ANUNCIOS CLASIFICADOS (51) - TESTAFERRO


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"INSIDE JOB" - CHARLES FERGUSON


Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/article4027.html

DURACIÓN: 2 h.
AÑO DE PRODUCCIÓN: 2010
NACIONALIDAD: EEUU
Hasta donde yo sé, Inside Job es la primera película que se hace sobre la reciente crisis económica, bajo cuyos efectos todavía siguen algunos países (el nuestro, sin ir más lejos).
Inside Job es un documental de dos horas de duración en el que, a través de la voz del actor Matt Damon, asistimos al proceso de gestación del derrumbe, y al posterior estallido de la burbuja financiera.
La cinta comienza en la idílica Islandia, donde el bienestar económico y social estalla, como un volcán en erupción, nos cuenta el director Charles Ferguson, cuando los bancos locales inician su estrategia expansiva, pretendiendo ir más allá de sus posibibilidades , financiados por la banca extranjera que acaba de desembarcar. Expertos financieros, contratados por la Cámara de Comercio, hablan al mundo de la estabilidad de Islandia. Es el principio del fin para el país de los hielos. Como se recordará, en 2010 el gobierno islandés celebró un referéndum sobre si se debía pagar la deuda contraida por la banca privada islandesa, en quiebra y nacionalizada, con bancos del Reino Unido y Países Bajos. Finalmente triunfó un "no" arrollador.
La película se traslada ahora a Nueva York, epicentro de las finanzas, a través de espectaculares tomas aéreas que nos muestran enormes rascacielos, metáforas de la bonanza económica, del ansia desmedida por llegar más alto.
A través de pequeños cortes de entrevistas con personajes, que de una manera u otra tuvieron que ver con la crisis, Ferguson nos explica cómo, después del crack del 29, en EEUU se disfrutó de un periodo de calma en lo que a posibles turbulencias financieras se refiere. Todo cambió a partir de los 80, con Ronald Reagan instalado en el poder, cuando los lobbies empezaron a abogar por una desregulación de la industria financiera. Washington y Wall Street estrechan sus lazos, al tiempo que los operadores financierons multiplican sus ingresos y su influencia. Poco a poco, esos grupos de presión empiezan a colar hombres entre las altas esferas del gobierno estadounidense; la tan ansiada desregulación del sector no tardará en llegar. Son tiempos de bonanza en los que los estadounidenses aspiran a hacer realidad sus sueños; los bancos ayudan concediendo créditos sin demasiados miramientos. La bola de nieve especulativa va creciendo, sin que los organismos controladores cumplan su cometido. Por su parte, las todopoderosas agencias de rating inflan las calificaciones de determinadas empresas, incluso cuando éstas están al borde mismo del desastre.
En el 2008 todo salta por los aires. Las hipotecas subprime hacen que el mercado inmobiliario se hunde, arrastrando con él, cual tsunami arrollador, a gigantes como el banco de inversión Lehman Brothers, las compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac, la aseguradora AIG… La estabilidad de la economía estadounidense está en peligro y el presidente ordena inyectar millones de dólares. El efecto dominó de piezas que van tirando nuevas piezas se instala en la economía globalizada en que se ha convertido el planeta: la enfermedad comienza a contagiarse, la pandemia no tardará.
Después vendrá la resaca, en forma de depuraciones -nulas o casi nulas-, indemnizaciones y rescates de grandes empresas a costa de vaciar los bolsillos de los contribuyentes. El nuevo presidente Obama es un hombre cargado de buenas intenciones: lo ocurrido no volverá a suceder. Sin embargo, los mismos hombres que provocaron el desastre, esos que consiguieron mantener intactas sus fortunas, esos que cobraron sustanciosos bonus, vuelven a instalarse entre la élite gobernante junto al nuevo presidente, cumpliendo así el viejo adagio del hombre que tropieza dos veces en la misma piedra.
Muchos de los responsables del hundimiento se negaron a participar en Inside Job. Entre los que sí que lo hicieron, en sus respuestas a las a menudo comprometidas preguntas, se cuelan momentos de duda, de contradicción, de silencio, de tartamudeo, de abierto cinismo, que despertarán la carcajada de los espectadores; actuando como contrapunto a la indignación creciente que desde el principio de la película se ha ido instalando entre el público.
En ciertos momentos, Inside Job puede recordar a las recientes producciones de Michael Moore, por el humor que destila, por su ironía, por la música… Así que si te gustaron películas como Fahrenheit 9/11 ó Bowling for Columbine, ya sabes…

GADAFI´S FRIENDS (10) - YORGOS PAPANDREU

"LOS MUCHACHOS" - ANTON CHÉJOV

-¡Volodia ha llegado! -gritó alguien en el patio.

-¡El niño Volodia ha llegado! -repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor- ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon, hasta casi ahogarlo, entre sus brazos.

-¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.

-¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.

Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que además de Volodia se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.

-Volodia, ¿quién es ése? - preguntó muy quedo la madre.

-¡Ah, sí!- recordó Volodia. Tengo el honor de presentarles a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Lo he invitado a pasar con nosotros las Navidades.

-¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bienvenido! -dijo con tono alegre el padre-. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Chechevitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!

Un cuarto de hora más tarde Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacía calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.

-¡Bueno, ya llegan las Navidades! -dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo-. ¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Señor Chechevitzin, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, se lo ruego. Está usted en su casa.

Las tres hermanas de Volodia -Katia, Sonia y Macha-, de las que la mayor no tenía más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido confundir por un pillete.

Su actitud era triste; guardaba un constante silencio y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándolo, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo sufría un ligero sobresalto y rogaba que le repitiesen la pregunta.

Las niñas habían observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar y dijo:

-En California se bebe ginebra en vez de té.

También él se hallaba absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.

Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba

-¿Quién ha agarrado mis tijeras? ¿Has sido tú, Iván Nicolayevich?

-¡Dios mío! -se indignaba Iván Nicolayevich con voz llorosa. ¡Hasta de tijeras me privan!

Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado pero, un instante después, volvía de nuevo a entusiasmarse.

El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacía las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas.

-Por de pronto, a Perm -decía muy quedo Chechevitzin- de allí, a Tumen.... Después, a Tomsk...

-Espera... Eso es de Tomsk a Kamchatka...

-En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en América. Allí hay muchas fieras...

-¿Y California? -preguntó Volodia.

-California está más al sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.

Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se encontró durante algunos minutos completamente solo con ellas. La cortesía mas elemental exigía que les dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos, tosió, miró severamente a Katia y preguntó:

-¿Ha leído usted a Mine-Rid?

-No... Dígame: ¿sabe usted patinar?

Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:

-Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.

Tras un nuevo silencio, añadió:

-Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.

-¿Y qué es eso?

-Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?

-Volodia nos dijo que usted es el señor Chechevitzin.

-No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.

Las niñas, que no habían comprendido nada, lo miraron con respeto y un poco de miedo.

Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. Él y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche, cuando los muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron!

Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje: tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber ginebra, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia "mi hermano rostro pálido" en tanto que Volodia llamaba a su amigo "Montigomo, Garra de Buitre".

-No hay que decirle nada a mamá -dijo Katia al oído de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá no le dejarán ir a América.

Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:

-¡Perdóname! Dios mío, soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mí, pobre y desgraciada mamá!

Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo do su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados.

A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo siguiente:

-Vamos, ¿ quieres ir? -preguntó con cólera Chechevitzin- Di, ¿no quieres?

-¡Dios mío! -respondió llorando Volodia-. No puedo, no quiero separarme de mamá.

-¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!

-No me da miedo; pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?

-Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?

-Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.

-Bueno; en ese caso me voy solo -declaró resueltamente Chechevitzin-. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.

Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también. Hubo algunos instantes de silencio.

-Vamos, ¿no me acompañas? -preguntó una vez más Chechevitzin.

-Sí, me voy... contigo.

-Bueno; vístete.

Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin empezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió en fin a Volodia darle todo el marfil y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase.

Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosísimo arrostraba todo el peligro y rugía como un león o como un tigre auténticos.

Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lágrimas dijo:

-¡Qué miedo tengo!

Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaron en la cuadra, en el jardín; se los hizo buscar después en la aldea vecina; todo fue en vano. A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud y lloraba.

Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar. Pero hacia el mediodía unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la puerta.

-¡Es Volodia! -exclamó alguien en el patio.

-¡Volodia está ahí! -gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.

El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!

Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.

Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.

-¿Es posible? -decía con tono enojado-. Si se sabe esto en el colegio los pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde han pasado la noche?

-¡En la estación! -respondió altivamente Chechevitzin.

Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.

Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas no les dijo palabra; pero tomó el cuaderno de Katia y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo:

“Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles”.

EL ROTO (3)

(Publicado en el diario El País el día 25.03.2011)

"BLADE RUNNER" (fragmento de audio) - RIDLEY SCOTT

El director Ridley Scott, antes de venderse definitivamente al vil metal, hizo algunas películas memorables; entre ellas, "Blade Runner". "Blade Runner" tiene múltiples lecturas, y a cada visionado uno descubre aspectos que antes había pasado por alto, por lo que es recomendable ver "Blade Runner" unos cientos de veces.
El malo de la película es Roy Batty (Rutger Hauer en el probablemente mejor papel de su carrera), un Nexus 6, un asesino implacable también. Hacia el final de la cinta, con Roy a punto ya de morir, se revela toda la humanidad de este personaje, en uno de los monólogos más interesantes, más filósoficos, más poéticos, de la película (y del cine, en general). La lluvia cae, incesante, sobre Roy, mientras en su mano sostiene una paloma blanca. El monólogo es el que sigue (sube el volumen de tus altavoces y abre bien las orejas):


AUDIO EN INGLÉS (voz de Rutger Hauer)


AUDIO EN ESPAÑOL (voz de Constantino Romero)

EL ROTO (2)


(Publicado en el diario El País el día 23.03.2011)

"RUIDO DE FONDO" (fragmento) - DON DELILLO

Fragmento extraído de “Ruido de fondo”, de Don Delillo:

"La familia representa la cuna de la desinformación universal. Algo hay en la vida familiar que desencadena la generación de errores factuales. La proximidad excesiva, el ruido y el calor de la existencia. Acaso algo aún más profundo, como la necesidad de supervivencia. Murray afirma que somos criaturas frágiles rodeadas por un mundo de hechos hostiles. Hechos que amenazan nuestra felicidad y nuestra seguridad. Cuanto más profundizamos en la naturaleza de las cosas, más endebles puede parecer que se vuelven nuestras estructuras. El proceso familiar contribuye a nuestro aislamiento del mundo. Los pequeños errores adquieren una dimensión desmesurada, y la irrealidad prolifera. Yo le digo a Murray que la ignorancia y la confusión no pueden de ningún modo ser las fuerzas impulsoras que subyacen a la solidaridad familiar. Qué idea, qué subversión. Él me pregunta por qué las unidades familiares más fuertes se dan en las sociedades menos desarrolladas. La ignorancia es un arma de supervivencia, afirma. La magia y la superstición se atrincheran como la poderosa ortodoxia del clan. La familia es más fuerte allí donde más probable resulta que la realidad objetiva sea malinterpretada. Qué teoría más despiadada, respondo. Pero Murray insiste en que es cierta."

"UNA BROMITA" - ANTON CHÉJOV


Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.

-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.

Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.

-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía!

Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin.

-¡La amo, Nadia! -digo a media voz.

El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a levantarse.

-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!

Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención.

Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría...

-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme.

-¿Qué?- le pregunto.

-Hagamos... otro viajecito.

Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, digo a media voz:

-¡La amo, Nadia!

Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y nada más?"

La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.

¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto.

-A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno más?

Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, tiembla y contiene el aliento.

Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina alcanzo a musitar:

-¡La amo, Nadia!

Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya sido el viento!"

A la mañana siguiente recibo una esquela:

"Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N."

Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismos palabras:

-¡La amo, Nadia!

En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado.

Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás.

Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines. Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender...

Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre.

Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz:

-¡La amo, Nadia!

¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.

Y yo me voy a hacer las maletas...

Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida...

Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma...

"TRES ROSAS AMARILLAS" - RAYMOND CARVER

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:http://www.larepublicacultural.es/article3992.html

Como advierte el editor los relatos de Tres Rosas Amarillas formaron parte, como "New Stories", de la antología de Raymond Carver Where I´m Calling From (1988) y se publicaron como un libro separado en Gran Bretaña con el título Elephant and Other Stories (1988).
1988 fue también el año en que murió Raymond Carver, con un tumor cerebral y cáncer en el pulmón. En su última década de vida, junto a la poeta Tess Gallagher, había conseguido abandonar el alcohol definitivamente y parecía disfrutar de una vida por primera vez equilibrada.
Tres Rosas Amarillas está integrado por siete relatos, donde Raymond Carver va entreverando, como en el resto de su obra, algunos aspectos de su biografía. En los seis primeros (dejando fuera el relato titulado Tres Rosas Amarillas) aparece el escenario típico de los relatos carverianos, el de los perdedores, el de las parejas al borde de la ruptura, el de las familias desgajadas, etc. Un hecho notable es que el alcohol ha desaparecido prácticamente de estas páginas. Ahora sus personajes beben Pepsi o incluso leche. De hecho, un personaje tiene un sueño con el whisky y, al despertar, considera que es lo peor que le podía haber pasado.
El relato Cajas debe su título a las cajas en que una mujer, la madre del narrador (tal vez la del propio Carver), tiene almacenadas todas sus pertenencias (toda su vida, si se prefiere), preparada siempre a cambiar de domicilio y rehacer de nuevo su vida. Pronto encontrará algún motivo sólido para detestar el nuevo lugar de acogida.
En Quienquiera que hubiera dormido en esta cama una pareja recibe una llamada telefónica en mitad de la madrugada, una mujer borracha pregunta por alguien que no vive allí. Tras dejar descolgado el teléfono, el en principio inofensivo incidente desencadena una serie de reacciones, de preguntas, en la pareja, sobre la confianza entre ambos, la enfermedad… Finalmente, con el teléfono ya colgado otra vez, se recibe una nueva llamada por parte de la misma mujer. Ese hubiera sido un final perfecto, pero Carver añade una página entera que termina por deslucir, desde mi punto de vista, un poco el relato.
En Intimidad un hombre, de paso por la ciudad donde vive su ex-esposa, decide acercarse a verla. Ella aprovechará su estancia breve en la casa para desahogarse lanzándole un reproche tras otro, mientras el tipo aguanta estoicamente sentado. Finalmente, la mujer le informa de que no tiene que preocuparse: pese a todo, lo ha perdonado.
En Menudo de nuevo estamos ante un hombre, uno casado, que no puede dormir. Está espiando lo que ocurre en la casa de los vecinos, a su vecina, con la que tiene un affaire. El hombre rememora lo que ha sido su vida sentimental: con Molly, la mujer de toda su vida; con Vicky, su mujer actual, a la que engaña; y con Amanda, la mujer de la casa de al lado, la que se supone que ha de ser el amor del futuro cercano.
El elefante es casi una fábula, moraleja incluida. Un hombre se ve acorralado por las continuas peticiones económicas que hacen miembros de su entorno (acaso el entorno del propio Carver): su madre, su hermano, sus hijos…, y que van mermando progresivamente su calidad de vida, al menos en lo material. Tal es el acoso que sufre el tipo que amenaza con dejarlo y largarse a Australia. Después el hombre, desmotivado y en su cama, tiene un sueño "alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de niños". Esta suerte de epifanía, que le lleva a comprender que en realidad la vida no es más que una sucesión de problemas que hay que estar resolviendo continuamente, es lo que hace que el hombre se levante de la cama y salga a trabajar.
En Caballos en la niebla el protagonista recibe una misteriosa carta que alguien ha pasado por debajo de la puerta de su estudio. El hombre, con una memoria prodigiosa, la lee, mientras en el exterior la niebla se va haciendo dueña de la noche. Aparentemente, la carta ha sido escrita por su propia esposa, con la que comparte casa y vida, si bien la letra no es la suya. En ella, la esposa constata el declive de su matrimonio. El marido no ha terminado de leer la larga carta cuando ya corre a pedir explicaciones a su mujer. La encuentra al lado de la casa, vestida con sus mejores galas y con una maleta, a punto de marcharse. Es justo ese el momento en que se produce un hecho tan extraordinario como poético: dos caballos aparecen en mitad de la madrugada, emergiendo de entre la niebla. La mujer acaricia sus crines. Finalmente, aparecerán un policía (un hombre sarcástico que se ríe del amor) y el camionero encargado de meter a los dos caballos en un furgón de transporte. La mujer se va en el camión, y el esposo comprende que esa marcha no tiene vuelta atrás. En cuanto al detalle de la letra de la carta, cuyo enigma ha impulsado el relato hacia adelante, Carver opina que no es necesario explicarlo, lo considera un detalle sin importancia. "¿Cómo podría serlo después de las secuelas de la carta?".
Tres Rosas Amarillas es el relato que como auténtico broche de oro cierra el libro y que le da título (también se lo da a una librería madrileña). Probablemente es el mejor de todo el volumen. Carver abandona su universo habitual y hace un relato de época: los últimos años de uno de sus maestros, el ruso Anton Chejov. Desde que le es diagnosticada la tuberculosis Carver va describiendo el avance lento pero inexorable de la enfermedad (también la del propio Carver), hasta su muerte en un hotel, un final entre agónico y apoteósico, con Chejov brindando con el mejor champaña, junto a su médico y su esposa. Después, un despistado empleado del hotel, ajeno por completo al drama, aparecerá portando un jarrón con tres rosas amarillas con el que no sabe muy bien qué hacer, y ofreciendo la posibilidad de desayunar en el jardín. El relato, en el que esta vez no sobra absolutamente nada, es toda una joya, un homenaje a su maestro.

"TRES ROSAS AMARILLAS" - RAYMOND CARVER

Extraído del libro de relatos "Tres Rosas Amarillas".

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

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HOMBRE-BALA BUSCA MUJER CAÑÓN

"PRINCIPIANTES" - RAYMOND CARVER




Editorial Anagrama
Traducción: Jesús Zulaika
312 pág




Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/articulo.php3?id_article=3955

Principiantes es el libro de relatos que Raymond Carver presentó a su editor, Gordon Lish, allá por el año 1980. Éste, tras hacerle una poda de un promedio del 50 % (en los cuentos titulados ¿Donde está todo el mundo? y En algo sencillo y bueno la tala llega al 78 %), tras cambiar algunos títulos, algunos personajes, e incluso algunos finales de los relatos, lo editó bajo el título de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Pero, ¿realmente tenía tanto de relleno el original como para hacerle una poda semejante? Personalmente pienso que, aparte de la calidad indiscutible del texto, en su versión primera la prosa de Carver tiende a veces a la repetición, a lo farragoso; en ocasiones lo narrado adolece de obviedad, de sentimentalismo, lo cual, guste al lector o no, transmite una sensación de humanidad que no aparece (o, al menos, no tanto) en De qué hablamos cuando hablamos de amor. Si Carver, el Chejov norteamericano, es conocido por la precisión de su prosa deshumanizada, por sus finales inesperados; entonces, ahora que sabemos que Lish le había hecho al texto original los retoques mencionados, ¿cuánto del estilo carveriano es atribuible a Lish? Dicho de otro modo: puestos a ir hasta una librería a comprar este libro de relatos, nos encontraremos con el siguiente dilema: ¿cuál de los dos debemos adquirir: Principiantes o De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Ignoro en qué condiciones Carver aceptó que su original fuera editado de la manera en que apareció. Lo que sí que se sabe es que prometió a Tess Gallagher, su compañera por entonces, que algún día volvería a publicar el texto en su longitud original (la que ofrece la editorial Anagrama). Carver no llegaría a ver su sueño hecho realidad.
En lo que al texto se refiere, los relatos de Carver indagan en ese universo suyo tan particular, plagado de situaciones tensas, protagonizadas por perdedores o por personajes a punto de perderlo todo, familias de clase media-baja (más que de clase pobre) desestructuradas, alcohólicos, parados… seres en frágil equilibrio a los que la situación más inesperada puede hacerles tropezar una vez más (esto en el mejor de los casos), o bien, hacerles caer definitivamente en el abismo que bordean.
Me interesan especialmente algunas de las situaciones que dan pie a las tramas. Así, en ¿Por qué no bailáis? hay un hombre que está sentado en su jardín con todos los muebles de su casa esperando a ser vendidos. En Visor aparece un personaje inquietante: un fotógrafo, con garfios en lugar de manos, que se dedicar a vender fotografías de casas a sus propietarios. En ¿Quieres ver una cosa? la protagonista descubre a su vecino, en mitad de la madrugada, matando babosas en el jardín.
El alcohol aparece en todos los relatos. "La bebida es extraña -dice el narrador en Belvedere-. Cuando miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas las decisiones importantes las hemos tomado bebiendo. Hasta cuando hablábamos de la necesidad de beber menos lo hacíamos sentados en la cocina o en una mesita de picnic, en el parque, delante de un cartón de seis latas de cerveza o de una botella de whisky". Carver sabía de lo que hablaba: su padre había sido alcohólico y él mismo lo había sido también, gran parte de su vida, hasta que consiguió dejarlo cuando le dieron seis meses de vida de seguir con la vida que llevaba.
Carver afirma: "Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos cotidianos utilizando un lenguaje coloquial y dotar a la vez a esos objetos -una silla, persianas, un tenedor, una piedra, un anillo- de un inmenso, incluso asombroso poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente intrascendente diálogo y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector (el origen del placer estético, como diría Nabokov). Ésa es la clase de literatura que me interesa". Toda una definición de lo que es la poética de Raymond Carver, y en Principiantes hay ejemplos claros, como en Algo sencillo y bueno, donde una tarta encargada para un cumpleaños tiene unas consecuencias inesperadas al sufrir un accidente el muchacho que cumple años.
Diles a las mujeres que nos vamos es un cuento realmente perturbador, con una tensión creciente que culmina con un final sorprendente. El editor Noel Young se negó a publicarlo, "demasiado horripilante para mis medrosos sentidos".
Tanta agua tan cerca de casa nos muestra a un grupo de amigos que sale un fin de semana a pescar y encuentran el cuerpo de una joven. El hallazgo perturbará hasta límites insospechados la relación familiar de la narradora (esposa de uno de los pescadores). Por cierto que Gordon Lish le quitó a este relato un 70 %.
La edición de Anagrama incluye al final del libro un apartado donde nos muestra todos los cambios que sufrió cada relato, en porcentaje de texto escamoteado, así como los diferentes nombres con que aparecieron en sucesivas ediciones.

"POR LA MAÑANA, PENSANDO EN EL IMPERIO" - RAYMOND CARVER

Incluido en el libro "Incendios".

Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen...
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven.
Rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.

POEMAS DE "UN SENDERO NUEVO A LA CASCADA" - RAYMOND CARVER


DOMINGO POR LA NOCHE

Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
Tras la ventana, por ejemplo.
Este cigarrillo entre los dedos,
Estos pies en el sofá.
El débil sonido del rock and roll,
El Ferrari rojo en el interior de mi cabeza.
La mujer que anda a trompicones
Borracha por la cocina…
Coge todo eso,
Utilízalo.

ENTRE LAS RAMAS

Por la ventana, veo en el muelle unos pájaros de aspecto
sucio que se reúnen junto al comedero. Los mismos pájaros, creo,
que vienen todos los días a comer y pelearse. Ya es la hora, ya es la hora
gritan y se picotean unos a otros. Es casi la hora, sí.
El cielo está oscuro todo el día, sopla viento del oeste,
no deja de soplar... Dame la mano un momento. Coge
la mía. Eso es, así. Aprieta fuerte. Hace tiempo
creíamos tener el tiempo a nuestro favor. Ya es la hora, ya es la hora,
gritan esos pájaros sucios.

PROPINA

No hay otra palabra. Pues eso es lo que fue. Una propina.
Una propina, estos diez años.
Vivo, sobrio, trabajando, amando
y siendo amado por una buena mujer. Hace
once años le dijeron que le quedaban seis meses de vida
si seguía así. Y que por ese camino
no llegaría sino al fondo. De modo que cambió
su modo de vida. ¡Dejó de beber! ¿Y el resto?
Después de eso, todo fue una propina, cada minuto
hasta ahora, incluyendo el momento en que se lo dijeron,
bueno, aunque hubo cosas en su cabeza que se vinieron abajo
y otras que empezaron a formarse. “No lloréis por mí”,
les dijo a sus amigos: “Soy un hombre con suerte.
He vivido diez años más de lo que yo o nadie
esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.

LO QUE DIJO EL MÉDICO

Dijo que la cosa no tenía buen aspecto
dijo que lo tenía malo malo de verdad
dijo que había contado treinta y dos en un pulmón y
que dejó de contar
le dije me alegro porque no querría saber
si hay más
dijo si usted es un hombre religioso arrodíllese
en el bosque y pida ayuda
cuando llegue a la cascada
la neblina le rodeará los brazos y la cara
deténgase y trate de comprender esos momentos
yo le dije no lo soy pero trataré de empezar hoy
dijo lo siento mucho dijo
me hubiera gustado tener otras noticias que darle
dije Amén y él añadió algo
que no entendí y no sabiendo qué más hacer
y para no hacerle repetirlo
y a mí digerirlo
me quedé mirándole sin más
durante un rato y él me miraba a mí
me puse de pie de un salto y le tendí la mano al hombre
que acababa de decirme lo que nunca nadie me había dicho
puede que incluso le haya dado las gracias por costumbre.

"NOVELAS EN TRES LÍNEAS" - FÉLIX FENÉON

Traducción: Vicente Molina Foix
El mendigo septuagenario Verniot, de Clichy, murió de hambre. Su jergón ocultaba 2000 francos. Pero no hay que generalizar.

El médico encargado de hacerle la autopsia a la señorita Cuzin de Marsella, muerta misteriosamente, concluyó: suicidio por estrangulación.

En vano unos torpederos intentaron remontar el estrecho de Lorient: unos tiorpedos estaban allí dormidos, pero con un sueño ligero.

Encendido por su hijo de 5 años, un cohete de señales ferroviarias estalló bajo las faldas de la señora Roger, en Clichy; el estrago fue considerable.

El tenebroso merodeador divisado por el mecánico Gicquel cerca de la estación de Herblay ha sido hallado: Jules Menard, recogedor de caracoles.

La Verbeau alcanzó bien, en el pecho, a Marie Champion, pero se quemó un ojo, ya que el cuenco de vitriolo no es un arma precisa.

El cuerpo de San Antonio de Padua fue fracturado en Saint-Germain-l´Auxerrois. El santo busca a su violentador.

El 515 aplastó, en el paso a nivel de Monthéard (Sarthe), a la señora Dutertre. Accidente, se cree, aunque era muy desdichada.

Catherine Rosello, vecina de Tolón, madre de cinco hijos, quiso esquivar un tren de mercancías. La atropelló un tren de pasajeros.

Una loca de Puéchabon (Hérault), la señora Bautiol, despertó a sus suegros a mazazos.