CHATARRA ROCKERA

... viendo estos vídeos de bandas como la japonesa Z-Machines o la alemana Compressorhead, integradas exclusivamente por robots, uno puede imaginar un futuro musical bastante distópico en el que fríos cacharros de metal, que parecen sacados de Terminator, interpretan música compuesta por otros o hacen versiones de clásicos del rock, que algún grupo de ingenieros recién licenciados y de pelo largo y aspecto grunge se ha encargado previamente de convertir en «0» y «1», en algún garaje o en el laboratorio de alguna facultad. No hace falta darle mucho al magín, pues ya en la actualidad existen músicos que hacen algo parecido, sólo que con menos talento y, sin duda, menos entusiasmo que el que le ponen estas brillantes máquinas de múltiples extremidades, cuyos "improvisados" cabeceos hacen las delicias de sus seguidores. Yendo más allá en este acto imaginativo, uno puede asistir a la creación de grupos de fans o pensar en groupies que van persiguiendo por todo el mundo a sus ídolos, dispuestas a todo por hacerse con alguna de sus tuercas, o por mantener con alguno de los miembros de la banda (o, por qué no, con todos) un apasionado idilio electro-neumático... 
Quién sabe, tal vez en el futuro, la robótica y la informática hagan posible que robots como estos compongan e interpreten (y puede que hasta sean capaces de improvisar) sus propias canciones...

 
«Squarepusher», por Z-MACHINES

«Blitzkrieg Bop» (versión del tema de Ramones), por Compressorhead

«T.N.T.» (versión del tema de AC/DC), por Compressorhead 

«EL REENCUENTRO (ÅTERTRÄFFEN)» - ANNA ODELL

Reseña publicada en www.larepublicacultural.es

Título original: Återträffen (2013)
Dirección: Anna Odell
Intérpretes: Anna Odell, Sandra Andreis, Kamila Benhamza, Anders Berg, Erik Ehn, Niklas Engdahl, Per Fenger-Krog, Robert Fransson, Sara Karlsdotter, Henrik Norlén, Cilla Thorell, Malin Vulcano
Guión: Anna Odell
Fotografía: Ragna Jorming
Duración: 88’
País: Suecia
Productora: French Quarter Film

El reencuentro debe su título al encuentro que muchos años después, en otoño de 2010, reúne a un grupo de hombres y mujeres que compartieron sus años de escuela, cuando eran los alumnos del noveno grado “C” de un colegio de Estocolmo.
En la primera parte del filme asistimos a lo que en principio parece que va a ser una agradable fiesta llena de anécdotas y recuerdos, y bien lubricada con alcohol, y que pronto se revela como un reencuentro lleno de tensión, donde uno de los personajes, Anna (interpretado por la propia directora de la película, Anna Odell), a quien nadie se acordó de invitar a la reunión, aparece inesperadamente y comienza a reprochar a sus antiguos compañeros las intimidaciones, burlas y acoso a que le sometieron durante aquellos primeros nueve años de vida escolar.
En la segunda parte, el personaje protagonista, artista dentro de la película, trata de reunir a sus antiguos compañeros de colegio, de manera individual o en pequeños grupos, con la excusa de mostrarles una película (la primera parte de El reencuentro) y grabar sus reacciones, para hacer con ello una suerte de documental.
¿Cine dentro del cine?, ¿ficción o realidad? En El reencuentro la frontera que separa ficción y realidad es lábil, hasta el punto de que el espectador no llega a saber si los actores son realmente actores o son personajes reales haciendo una película, o si la primera parte de la película es ficción y la segunda es documental, o si en la vida real la directora y actriz protagonista, Anna Odell, sufrió realmente algún episodio de acoso escolar durante su infancia. De hecho, hay una secuencia en la que un personaje se encuentra con el actor que hace de él y entre ambos mantienen un interesante diálogo sobre esta circunstancia. Por otro lado, está ese concepto, no menos lábil, de la «realidad», ¿qué es la realidad?, ¿lo que veo yo?, ¿lo que ven los demás? Un suceso puede percibirse de manera muy diferente, dependiendo del punto de vista del observador, de su situación en la jerarquía social o de su personalidad. Y eso por no hablar de cómo la memoria, o el instinto de supervivencia, tiende a manipular el recuerdo de ciertos hechos del pasado para hacerlos más «digeribles».
El reencuentro habla del abuso escolar, de ese hostigamiento hacia algunos compañeros que son capaces de perpetrar algunos niños («sólo éramos unos niños», se justifican los personajes) y siempre dentro de esa jerarquía de la que habla Anna: los «guays» y los «pringaos»; es decir, los que están arriba frente a los que están abajo, un esquema simple que se acaba reproduciendo, de manera inexorable, en cualquier grupo u organización social, más o menos grande. La directora interpela al espectador, pues sabe que este ha asistido en su época de colegio a episodios similares, bien como abusador, bien como víctima, o acaso como cómplice silencioso, y le hace reflexionar sobre ello, le hace internarse en los laberintos de la memoria y de la culpa, como ese perturbador plano secuencia que aparece en la película, haciendo de hilo conductor, donde la cámara avanza, en silencio, por los pasillos desiertos de una escuela.
¿Qué pasaría si algún día la situación se invirtiese? Anna no habla de venganza, asegura que simplemente quiere que sus ex-compañeros sean conscientes de todo el daño que le hicieron, y así aprender de ello. Además, ¿por qué nadie la invitó a la reunión? Es interesante ver las reacciones de aquel grupo de tiernos escolares: algunos han madurado y se sienten avergonzados del episodio, incluso alguno pide disculpas; otros dicen que han olvidado, que no recuerdan; hay otros que reconocen los hechos y no sólo no se arrepienten sino que los justifican, y el espectador puede entrever cuál ha sido la evolución que han seguido sus vidas, y cómo se han engarzado perfectamente en esa élite de «guays» a la que parecían predestinados. Reacciones perfectamente humanas, como se ve, y que podrían ser extrapolables a colectivos más grandes, ¿no hay en la biografía de cualquier persona o en la historia de cualquier nación episodios más o menos lamentables y que siguen ahí, en nuestra memoria (individual o colectiva), regresan una y otra vez, y estamos condenados a gestionar esos recuerdos, a ratificar o a rectificar ciertos hechos, ciertas conductas, a asumir o a intentar olvidarlos, tal vez incluso pedir disculpas? Humana, y muy valiente, es también la reacción de la protagonista al enfrentarse a su pasado y a sus maltratadores.
La capacidad de Anna Odell para remover conciencias ya había quedado patente en su obra Unknown woman: 2009-349701, donde, tras fingir un estado psicótico en plena calle, fue ingresada en un hospital psiquiátrico de Estocolmo. La performance era su proyecto de graduación en la escuela de Bellas Artes de Estocolmo.


«A TUMBA ABIERTA» - ORIOL ROMANÍ

... fragmentos extraídos de la novela A tumba abierta de Oriol Romaní, publicada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com)...

«Y entonces, ¿qué hacen?: se traen dos camas a mi bujío, una litera, sí. Se traen las dos camas y dicen: «Mira, nosotros vamos a dormir aquí, que tal que cual...». Y digo: «Vale». Meten ahí las camas, se acomodan, arreglan un poco aquello y, allí, en el bujío aquel, se me meten 6 kilos de kiffi. Empezamos a fumar, y me dicen que si quiero vender petardos a la gente. Digo: «Pues vale». A cinco duros el petardo. Claro, en el desierto era más caro, era más difícil de encontrarlo en el desierto que en África. De cada petardo, me ganaba un duro yo. Pero, en esa época, viene el teniente Perico y me trae un borreguillo blanco, así, pequeñajo; me lo trae de Canarias, y me lo pone allí, en el bujío, para que yo le dé de comer y tal; lo quería para mascota de la bandera, pero como era muy pequeño... Vale. Lo mete allí, en el bujío también, en el foso ese. Bueno, pues estaba el borrego y las pacas de alfalfa; unas pacas de alfalfa seca para que el borrego comiera. Pero se me meten esos allí con el kiffi. Y todos los días liábamos petardos, allí los tres a liar petardos, ¿no? Petardos de dos papeles pero mu finitos, así de pequeños. Y me daban a lo mejor 300 petardos, para que los vendiera. Pero yo cogía y me liaba, a lo mejor, 200 petardos de la alfalfa del borrego... y al borrego le daba los palos de la alfalfa, ja, ja. ¡Al borrego lo tenía más mosqueao! Comía papeles, se comía colillas... la alfalfa el pobre no la veía... Bueno, el día que me pillaba de buenas, sí, le daba un puñao; le daba hasta mareos, al borrego aquel. Resulta entonces que yo llevaba a lo mejor 200 petardos de alfalfa en un bolsillo y 200 de kiffi en otro. Y como yo tenía movimientos —estaba preso, pero era pa dormir, nomás—. Yo tenía movimientos y podía ir pa un lao y por otro, en la zona de trabajo. Pues me fui a la cantina, al mesón, y empezó a correr la voz que tenía petardos. Claro, como a todos les gusta y allí escasea mucho, venga, todo el mundo a comprarme. Venía un tío, a lo mejor con una borrachera como un piano: «Oye, ¿tienes costo?». «Sí, ¿cuántos quieres?». «Bué, dame ocho». Doscientas pesetas, ocho petardos, ¿vale? Y yo si lo veía muy a gusto, le daba ocho petardos de alfalfa. A lo mejor el tío al día siguiente se le pasaba la borrachera y venía y me decía: «Oye, a mí... ¿Tú qué me has vendido a mí ayer? Vaya kiffi más chungo». «¿Cómo que chungo?». «¡Sí, eso no vale pa ná, hombre! Estuvimos fumando y eso no colaba ni ná». «¿Que no valía?» Entonces sacaba un petardo bueno y le decía: «¡Toma, enciende esto!». El tío lo encendía, fumaba...: «Ves, ¡esto sí que es bueno!». «Pues es el mismo que te fumaste ayer. Así que págame los cinco pavos de este». Así me vendí los seis kilos de kiffi en petardos y las pacas de alfalfa del borrego. Que me viene el teniente y me dice: «Oye, ¿qué le pasa al borrego ese que no crece? Cada día está más canijo...». «¡Joder!», le digo, «si s’ha comío la alfalfa entera...». Pero no, «ese borrego necesita mejor trato». «¿Mejor trato? Pero si lo tengo aquí todo el día. Es más, no lo tengo ni amarrao...». ¡No lo iba a tener amarrao: si lo dejo suelto me deja sin alfalfa! Se me come hasta la camisa. Hasta que me quitaron al borrego, se lo dieron al cabo de gastadores para que lo cuidara él, ¿no?

(...)

Bueno, el primer día cuando me senté a comer, yo me senté en la mesa arremangado hasta aquí, con todos los tatuajes al aire y mi madre me dice: «¡Pues no es marrano el tío ese! ¡Pero mira cómo vas! Anda, ve y lávate esos brazos...». Bueno, me voy, me lavo los brazos, me los enjabono, pun, pun, agua, y vuelvo otra vez. Y me voy a sentar y me dice: «Pero, ¿no te he dicho que te laves los brazos?». Y digo: «Pero si ya me los he lavado, mamá». Dice: «¿Y todas esas cosas? ¡Quítate todos esos muñecajos!». Digo: «No salen, mamá». «¿Cómo que no salen?». Digo: «¡Que no!». Dice: «¿Que no salen? ¡Ven p’acá!». Y me lleva a la pica de la cocina, y me coloca un estropajo de aluminio y el jabón ese de lavar las grasas, y empieza a darle al brazo... Al cabo de un momento le digo: «Mamá, que me haces daño...». Dice: «Que eso lo saco yo...». Digo: «¡Que me haces daño!». Hasta que me mosqueé, solté la mano y dije: «¿Qué passa, no?». Me lavé con agua el jabón y dije: «Mira, mamá, que esto no sale. Para sacarlo, tienes que sacar la piel». Dice: «Pues en mi mesa no te sientas tú así; ¡ponte una camisa de manga larga!». Pues vale. Yo eso fue una onda muy... chunga, porque yo venía de la Legión ya bastante quemao, ¿comprendes? Y ya había estao en la cárcel, en la Legión, había estao preso mucho tiempo y, ya venía más quemao... yo lo que quería era paz y tranquilidad.


«LA CARPA Y OTROS CUENTOS» - DANIEL SUEIRO

... fragmentos extraídos de "La carpa", novela corta incluida en el libro La carpa y otros cuentos, de Daniel Sueiro, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Viajamos en tren, en camión, en carro y a veces a pie. Depende. En esto, ya se sabe: hoy hay y mañana no hay. ¿Tarrasa? Pues Tarrasa. ¿Medina? Pues Medina. Vamos de un lado a otro echando mano a lo que se puede y poniendo la cara que mandan. Reus, Elche, El Escorial, Rota, Alcoy, Alepuz, donde le dio el ataque a Lorencito; Salamanca, Guernica, Betanzos, Bermillo de Sayago... De aquí para allá con los zapatos rotos y el hambre amaestrada en los largos, en los insensibles, somnolientos silencios del vagón de tercera. Caras pintadas, narices postizas, apolillados uniformes de santones y generales, billetes falsos, versos de Zorrilla, gritos, trampas, palabras, palabras, palabras... Incluso mujeres de guardarropía. Y maricas. ¡Qué negocio! Y, como nosotros, docenas y cientos de gentes de esta afición y de este oficio andan por los pueblos y por las ciudades, por las aldeas, por los caminos adelante, en verano e invierno, en Navidades, en Carnaval, en las fiestas de agosto y en las ferias de octubre, con el tinglado a cuestas y sin más gloria ni fortuna que las que ellas mismas se inventan. La farsa se detiene todos los años en Semana Santa. Baja el telón el lunes y no vuelve a levantarse hasta el sábado. En Semana Santa no se trabaja, y esos días dramáticos, nebulosos, agónicos, para nadie lo son tanto como para nosotros, los de la carpa. Aquel año nos cogió en Valladolid. Estábamos los nueve: Don Pancho, el director; Harry, el apuntador; Avilés Vinagre, Lucio, Veremundo, yo y las mujeres: «La Casta», Doña Pura y Milagritos. A Lorenzo, «El Calado», lo habíamos dejado enterrado en Mungía».

«Ellos aman el teatro. Lo llevan dentro, como una manzana puede llevar, comiéndola, un gusano. Sus padres también fueron así, y también sus abuelos. Nacieron en eso y sería una locura que ellos pensaran que había en el mundo alguna otra cosa que hacer, aparte de esa».

«Yo no amo el teatro. A mí el teatro siempre me importó un huevo. Cuando fui a verlos, en La Coruña, allá por el treinta y tantos, don Pancho y doña Pura, que entonces eran como dos «vedettes», me recibieron desde la cama, a la hora de la siesta.
Entré todo decidido y lo primero que vi fue una gran faja tubular de color rosa. Hablé con don Pancho, que ya entonces tenía compañía propia, y se lo dije. Doña Pura no me quitaba los ojos de encima. Les pregunté cuánto me iban a dar.
—¿Cuántos días resiste usted sin comer, joven? —me dijo don Pancho.
—No lo sé. Nunca hice la prueba.
—Pues hágala. Y cuando sea capaz de aguantar quince o veinte días, vuelva».

«PORNOGRAFFITI. CUERPO Y DISIDENCIA» - JORGE FERNÁNDEZ GONZALO

Fragmentos del ensayo Pornograffiti. Cuerpo y disidencia, de Jorge Fernández Gonzalo, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Un cuerpo tiene sus pasajes, sus epicentros y desplomes, que poco o nada tienen que ver con la construcción cultural de lo somático, con sus zonas erógenas preestablecidas y totalitarias, con las letras ya diseñadas para cada curvatura, la línea de los hombros, la fina piel alrededor de la axila o las comisuras del labio; cada segmento o zonificación que, como si de un texto se tratara, se ha garabateado sobre la carne y puede, una y otra vez, borrarse y reescribirse con el tacto. Rasgar un libro como quien rasga un vestido. Cada instante de cuerpo que lleguemos a gozar, más allá de los códigos eróticos y sus predicados normativos, es un modo de revolución».

«La literatura es lo de ayer, con su prestigio y sus demarcaciones, su mercado, sus géneros y entrecruzamientos de obras, discursos, instituciones. La pornografía, por el contrario, carece de tiempo, con su ageneridad, su falta de basamentos institucionales, sus formas de no-discursividad, su condición de no-saber que aún no ha sido recodificado por un modelo científico-epistémico de configuración de marcos disciplinarios. Los signos del porno actúan como fuerzas de choque, signos flotantes que han esquivado el acoso de las disciplinas: no «disciplinemos», por tanto, la pornografía, no domestiquemos la espectacularidad de sus imágenes, no pretendamos legalizarlo. Su condición marginal o su carácter alternativo le permite reivindicar los espacios novedosos de la ruptura interdisciplinaria, frente a la potencia reguladora que constituye la literatura y el discurso literario con su aparato crítico, terminológico y archivístico. Cabría hablar, incluso, de utilizar el porno como una estrategia de recodificación, así como de la posibilidad delirante de ver porno en todo, incluso en la literatura misma. Las palabras, nuestros comportamientos, la cultura y el arte, los espacios urbanos, el dolor, los silencios. Cualquier cosa podría caer bajo una ingeniería pornotopizadora. El porno actúa como una partícula desestabilizadora que pone bajo cuestión los paradigmas de poder, las relaciones de dominación y las instituciones disciplinarias. Escribir porno, descodificar desde el porno: la noción de pornograffiti supondría al mismo tiempo una escritura y una desescritura, un resorte imagoverbal de subversión y sabotaje. Estaríamos ante una amenaza deconstructora, una tecnología de contrapoder, con un eslogan definido: piensa en porno. Piensa en porno las instituciones, las prácticas, las tradiciones, el poder, las disciplinas teóricas, las relaciones socioafectivas, los parámetros de la moda, la literatura. El porno como una gran corrida deconstructora sobre aquello que habíamos dado por sentado».

«Pregunta: ¿por qué no se ha dejado de producir porno?
Tal y como sugería George Steiner, ¿no hemos visto ya todas las combinaciones, todas las tipologías somáticas, las posturas, las perversiones, escenarios, disfraces, situaciones y fantasías? La representación de los cuerpos no puede estar más saturada a través del arte, el cine, la televisión, los cómics, la publicidad y los videojuegos. ¿Acaso no hemos escrito ya todas las sutilezas de la carne? ¿No hemos filmado todas las regionalidades, todos los ángulos, las intersecciones, tamaños y texturas posibles? Si el porno no consiste en una narración, no merece la pena compararlo con la literatura, que no ha dejado de producir libros durante milenios, a pesar de sus limitaciones combinatorias relativamente escasas. Quizá haya algo más en relación a los cuerpos, algo que no alcanzamos a ver y que define la pornografía. Quizá sus intereses no pasen por una exaltación de lo obsceno, ni de los propios cuerpos, del sexo o de las fantasías. Quizá se trate, como ya adelantábamos, de la propia estructura del deseo, que descubre en la repetición su fuente de goce, o más propiamente de una continua sensación de poder que hemos de reescribir a cada instante: a través del porno rompemos la fina gasa de la intimidad, entramos en el cuarto del otro, accedemos a la superficie de un cuerpo, a las prácticas privadas, a un territorio siempre vedado y siempre a la espera de ser nuevamente profanado. Del panóptico al voyeurismo: el que ve porno tiene el poder de ver, de ver más allá del espacio, del tiempo, del pudor. Sin embargo, hoy es la pornografía quien nos devuelve la mirada. Las pornostars no simulan gozar, sino que nos arrastran con el poder de sus cuerpos, con la exuberancia imposible de sus implantes, sus tatuajes o su fastuosidad obscena. El glamour de ciertas producciones pornográficas sitúa cara a cara dos poderes que no se tocan, que no acaban por superponerse o enfrentarse: el poder de aquel que mira y el poder de quien muestra».