Traducción
del francés de José Abdón Flores
Relato incluido en Une
canne à pêche pour mon grand–père (Una caña de pescar para el
abuelo)
Un calambre, un calambre comenzaba a contraerle el vientre. Por supuesto, creía poder nadar más lejos, pero, a un kilómetro de la orilla, había comenzado a resentirlo. Al principio, creyó tener simplemente un dolor en el vientre y se dijo que desaparecería si continuaba moviéndose. Pero su abdomen se tensaba más y más y frenó el avance. Se palpó el vientre y sintió en el costado derecho un punto duro. Comprendió que sus abdominales se habían contraído al contacto con el agua. Antes de arrojarse, no había calentado correctamente. Después de la cena, se había dirigido solo hacia la playa, desde el pequeño edificio blanco del centro de alojamiento. Ya era otoño y el viento se había alzado. Pocos eran los que se bañaban al anochecer, las personas preferían charlar o jugar cartas. En la playa, de los jóvenes y las muchachas que descansaban al mediodía, no quedaban sino cinco o seis jugando volley: una muchacha con traje de baño rojo en medio de los jóvenes cuyos trajes húmedos aún escurrían. Acababan de salir del agua, no deseaban perder más tiempo en su frescura otoñal. No había más bañistas en la playa. Él había entrado directamente al agua, sin detenerse a mirar atrás, esperando que la muchacha lo observara. Ahora, ya no podía verlos. Se volvió, de cara a la luz; el sol descendía hacia las montañas y pronto iba a desaparecer tras la colina donde se encontraba el mirador de la casa de reposo. Los últimos destellos del ocaso eran enceguecedores. Su fuerte reverberación sobre el espejo del agua volvía todo indistinto: el mirador en lo alto de la colina, las siluetas de los árboles a lo largo de la orilla y aquélla, como un navío, del edificio de varios pisos de la casa de reposo. Y ellos, ¿aún jugaban volley? Agitó las piernas bajo el agua.
A su alrededor, sólo existía el rumor de las olas y la espuma blanca sobre el sombrío mar verde, ningún barco de pescadores en el horizonte. Se volvió, dejándose llevar por las corrientes. A lo lejos, percibió sobre las sombrías láminas un punto negro. Se dejó arrullar en el hueco de las olas, ya no veía la superficie del mar. Las aguas eran de un negro de tinta, más lisas y brillantes que el satín. Las contracciones de su abdomen se acentuaron. Se puso de espaldas y flotó, luego, con la mano derecha masajeó el punto duro en su vientre. El dolor se atenuó. Sobre él, ligeramente a un lado, flotaba una nube en el cielo, como una bola de algodón; el viento, allá arriba, aún debía soplar con fuerza.
Dejarse mecer por las corrientes, ora en la cima ora en el hueco de las olas, no era una solución. Tenía que apresurarse a nadar hacia la ribera. Se puso de nuevo sobre el vientre, moviendo sus piernas con fuerza para vencer el poderoso oleaje y tomar un poco de velocidad. Pero el dolor en el vientre, que se había atenuado un poco, lo aquejó de nuevo. Se reavivó tan rápido que él tuvo la impresión de que todo su lado derecho se había endurecido bruscamente. Así mismo, el agua le tapaba la cabeza. No veía sino el verde sombrío del mar, límpido y sereno, solamente perturbado por los rosarios de burbujas que liberaba al respirar. Sacó la cabeza parpadeando para sacar el agua de sus pestañas. Seguía sin ver la ribera. El sol había desaparecido y el cielo sobre la colina resplandecía con colores rosados. Y ellos, ¿aún jugaban volley? Y esa muchacha, con el traje de baño rojo. Seguía hundiéndose, el dolor lo forzaba a sumir el vientre. Dio una brazada rápida, pero cuando tomó aire, tragó un poco de agua áspera y salada. En cuanto se puso a toser, le pareció que una aguja se clavaba en su abdomen. Debió acostarse de nuevo sobre el agua, brazos y piernas separados; al fin se relajó y el dolor se esfumó en seguida. El cielo se había ensombrecido. ¿Podían estar jugando volley aún? Todo dependía de ellos; ¿se había dado cuenta la muchacha del traje de baño rojo que él iba a nadar? ¿De casualidad miraban hacia el mar? El punto negro, a lo lejos, atrás de él, ¿era un barco pesquero o algún objeto flotante que se había desprendido de abordo? Y de cualquier modo, ¿quién podía fijarse en este objeto? No podía depender más que de sí mismo. Habría podido gritar, pero escuchando el rumor continuo y monótono de las olas, lo embargó un profundo sentimiento de soledad, como nunca había sentido. Se hundió un poco, luego se volvió a estabilizar rápidamente. En seguida, una irresistible corriente helada le atravesó el cuerpo y lo desplazó de manera suave. Se puso de vientre y dio algunas brazadas con la mano izquierda, sujetándose el vientre con la derecha. Cuando retomó su movimiento de piernas masajeándose el costado, el dolor estaba presente, pero era soportable. Comprendió que sólo podría escapar a esta corriente con la fuerza de sus piernas. Debía tolerar todo, incluso lo intolerable, era la única forma de salvarse. No era necesario dramatizar demasiado la situación. De cualquier forma, su vientre seguía contraído y se encontraba en aguas profundas, a un kilómetro de la orilla. De hecho, ignoraba si aún estaba a esa distancia, pero se daba bien cuenta que derivaba a lo largo de la costa. El vigor de sus piernas triunfó al fin sobre la fuerza de la corriente fría. Debía arreglárselas si no quería parecerse a ese punto negro sobre las olas, que había desaparecido en las sombrías aguas del mar. Debía soportar el dolor, conservar la calma, patalear con vigor. No debía aflojar ni mucho menos perder la cabeza. Debía coordinar perfectamente sus movimientos de piernas, su respiración y el masaje en el vientre. No debía pensar en otra cosa, desechar cualquier idea de pánico. El sol declinaba rápidamente, la oscuridad cubría el mar y él no alcanzaba a ver las luces de la orilla. Incluso la costa era indistinta y la curva de la colina… ¡su pie dio contra algo! Se crispó y el dolor le traspasó el bajo vientre. Agitó suavemente la pierna: un círculo picante le ceñía el tobillo, había tocado los tentáculos de una medusa. Efectivamente, había visto en el agua una masa grisácea semejante a una sombrilla con bordes membranosos. Podía distinguir perfectamente el contorno y detallar cada orificio de sus tentáculos. Estos últimos días, había imitado a los niños en la playa y se había puesto a capturar y salar medusas. Sobre la repisa exterior de la ventana de su cuarto, en el centro de alojamiento, había aplastado con una piedra siete medusas como la que había tocado, y les había rociado sal. Al cabo de algunos días, ya no quedaba mas que un montón de pellejos secos. También él corría el riesgo de convertirse en una simple piel, un cadáver que flotaría sin siquiera alcanzar la playa. Más valía dejarlas vivir, su deseo de vivir se volvía más fuerte, en el futuro ya no capturaría medusas; si conseguía llegar a la orilla, nunca más se metería al mar. Hacía esfuerzos por patalear, la mano derecha apoyada en su vientre, no debía pensar en nada, únicamente concentrarse en el ritmo regular del pataleo. Percibió unas estrellas que brillaban de forma maravillosa. Eso significaba que por el momento se dirigía hacia la orilla. El punto duro en su vientre había desaparecido, pero, prudentemente, siguió dándose masaje. Su avance seguía siendo lento…
Cuando al fin alcanzó la ribera, la playa estaba desierta y la marea subía. Pensó que se había beneficiado de la corriente. Un escalofrío recorrió su cuerpo desnudo al viento. Tenía más frío que cuando estaba en el agua. Se tiró en la playa, pero la arena también estaba fría. Se levantó entonces y echó a correr. Tenía prisa por anunciar que acababa de evitar la muerte por muy poco. En el vestíbulo de la entrada del centro de alojamiento, todo mundo seguía ocupado jugando cartas. Cada uno escrutaba el rostro de su adversario o el juego que tenía en mano. Nadie hizo gesto de alzar la cabeza para observarlo. Fue a su cuarto, pero su compañero de habitación no estaba. Debía de estar charlando al lado. Tomó su toalla de baño, en la ventana. Sabía que abajo, las medusas que había aplastado y recubierto de sal aún escurrían. En seguida, se cambió, se puso zapatos para tener más calor y regresó a la playa.
Del mar se desprendía el estrépito de las olas. El viento soplaba más fuerte. Las láminas grisáceas rompían sobre la playa. En cuanto llegaban a la orilla, el agua negra se extendía rápidamente. No tuvo tiempo de retroceder y se mojó los zapatos. Entonces caminó por la playa en la oscuridad, manteniéndose un poco más alejado de la orilla. Las estrellas ya no brillaban. Luego escuchó voces de muchachas y jóvenes y percibió tres sombras. Se detuvo. Las sombras impulsaban dos bicicletas. En la parrilla de una de ellas iba sentada una joven de cabello largo. Parecían tener dificultades para pedalear las bicis cuyas ruedas se atascaban en la arena. Los tres no paraban de quejarse y la voz de la joven que iba sentada en la parrilla era particularmente alegre. Se detuvieron frente a él y apoyaron las bicicletas una contra la otra. Uno de los jóvenes tomó de la parte posterior de su bici una gran bolsa que tendió a la muchacha. Luego comenzaron a quitarse la ropa. Eran flacos como clavos. Una vez desnudos, se pusieron a agitar los brazos, a saltar y gritar en la playa: «¡Nos congelamos! ¡Nos congelamos!», bajo las alegres cascadas de risa de la muchacha.
–¿Nos echamos un trago? –propuso ella, apoyada contra las bicis. Tomaron la botella de alcohol que les ofrecía la muchacha, y cada uno bebió, luego se la devolvieron antes de correr hacia el mar.
–Ah… ¡Ah!
–Ah…
En el estruendo de las olas que se desprendían del mar, él vio que la muchacha junto a las bicis estaba apoyada en muletas.
Noche del 22 de diciembre de 1984
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