Por qué? No tengo nada que temer.
—Estás loco, hijo. Si se rebelan, nadie estará a salvo, estamos todos en el mismo saco.
—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.
Balducci se echó a reír y luego de repente los bigotes volvieron a cubrir sus dientes todavía blancos.
—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo digo. Siempre has estado algo majara. Y por eso te aprecio, porque mi hijo era también así.
Al mismo tiempo, sacó el revólver y lo dejó sobre el escritorio.
—Guárdalo. De aquí a El Ameur no tengo necesidad de dos armas.
El revólver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió su olor a cuero y a caballo.
—Escucha, Balducci —dijo Daru de repente—. Todo esto me asquea, y lo que más me asquea de todo es el tipo éste. Pero no iré a entregarle. Si es necesario combatiré. Pero esto no.
El viejo gendarme se mantenía frente a él y le miraba con severidad.
—Estás haciendo tonterías —dijo lentamente—. A mí tampoco me gusta esto. A pesar de los años nunca se acostumbra uno a pasarle una cuerda a un hombre, incluso da vergüenza, sí. Pero no se les puede dejar hacer lo que quieran.
—No iré a entregarle —repitió Daru.
—Es una orden, hijo. Te lo repito.
—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: no le entregaré.
Balducci hizo un visible esfuerzo de reflexión. Miró al árabe y a Daru. Al fin se decidió:
—No. No les diré nada. Si no quieres cooperar, haz lo que quieras, no te denunciaré. Tengo órdenes de entregar al prisionero y eso es lo que hago. Y ahora me vas a firmar un papel.
—Es inútil. No voy a negar que me lo has entregado.
—No te portes mal conmigo. Ya sé que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un hombre. Pero tienes que firmar, son las normas.
Daru abrió su cajón, sacó un pequeño frasco de tinta violeta, el palillero de madera roja con el plumín estilo sargento que utilizaba para trazar los modelos de caligrafía y firmó. El gendarme dobló cuidadosamente el papel y lo guardó en su portafolios. Después se dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño —dijo Daru.
—No —dijo Balducci—. No es necesaria tanta cortesía. Me has insultado.
Miró al árabe, inmóvil en el mismo lugar, suspiró con aire pesaroso y se volvió hacia la puerta: «Adiós, hijo», dijo. La puerta batió tras él. Balducci surgió del otro lado de la ventana y desapareció. Sus pasos se ahogaron en la nieve. El caballo se agitó detrás de la pared y las gallinas se alborotaron. Un instante después, Balducci volvió a pasar delante de la ventana llevando al caballo por la brida. Fue avanzando hacia el terraplén sin volverse, desapareció primero y el caballo le siguió. Una piedra gruesa rodó blandamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que no apartaba la mirada de él. «Espera», dijo el maestro en árabe, y se dirigió hacia la habitación. En el momento de cruzar el umbral tuvo un reflejo, fue hacia el escritorio, cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entró en su habitación.
Permaneció tendido largo rato en el diván, viendo cómo el cielo se iba cerrando poco a poco, escuchando el silencio. Lo que más penoso le había parecido a su llegada, después de la guerra, había sido aquel silencio. Había solicitado un puesto en aquella pequeña ciudad al pie de los contrafuertes que separan el desierto de los altos páramos. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras hacia el norte, rosadas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Le habían destinado en un puesto más al norte, en los mismos páramos. Al principio, la soledad y el silencio en aquellas tierras ingratas que únicamente habitaban las piedras le habían sido duros. A veces, algunos surcos hacían pensar en cultivos, pero habían sido cavados para extraer cierta piedra adecuada para la construcción. Allí solamente se labraba la tierra para cosechar guijarros. Otras veces se arrancaban algunos puñados de tierra, acumulada en las hondonadas, para nutrir los escuálidos huertos de las aldeas. Así era, las tres cuartas partes de la comarca estaban cubiertas de guijarros. Allí las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los hombres pasaban, se amaban o se lanzaban dentelladas a la garganta, y después morían. En aquel desierto nadie era nada, ni él ni su huésped. Y sin embargo, Daru sabía que ni el uno ni el otro hubieran podido vivir de verdad fuera de aquel desierto.
Cuando se levantó no llegaba ningún ruido procedente del aula. Se alegró del franco júbilo que le invadió al pensar que el árabe pudiera haber huido, y que se iba a encontrar solo, sin tener que decidir nada. Pero el prisionero estaba allí. Únicamente se había acostado todo a lo largo entre la estufa y el escritorio. Miraba el techo con los ojos abiertos. En aquella postura se veían sobre todo sus labios abultados que le daban un aspecto burlón. «Ven», dijo Daru. El árabe se levantó y le siguió. El maestro le señaló una silla cerca de la mesa, bajo la ventana de la habitación. El árabe se acomodó sin dejar de mirar a Daru.
—¿Tienes hambre?
—Sí —dijo el prisionero.
Daru instaló dos cubiertos. Tomó harina y aceite, amasó una torta en una fuente y encendió el hornillo de butano. Mientras la torta se cocía salió para volver con queso, huevos, dátiles y leche condensada que había cogido del cobertizo. Cuando la torta terminó de cocerse la puso a enfriar en el pretil de la ventana, calentó la leche condensada disuelta en agua y para terminar batió una tortilla con los huevos. En uno de sus movimientos se topó con el revólver que tenía hundido en el bolsillo derecho. Dejó el tazón, pasó al aula y puso el revólver en el cajón del escritorio. Cuando regresó a la habitación la noche estaba cayendo. Encendió la luz y sirvió al árabe. «Come», dijo. El otro tomó un pedazo de torta, se lo llevó rápidamente a la boca y se detuvo.
—¿Y tú? —dijo.
—Después de tí. Yo también comeré.
Los abultados labios se abrieron un poco. El árabe titubeó y luego mordió resueltamente la torta.
Cuando terminaron de comer, el árabe miró al maestro.
—¿Eres tú el juez?
—No, yo te guardo hasta mañana.
—¿Por qué comes conmigo?
—Tengo hambre.
El otro se calló. Daru se levantó y salió. Regresó del cobertizo con un catre de campaña, le extendió entre la mesa y la estufa, perpendicular a su propio lecho. De una maleta grande que servía, de pie en un rincón, de estantería para los archivos, sacó dos mantas y las dispuso sobre el catre. Después se detuvo, se sintió inactivo, se sentó en su cama. Ya no había más que hacer ni que preparar. Había que mirar a aquel hombre. Por lo tanto le miró, intentando imaginarse aquel rostro arrebatado por el furor. No lo conseguía. Únicamente veía su mirada, a la vez sombría y brillante, y su boca de animal.
—¿Por qué le mataste? —preguntó con una voz cuya hostilidad le sorprendió.
El árabe apartó la mirada.
—Se escapó. Eché a correr detrás de él.
Alzó los ojos hacia Daru. Estaban llenos de una especie de interrogación infeliz.
—¿Qué me van a hacer ahora?
—¿Tienes miedo?
El otro se irguió apartando los ojos.
—¿Lo lamentas?
El árabe, con la boca abierta, no le miró. Aparentemente no comprendía nada. La irritación se iba apoderando de Daru. Al mismo tiempo se sentía torpe y crispado dentro de su corpachón, atrapado entre las dos camas.
—Túmbate ahí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.
El árabe no se movió. Se dirigió a Daru:
—¡Oye!
El maestro le miró.
—¿Vuelve mañana el gendarme?
—No lo sé.
—¿Vienes con nosotros?
—No lo sé. ¿Por qué?
El prisionero se levantó y se tumbó sobre las mismas mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla eléctrica le caía justo en los ojos y los cerró al momento.
—¿Por qué? —repitió Daru, de pie delante del catre.
El árabe abrió los ojos bajo la luz cegadora y le miró esforzándose por no pestañear.
—Ven con nosotros —dijo.
Más tarde, en medio de la noche, Daru seguía sin poder dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: normalmente se acostaba desnudo. Pero cuando se encontró sin ropa en medio de la habitación dudó unos instantes. Se sintió vulnerable y le vino la tentación de volver a vestirse. Después se encogió de hombros; se había visto en otras y si era necesario haría pedazos al adversario. Le podía observar desde su cama, tendido de espaldas, aún inmóvil y con los ojos cerrados bajo la luz violenta. Cuando Daru apagó la luz, las tinieblas parecieron congelarse de golpe. Poco a poco la noche resucitó en la ventana, donde el cielo sin estrellas se agitaba blandamente. El maestro distinguió pronto el cuerpo tendido delante de él. El árabe seguía sin moverse pero sus ojos parecían abiertos. Un viento tenue rondaba alrededor de la escuela. Quizá despejaría las nubes y volvería el sol.
El viento aumentó durante la noche. Las gallinas se removieron un poco, luego callaron. El árabe se volvió de lado presentando la espalda a Daru, y éste creyó oírle gemir. Después estuvo al acecho de su respiración, más fuerte y regular. Escuchó aquel aliento cercano y soñaba sin poder dormirse. En la habitación, donde hacía un año que dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero le molestaba también porque le imponía una especie de fraternidad que en las circunstancias presentes rechazaba, y que conocía bien: los hombres que comparten la misma habitación, soldados o prisioneros, quedan unidos por un extraño lazo, como si se despojaran de sus armaduras al mismo tiempo que de sus vestidos, y como si cada noche se juntaran, por encima de sus diferencias, en la antigua comunidad del sueño y la fatiga. Pero Daru despejó esos pensamientos, no le gustaban esas tonterías, tenía que dormir.
Sin embargo, algo más tarde, cuando el árabe se agitó imperceptiblemente, el maestro seguía sin poder dormir. Al segundo movimiento del prisionero se puso tenso, en alerta. El árabe se incorporó lentamente sobre un brazo, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado sobre la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cabeza hacia Daru, como si estuviera escuchando con la mayor atención. Daru no se movió: se le acababa de ocurrir que el revólver se había quedado en el cajón del escritorio. Más valía actuar enseguida. Sin embargo continuó observando al prisionero, que, con el mismo movimiento sin roces, había plantado los pies en el suelo y, después de esperar un rato, comenzaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarle cuando el árabe empezó a andar, esta vez con un paso natural, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo, que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió tirando de la puerta tras de él, sin llegar a cerrarla. Daru no se movió. Únicamente pensó: «Se escapa. Un problema menos.» Sin embargo aguzó el oído. Las gallinas no se movían: por lo tanto el otro estaba en el campo. Entonces le llegó un débil ruido de agua y no entendió de qué se trataba hasta que el árabe apareció otra vez en el marco de la puerta, la volvió a cerrar con cuidado y se acostó de nuevo sin un ruido. Daru entonces le volvió la espalda y se durmió. Más tarde aún le pareció oír desde el fondo del sueño unos pasos furtivos alrededor de la escuela. «Estoy soñando, estoy soñando», repitió. Y dormía.
Cuando se despertó el cielo se había despejado; por entre las juntas de la ventana entraba un aire frío y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, totalmente entregado al sueño. Pero cuando Daru le sacudió tuvo un sobresalto terrible, mirando a Daru sin reconocerle, con ojos dementes, y una expresión tan aterrorizada que el maestro retrocedió un paso. «No tengas miedo. Soy yo. Hay que comer.» El árabe sacudió la cabeza y dijo sí. La calma volvió a su rostro pero su expresión seguía ausente y distraída.
El café estuvo listo. Lo bebieron sentados ambos en el catre de campaña, mordisqueando un pedazo de torta. Después Daru acompañó al árabe al cobertizo y le mostró el grifo donde él se aseaba. Regresó a la habitación, recogió las mantas y el catre, hizo su propia cama y puso orden en el cuarto. Entonces salió a la explanada pasando por la escuela. El sol se alzaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba el páramo desierto. La nieve se fundía en algunos lugares de la ladera. De nuevo iban a aparecer las piedras. En cuclillas, al borde del terraplén, el maestro contempló la extensión desierta. Pensó en Balducci. Le había ofendido, le había despedido de manera desagradable, como si no quisiera que le metieran en el mismo saco que él. Volvió a oír la despedida del gendarme y, sin saber por qué, se sintió extrañamente vacío y vulnerable. En aquel momento, del otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru le escuchó, casi a pesar suyo, después, furioso, tiró una piedra que silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen estúpido de aquel hombre le sublevaba, pero entregarle era contrario al honor: sólo pensarlo le volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y también le maldecía a él, que se había atrevido a matar sin haber sabido huir. Daru se levantó, dio vueltas en círculo en el terraplén, después esperó, inmóvil, y finalmente volvió a entrar en la escuela.
Inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo el árabe se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miró y después dijo: «Ven». Regresó a la habitación precediendo al prisionero. Se puso un chaquetón de caza por encima de su guardapolvos y se calzó unos zapatos de monte. Esperó fuera, de pie, a que el árabe se pusiera su fez y sus sandalias. Pasaron a la escuela y el maestro señaló la salida a su compañero: «Ve andando», dijo. El otro no se movió. «Te sigo», dijo Daru. El árabe salió. Daru volvió a la habitación para hacer un paquete con galletas, dátiles y azúcar. Antes de salir titubeó unos segundos en el aula, delante de su escritorio, después cruzó el umbral de la escuela y cerró la puerta. «Es por allí», dijo. Tomó la dirección del este, seguido del prisionero. Pero a poca distancia de la escuela le pareció oír un leve ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos para inspeccionar los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe le veía actuar sin comprender aparentemente nada. «Vamos», dijo Daru.
Anduvieron durante una hora y descansaron cerca de una especie de pitón calizo. La nieve iba fundiéndose cada vez más deprísa, el sol se bebía los charcos al instante, limpiaba a toda velocidad el páramo que, poco a poco, se secaba y vibraba como el mismo aire. Cuando prosiguieron su ruta, el suelo resonaba bajo sus pasos. De vez en cuando un ave rasgaba el espacio delante de ellos con un grito alegre. Daru bebía la luz fresca con profundas inhalaciones. Una suerte de exaltación nacía en él delante de aquel gran espacio familiar, ahora casi enteramente amarillo, bajo la cúpula de cielo azul. Anduvieron todavía una hora más, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de prominencia chata, hecha de rocas friables. A partir de allí, en dirección este, el páramo se inclinaba hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles esqueléticos y, en dirección sur, hacia un caos rocoso que daba un aspecto atormentado al paisaje.
Daru inspeccionó las dos direcciones. Sólo el cielo cerraba el horizonte donde no asomaba ni un ser viviente. Se volvió hacia el árabe, que le miraba sin comprender. Daru le ofreció un paquete: «Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Podrás aguantar un par de días. Toma mil francos también.» El árabe cogió el paquete y el dinero pero conservando sus manos llenas a la altura del pecho, como si no supiera qué hacer con lo que le daban. «Ahora mira —dijo el maestro mostrándole la dirección del este—, ésa es la ruta de Tinguit. Hay dos horas de camino. En Tinguit está la administración y la policía. Te esperan.» El árabe miró hacia el este, manteniendo contra su cuerpo el paquete y el dinero. Daru le tomó por el brazo y le obligó a girar bruscamente un cuarto hacia el sur. Al pie de la ladera en la que se encontraban se adivinaba un camino apenas dibujado. «Ésa es la pista que cruza los páramos. A un día de marcha de aquí encontrarás pastizales y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán cobijo, según su ley.» El árabe se había vuelto hacia Daru y una especie de pánico asomó a su rostro: «Escúchame», dijo. Daru sacudió la cabeza: «No, cállate. Ahora te dejo». Le volvió la espalda y se alejó dos largos pasos en dirección a la escuela, luego miró con aire indeciso al árabe inmóvil y se marchó. Durante algunos minutos sólo escuchó sus propios pasos sonoros sobre la tierra fría y no volvió la cabeza. Sin embargo, al cabo de un momento se dio la vuelta. El árabe seguía allí, en lo alto de la colina, ahora con los brazos a lo largo del cuerpo, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Lanzó un juramento de impaciencia, hizo un gran ademán con las manos y se alejó. Ya estaba lejos cuando de nuevo se detuvo a mirar. En la colina no había nadie.
Daru titubeó. Ahora el sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a morderle la frente. Volvió sobre sus pasos, al principio algo incierto, después con mayor decisión. Cuando llegó a la pequeña colina chorreaba de sudor. La subió a toda prisa y se detuvo sin aliento en la cumbre. Al sur, los campos de roca se dibujaban con nitidez contra el cielo azul, pero en la llanura, al este, empezaba a levantarse un vaho de calor. Y en aquella bruma ligera, con el corazón acongojado, Daru descubrió al árabe andando lentamente camino de la prisión.
Algo más tarde, de pie frente a la ventana del aula, el maestro contemplaba sin verla la luz tierna que saltaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la llanura. Detrás de él, en la pizarra, entre los meandros de los ríos franceses, trazada con tiza por una mano poco hábil, se veía la inscripción que acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru contemplaba el cielo, la llanura y, más allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquella vasta región que tanto había amado se encontraba solo.

«EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS» (V) - ERNESTO SABATO

Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:

«En toda gran novela, en toda gran tragedia, hay una cosmovisión inmanente. Así, Camus, con razón, puede afirmar que los novelistas como Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievsky, Proust, Malraux y Kafka son novelistas filósofos. En cualquiera de esos creadores capitales hay una Weltanschauung, aunque más justo sería decir una «visión del mundo», una intuición del mundo y de la existencia del hombre; pues a la inversa del pensador puro, que nos ofrece en sus tratados un esqueleto meramente conceptual de la realidad, el poeta nos da una imagen total, una imagen que difiere tanto de ese cuerpo conceptual como un ser viviente de su solo cerebro. En esas poderosas novelas no se demuestra nada, como en cambio hacen los filósofos o cientistas: se muestra una realidad. Pero no una realidad cualquiera sino una elegida y estilizada por el artista, y elegida y estilizada según su visión del mundo, de modo que su obra es de alguna manera un mensaje, significa algo, es una forma que el artista tiene de comunicarnos una verdad sobre el cielo y el infierno, la verdad que él advierte y sufre. No nos da una prueba, ni demuestra una tesis, ni hace propaganda por un partido o una iglesia: nos ofrece una significación. Significación que es casi todo lo contrario de la tesis, pues en esas novelas el artista efectúa algo que es casi diametralmente opuesto a lo que esos propagandistas ejecutan en sus detestables productos. Pues esas grandes novelas no están destinadas a moralizar ni a edificar, no tienen como fin adormecer a la criatura humana y tranquilizarla en el seno de una iglesia o de un partido; por el contrario, son poemas destinados a despertar al hombre, a sacudirlo de entre la algodonosa maraña de los lugares comunes y las conveniencias están más bien inspiradas por el Demonio que por la sacristía o el buró político» (…) «Y para esa síntesis nada hay más adecuado en las actividades del espíritu humano que el arte, pues en él se conjugan todas sus facultades, reino intermedio como es entre el sueño y la realidad, entre lo inconsciente y lo consciente, entre la sensibilidad y la inteligencia. El artista, en ese primer movimiento que se sume en las profundidades tenebrosas de su ser, se entrega a las potencias de la magia y del sueño, recorriendo para atrás y para adentro los territorios que retrotraen al hombre hacia la infancia y hacia las regiones inmemoriales de la raza, allí donde dominan los instintos básicos de la vida y de la muerte, donde el sexo y el incesto, la paternidad y el parricidio, mueven sus fantasmas. Es allí donde el artista encuentra los grandes temas de sus dramas. Luego, a diferencia del sueño, que angustiosamente se ve obligado a permanecer en ese territorio ambiguo y monstruoso, el arte retorna hacia el mundo luminoso del que se alejó, movido por una fuerza ahora de expresión; momento en que aquellos materiales de las tinieblas son elaborados con todas las facultades del creador, ya plenamente despierto y lúcido, no ya hombre arcaico o mágico sino hombre de hoy, habitante de un universo comunal, lector de libros, receptor de ideas hechas, individuo con prejuicios ideológicos y con posición social y política. Es el momento en que el parricida Dostoievsky cederá, parcial y ambiguamente, lugar al cristiano Dostoievsky, al pensador que mezclará a esos monstruos nocturnos que salen de su interior las ideas teológicas o políticas que atormentan su cabeza; diálogos y pensamientos que sin embargo no tendrán nunca esa pureza cristalina que ofrecen en los tratados de teólogos o filósofos, ya que vienen promovidos y deformados por aquellas potencias oscuras, porque están en boca de esos personajes que surgen de aquellas regiones irracionales, cuyas pasiones tienen la fuerza feroz e irreductible de las pesadillas. Fuerzas que no sólo empujan sino que deforman y tienden esas ideas que enuncian sus personajes y que nunca, así, pueden identificarse con las ideas abstractas que leemos en un tratado de ética o de teología. Porque nunca será lo mismo decir en uno de esos tratados que «el hombre tiene derecho a matar» que oírlo en boca de un estudiante fanático que está con un hierro en la mano, dominado por el odio y el resentimiento; porque ese hierro, esa actitud, ese rostro enloquecido, esa pasión malsana, ese fulgor demoníaco en los ojos, será lo que diferenciará para siempre aquella mera proposición teórica de esta tremenda manifestación concreta».

«EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS» (IV) - ERNESTO SABATO

Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:

«NOVELISTAS Y REVOLUCIONES
El escritor de ficciones profundas es en el fondo un antisocial, un rebelde, y por eso a menudo es compañero de ruta de los movimientos revolucionarios. Pero cuando las revoluciones triunfan, no es extraño que vuelva a ser un rebelde.»

«Ya el propio Lenin le decía a Gorki, a propósito de Tolstoi, que «nunca se había descrito tan profundamente al mujik hasta que llegó este conde».

«… el artista es en general un ser disconforme y antagónico, y porque en buena medida es precisamente su desafecto a la realidad que le ha tocado vivir lo que lo lleva a crear otra realidad en su arte; que discrepa tanto de aquélla como el sueño de la vida diurna, y por motivos semejantes. El hombre no es un objeto pasivo, y por lo tanto no puede limitarse a reflejar el mundo: es un ser dialéctico y (como sus sueños lo prueban), lejos de reflejarlo, lo resiste y lo contradice. Y este atributo general del hombre se da con más histérica agudeza en el artista, individuo por lo general anárquico y antisocial, soñador e inadaptado».

LITERATURA PROBLEMÁTICA
Problema
Vida
Acento metafísico
Preocupación
Desnudez
Espíritu combatiente
LITERATURA GRATUITA
Juego
Palabras
Acento estético
Indiferencia
Pompa
Espíritu cortesano

«ACERCA DEL ESTILO
El estilo es el hombre, el individuo, el único: su manera de ver y sentir el universo, su manera de «pensar» la realidad, o sea esa manera de mezclar sus pensamientos a sus emociones y sentimientos, a su tipo de sensibilidad, a sus prejuicios y manías, a sus tics» (…) «El arte es la manera de ver el mundo de una sensibilidad intensa y curiosa, manera que es propia de cada uno de sus creadores, e intransferible.
Los retóricos consideraban el estilo como ornamento, como un lenguaje festival. Cuando en verdad es la única forma en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y si el resultado es insólito, no es porque el lenguaje lo sea sino porque lo es la manera que tiene ese hombre de ver el mundo».

TENACIDAD DEL CREADOR
(parafraseando a Albert Camus):
«Y también: “La creación es la más eficaz de todas las escuelas de paciencia y lucidez. Es también el testimonio trastornador de la única dignidad del hombre: la rebelión tenaz contra su condición, la perseverancia en un esfuerzo considerado estéril. Exige un esfuerzo cotidiano, el dominio de sí mismo, la apreciación exacta de los límites de lo verdadero, la mesura y la fuerza. Constituye una ascesis. Todo eso "para nada", para repetir y patalear. Pero quizá la gran obra de arte tiene menos importancia en sí misma que en la prueba que exige a un hombre y la ocasión que le proporciona de vencer a sus fantasmas y de acercarse un poco más a su realidad desnuda”».

EL CREADOR FRENTE A LA CRÍTICA
«Y como, por añadidura, el que niega parece siempre más talentoso que el que admira ¿quiénes y cuántos no caerán en la tentación de decir NO con pedagógica ironía, dando de paso a su rencor el honorable aspecto de un imparcial juicio axiológico? (…) «Sorprende, en cambio, que de pronto un lector desconocido que nunca ha creado nada, o un anónimo o modesto periodista sea capaz de advertir la presencia del creador. Se inclina uno a pensar que en esos seres existe latentemente el genio creador que por un motivo o por otro no han podido o no han sabido convertir en acto; seres que, en todo caso, se entregan con candidez y entusiasmo a la magia y a la fascinación del poeta: esa candidez y ese entusiasmo sin los cuales no es posible ni la creación de la obra de arte ni su recreación en el lector o espectador. Es por ellos y para ellos que el artista trabaja y sufre, los seres a quienes de verdad va destinado ese mensaje críptico, ese mensaje que les llevará una luz portentosa y extraña y que les permitirá examinar sus propios abismos, una luz que a la vez les llevará consuelo y desasosiego, certeza y vacilación, enfrentamiento a su propio drama y a la vez infinita liberación de no saberse solo.
En virtud de esa maravillosa confraternidad es que el arte existe. Porque de otro modo los artistas se callarían para siempre o morirían. Simplemente morirían».

«UNA DE LAS PARADOJAS DE LA FICCIÓN
Es característico de una buena novela que nos arrastre a su mundo, que nos sumerjamos en él, que nos aislemos hasta el punto de olvidar la realidad. ¡Y sin embargo es una revelación sobre esa misma realidad que nos rodea!».

«LITERATURA Y PROSTITUCIÓN
¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco».

«IDEA FIJA EN EL CREADOR
El tema no se debe elegir: hay que dejar que el tema lo elija a uno. No se debe escribir si esa obsesión no acosa, persigue y presiona desde las más misteriosas regiones del ser. A veces, durante años»

«LOS SUEÑOS VUELVEN
En alguna parte Gide dijo que a un artista no sólo hay que valorarlo por lo que es capaz de crear sino también por lo que es capaz de sacrificar».

«TEMA Y REALIZACIÓN
El artista parte de una oscura intuición global, pero no «sabe» lo que realmente quería hasta que la obra está concluida, y a veces ni siquiera entonces. En la medida en que parte de una intuición básica puede afirmarse que el tema precede a la expresión; pero al ir avanzando, la forma va prestando al asunto sutiles, misteriosos, ricos e inesperados matices; momentos en que puede afirmarse que la expresión crea al tema. Hasta que, concluida la obra, el tema y la expresión constituyen una sola e indivisible unidad. De este modo no tiene sentido pretender separar —como a menudo se lo pretende— el contenido de la forma, o sostener —como tan a menudo se lo sostiene— que hay temas grandes y ternas pequeños, asuntos sublimes y asuntos triviales. Son los artistas y sus realizaciones los que son grandes o pequeños, sublimes o triviales. La misma historia de un modesto cuentista italiano del Renacimiento sirvió para que Shakespeare escribiera uno de sus más hermosos dramas».

«¿QUÉ ES UN CREADOR?
Es un hombre que en algo «perfectamente» conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado».

«LA CAÍDA» (y II) - ALBERT CAMUS

Fragmentos extraídos de La caída, de Albert Camus, editado por Alianza Editorial y traducido por Manuel de Lope.

«Tiene que suceder algo, esa es la explicación de la mayor parte de los compromisos humanos. Tiene que suceder algo, incluso la servidumbre sin amor, incluso la guerra o la muerte. ¡Vivan pues los entierros!»

«Si se condenara en todas partes a los proxenetas y a los ladrones, la gente honrada, caballero, se creería todo el tiempo que es inocente. Y a mi juicio —ya estamos, ya estamos, ya llegamos al punto— es eso sobre todo lo que hay que evitar. De otro modo no habría de qué reírse».

«Lo esencial es ser inocente, que las virtudes, debidas al nacimiento, no puedan ser puestas en duda, y que sus faltas, producto de un infortunio pasajero, sean siempre provisionales. Ya se lo he dicho, se trata de atajar los juicios. Como resulta muy difícil atajarlos, y delicado hacer admirar y excusar la propia naturaleza, todo el mundo intenta ser rico. ¿Por qué? ¿No se lo ha preguntado? Por el poder, claro. Pero sobre todo porque la riqueza evita el juicio inmediato, aparta de la muchedumbre del metro para encerrarnos en una carrocería niquelada, aísla en amplios parques protegidos, en cochescama, en camarotes de lujo. La riqueza, querido amigo, no llega a ser una absolución, pero es un sobreseimiento, que tampoco está del todo mal...».

«De otro modo, aunque en toda una vida solamente hubiera una mentira oculta, la muerte la volvía definitiva. Nadie, jamás, conocería la verdad sobre ese punto, puesto que precisamente el único en saberlo se había muerto, se había dormido con su secreto».

«¿No es la mujer lo único que nos queda del paraíso terrenal?»

«Pero la verdad, mi querido amigo, es embrutecedora».

«Había que someterse y reconocer la propia culpabilidad. Había que vivir en el malconfort. Es verdad, usted no conoce esa mazmorra que en la Edad Media se llamaba el malconfort. En general se le dejaba a uno olvidado allí de por vida. Aquella celda se distinguía de las demás por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para permanecer de pie, pero tampoco lo suficientemente larga para permanecer acostado. Había que aceptar el estilo del tullido, vivir en diagonal; el sueño era una caída, la vigilia un acuclillamiento. Pesando mis palabras, querido amigo, le diré que había algo genial en aquel hallazgo tan sencillo. Mediante la inmutable condición que anquilosaba su cuerpo, el condenado aprendía todos los días que era culpable y que la inocencia consiste en estirarse alegremente. ¿Puede usted imaginar en una celda parecida a un hombre aficionado a las cumbres y a las cubiertas superiores? ¿Qué? ¿Se podía vivir en esas celdas y ser inocente? ¡Muy poco probable, muy poco probable! De otro modo mi razonamiento se rompería la crisma. Me niego a considerar un solo instante la hipótesis de que la inocencia pueda verse obligada a vivir como un jorobado. Además, nosotros no podemos afirmar la inocencia de nadie, y sin embargo podemos afirmar con certeza la culpabilidad de todos. Todo hombre es testigo del crimen de todos los demás, ésa es mi fe y mi esperanza».

«Siempre hay razones para asesinar a un hombre».

«¡Ah, querido amigo! ¿Sabe usted lo que es una criatura solitaria deambulando por una gran ciudad?».

«A veces se puede ver más claro en el que miente que en quien dice la verdad. La verdad, como la luz, ciega. La mentira, al contrario, es un bello crepúsculo que valoriza todos los objetos».

«LA CAÍDA» (I) - ALBERT CAMUS

Fragmentos extraídos de La caída, de Albert Camus, editado por Alianza Editorial y traducido por Manuel de Lope.

«Conocí a una persona de corazón puro que rechazaba la desconfianza. Era pacifista, libertario, amaba con un mismo amor a la humanidad entera y a los animales. Un alma escogida, sí, de eso estoy seguro. Pues bien, durante las últimas guerras de religión europeas se retiró al campo. Sobre el dintel de su puerta escribió: “De dondequiera que vengas, entra y sé bienvenido”. ¿Quién cree usted que respondió a esa hermosa invitación? Unos milicianos, que entraron como en su casa y le abrieron la barriga».

«Hasta mañana pues, caballero y querido compatriota. No, ahora podrá encontrar su camino; le dejo junto a ese puente. Por la noche nunca cruzo un puente. Es de resultas de un voto. Suponga en cualquier caso que alguien se tira al agua. Una de dos, o usted se va tras él para intentar pescarle, y en la estación fría se arriesga usted a lo peor, o bien abandona a su suerte, y las zambullidas reprimidas dejan a veces extrañas crispaciones. ¡Buenas noches! ¿Cómo? ¿Esas señoras detrás de los escaparates? El sueño, caballero, el sueño a precio módico, el viaje a las Indias. Esas damas se perfuman con especias. Usted entra, ellas corren las cortinas y la navegación comienza. Los dioses descienden sobre los cuerpos desnudos y las islas van a la deriva, enloquecidas, cubiertas de una desmelenada cabellera de palmeras al viento. Pruébelo».

«En otros tiempos conocí a un industrial que tenía una mujer perfecta, admirada de todos, y a la que sin embargo a menudo engañaba. Ese hombre rabiaba literalmente al sentirse culpable, al hallarse en la imposibilidad de recibir, o de otorgarse, un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer más rabioso se ponía. Al final la culpa se le hizo insoportable. ¿Qué cree usted que pasó entonces? ¿Dejó de engañarla? No. La mató. Así fue como entré en relación con él».

«Así es el hombre, caballero, tiene dos rostros: no puede amar sin amarse. Observe a sus vecinos si por casualidad se produce una defunción en su inmueble. Dormitaba en su pequeña vida y de repente, el portero por ejemplo, se muere. Al momento se despiertan, se agitan, se informan, se compadecen. Un muerto en prensa y al fin comienza el espectáculo. Necesitan tragedia, qué quiere usted, ésa es su pequeña trascendencia, su estimulante. Además ¿cree que le hablo del portero por casualidad? Yo tenía uno, realmente desgraciado, un auténtico malvado, un monstruo de insignificancia y de rencor que hubiera desanimado a un franciscano. Ni siquiera le hablaba, pero su propia existencia comprometía mi satisfacción habitual. Murió y fui a su entierro. ¿Me explicará usted por qué?
Además, los dos días que precedieron a la ceremonia fueron de lo más interesante. La mujer del portero estaba enferma, acostada en su única habitación, y a su lado habían puesto la caja sobre unos caballetes. Teníamos que recoger el correo nosotros mismos. Abríamos y decíamos: «Buenos días, señora». Escuchábamos el elogio del desaparecido que la portera señalaba con el dedo y nos llevábamos el correo. Poco alegre todo ello ¿no le parece? Sin embargo toda la casa desfiló por la portería, que apestaba fenol. Los inquilinos no enviaban a sus criados, no, venían en persona para aprovechar la ocasión. Y también venían los criados, pero a escondidas. El día del entierro la caja era demasiado grande para la puerta de la portería. «Ay, mi querido -decía la portera desde su cama, con una sorpresa compungida y encantada a la vez-, qué grande eras.» «No se preocupe, señora -decía el maestro de ceremonias-, le pasaremos de lado y de pie.» Y le pasaron de pie, y después le tumbaron, y fui el único que le acompañó hasta el cementerio (junto con un antiguo portero de cabaret que, según pude entender, bebía un Pernod todas las tardes con el difunto) y el único que arrojó flores sobre un féretro cuyo lujo me asombró. Después volví a visitar a la portera para recibir su agradecimiento de trágica comedianta. ¿Qué razones hay detrás de todo eso, dígame? Ninguna, salvo el estimulante».

«EL REVÉS Y EL DERECHO» - ALBERT CAMUS

Fragmentos de El revés y el derecho, de Albert Camus, publicado por Alianza Editorial y traducido por María Teresa Gallego Urrutia.

«Los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento».

«Soy avaricioso de esa libertad que se esfuma en cuanto aparece el exceso de bienes».

«No existe amor por la vida sin desesperación por la vida».

«Desde luego que el escritor tiene alegrías para las que vive y que bastan para colmarlo. Pero para mí están en el momento de la concepción, en el mismo instante en que aparece el tema, en que la sensibilidad, clarividente de pronto, capta el esbozo de la articulación de la obra, en esos momentos deliciosos en que la imaginación y la inteligencia son por completo una misma cosa. Esos instantes se van igual que llegan. Queda la ejecución, es decir, una prolongada penalidad».

«Hay una virtud peligrosa en la palabra sencillez. Y esta noche entiendo que haya quien quiera morir porque, ante determinada transparencia de la vida, nada tiene ya importancia. Un hombre sufre y padece desdichas tras desdichas. Las soporta, se hace a su destino. Se gana la estima de los demás. Y, luego, una noche, nada: se encuentra con un amigo al que quiso mucho. Y éste le habla distraídamente. Al volver a su casa, el hombre se mata. Se habla luego de penas íntimas y de un drama oculto. No. Y si a la fuerza tiene que haber un motivo, se mató porque un amigo le habló distraídamente. Así es como, cada vez que me ha parecido que experimentaba el sentido del mundo en profundidad, fue siempre su sencillez la que me trastornó».


«Sin los cafés y los periódicos, resultaría difícil viajar. Una hoja de papel impresa en nuestra lengua, un lugar en donde, por las noches, intentamos codearnos con otros hombres, nos permiten, mediante ademanes familiares, representar con la mímica al hombre que éramos en nuestra tierra y que, visto a distancia, nos parece tan ajeno. Pues lo que le da precio al viaje es el miedo. Destruye en nuestro fuero interno algo así como un decorado interior. Ya no podemos hacer trampa, ocultarnos tras horas de oficina y de tajo (esas horas de las que tanto protestamos y que con tanto tino nos defienden del sufrimiento de estar solos). Y, por ello, siempre siento el deseo de escribir novelas en que mis protagonistas digan: «¿Qué sería de mí sin las horas que paso en la oficina?», o también: «Mi mujer se ha muerto, pero afortunadamente hay un montón de envíos que debo tener listos para mañana». El viaje nos priva de ese refugio. Lejos de los nuestros, de nuestra lengua, arrebatados de cuanto nos sirve de apoyo, despojados de nuestras máscaras (no sabemos cuánto cuesta el tranvía y con todo lo demás pasa lo mismo), nos hallamos por completo en la superficie de nuestras personas. Pero también, al notarnos el alma enferma, devolvemos a todos los seres, a todos los objetos, su valor milagroso. Una mujer que baila sin fijarse en lo que hace; una botella en una mesa, divisada tras un visillo; toda imagen se convierte en un símbolo. Nos da la impresión de que la vida se refleja entera en ella, en la medida de que, en ese momento, en ella se resume nuestra vida. Sensibles a todos los dones, ¿cómo referir las contradictorias embriagueces que podemos gustar (incluyendo la de lucidez)? Y es posible que nunca comarca alguna, a no ser el Mediterráneo, me haya conducido a un tiempo tan lejos y tan cerca de mí mismo».