Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres
Eduardo Galeano, Los nadies, de El Libro de los abrazos
El sirviente es una película en blanco y negro, la historia de un aristócrata, el flemático y londinense Tony (James Fox), que contrata los servicios de un sirviente, el servicial y siempre correcto Hugo Barret (Dirk Bogarde). Un punto de partida tan aparentemente cotidiano e inocente deviene progresivamente en una situación absurda, tan subversiva como provocadora: la inversión de los roles de ambos, señor y sirviente.
Pero, ¿cómo se ha podido llegar hasta tal grado de degeneración? Ahí es donde entra la maestría del guionista de la película, Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura 2005, que hace posible que nos traguemos esa deriva insólita que va tomando la historia.
Gracias a él y a Losey, poco a poco vamos descubriendo la complejidad de ambos personajes. El señor no es sólo lo que las apariencias formales propias de su clase exigen; por debajo de su epidermis laten otras pulsiones que hasta ahora habían sido debidamente subliminadas. En cuanto al sirviente, tampoco es ese personaje servil y humilde del principio de la película; en realidad, Hugo es un hombre taimado que tiene un plan maquiavélico para transgredir el statu quo vigente en la casa.
El tablero en que se dirime la lucha es la suntuosa casa del señor, que es a la postre lo que está en juego. Un espacio cerrado y por momentos claustrofóbico, asfixiante gracias a los encuadres dramáticamente inclinados, la presencia de espejos deformantes y la fotografía de tipo expresionista. La puesta en escena es bastante teatral y sin apenas cortes de cámara, confiado el peso dramático al soberbio trabajo de interpretación, al pulso que mantienen los actores. En semejante escenario, la relación entre ambos hombres abandonará la frialdad y pulcritud inicial, y se irá volviendo más y más enrevesada, a medida que los dos se van conociendo y sus miserias personales saltan a la palestra; pasando, eso sí, por diferentes estadios, despido laboral incluido.
Si importante es el trabajo de los dos actores principales, también hay que destacar el de las dos actrices secundarias: la prometida del señor, la señora Susan (Wendy Craig), y la nueva criada, Vera (Sarah Miles), supuestamente la hermana del sirviente. La primera es estirada y autoritaria como corresponde a la aristocracia más rancia; maltrata al criado y quiere echarlo de la casa simplemente porque no le gusta; es también sexualmente algo fría. La segunda entra a formar parte de la plantilla de la casa, y de la casa, al ser contratada como criada, previa recomendación del sirviente (en realidad, es su amante). Vera es entrometida, irrespetuosa y tremendamente sensual, circunstancia esta que no pasará desapercibida a ojos del señor, que acabará siendo seducido por ella en lo que es un peldaño más del elaborado plan.
Y es que, efectivamente, El sirviente es una monumental y bien urdida trampa de los sirvientes, hartos de estar abajo y a la espera de ocupar el puesto de los señores, algo que solo pueden hacer temporalmente, cuando estos han salido para hacer su habitual vida social. Es entonces cuando se despendolan, fuman, beben, fornican alegremente, se burlan de sus amos y no dudan en montárselo en el mismísimo dormitorio del señor. Es precisamente ahí, cuando están en plena faena, cuando son sorprendidos: no es sólo que hayan sido cogidos in fraganti, se trata del incesto, ¿puede haber algo más escandaloso a ojos de un aristócrata supuestamente escrupuloso con sus sólidos (y trasnochados) principios morales? De inmediato son despedidos ambos asistentes, que se marchan entre carcajadas y una aparente indiferencia, como si tuvieran la certeza de que esto es solo un contratiempo, que no tardarán en volver.
Efectivamente, tiempo después y mediante otro engaño, el sirviente es readmitido. Su regreso, como no podía de ser de otro modo, es humillante, indigno, apelando a la compasión y al sentimiento de culpabilidad; es también una nueva farsa. Al poco, los puentes se han reconstruido y la presencia del sirviente se revela imprescindible para su señor. Abolidas (o casi) las barreras sociales que deben separar a ambos, la relación ahora es de "viejos amigos" (como dice Hugo en un momento dado), donde el criado puede enseñar mucho al señor. Quizás lo que el señor aprende del criado es a burlarse de la rigidez de las normas de su clase social, de lo fatuo de sus principios morales, tan frágiles como ha quedado demostrado. Hecho el descubrimiento, Tony inicia su particular descenso a los infiernos, deslizándose por la pendiente del hedonismo; entregado, esta vez sin hipocresía, a placeres tan antiguos, tan bajos, como el alcohol, las mujeres… ante la mirada incrédula de su prometida. Esta, Susan, en una de la fiestas que se hacen en la casa y tras haber contemplado como Tony besa a una desconocida, no dudará en entregarse a los brazos de Hugo, no sabemos si por desaire sentimental o porque también ella ha sentido el vértigo del placer.
El plan resulta todo un éxito, como revela el plano final en que el antes sirviente y ahora señor se mete con su amante en la cama del dormitorio del amo, mientras este se arrastra, borracho y con aspecto demacrado, por el suelo.
Aunque la novela The Servant de Robin Maugham básicamente es la historia de dos hombres a través de una relación laboral, donde hay uno que está arriba y el otro abajo, y la posterior subversión del orden establecido; en manos de autores como Joseph Losey (víctima de la caza de brujas del senador McCarthy que lo había llevado a trasladarse a Gran Bretaña) y Harold Pinter (judío, de origen obrero y hombre comprometido con la izquierda) cobra una evidente grandeza y universalidad al proponer un drama extrapolable a toda la sociedad: ¿qué ocurriría si los que detentan la propiedad de las cosas, los jefes, los amos, pasaran a ser los sirvientes, los trabajadores, los explotados; y viceversa?
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados…
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