EL INCREÍBLE H.U.L. - I FESTIVAL DE MICROEDICIÓN Y LUCHA LIBRE

Este sábado 21 de junio tendrá lugar el increíble H.U.L., el I Festival de Microedición y Lucha Libre. Será en Madrid, en el Campo de la Cebada (metro Latina), de 12 a 22 h. Combinará stands de pequeñas editoriales y un espectáculo de lucha libre. Libros y hostias por doquier.

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«EL PROPIETARIO» - RAFAEL BARRETT

... cuento extraído del libro Y el muerto nadó tres días, de Rafael Barrett, editado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com)...

EL PROPIETARIO
(cuento inocente)

Pedro y Juan vivían en una isla. La isla era un campo de trigo entre rocas. Pedro era el dueño del campo, porque tenía una escopeta de dos caños, y Juan, no.
Pedro no sabía arar, sembrar, segar ni trillar. Como era bueno, le dijo a Juan:
—Te permito entrar en mi campo, y te daré de comer si me lo aras, siembras, siegas y trillas. No quiero que mueras de hambre, y además debemos cultivar la tierra. El trabajo es padre de todas las virtudes.
Juan, que estaba sobre las rocas, desnudo y llorando, aceptó agradecido.
Y el campo fructificó, y Pedro obtuvo magníficas cosechas, porque Juan era fuerte como una yunta de bueyes. Llegaron a la isla buques que llevaban el grano y traían golosinas, vinos, telas preciosas, oro y alhajas. A veces cruces y condecoraciones. También venía de cuando en cuando alguna bella mujer, de rostro cándido y purísimos ojos. El salario de Juan era un panecillo.
Pasaron los años. Pedro se hacía más rico; Juan, más viejo. De pronto los barcos escasearon sus visitas. El trigo empezó a sobrar en la isla.
—El negocio va mal —le dijo Pedro a Juan una mañana—. No puedo darte más que medio panecillo desde hoy.
Juan calló. Pedro tenía su escopeta.
Pasaron los meses. Juan enflaquecía. El grano se amontonaba en la llanura. Más allá estaba el mar.
Al fin no se divisó ninguna vela. La isla rebosaba de trigo inútil.
—El negocio fracasó del todo —le dijo Pedro a Juan—. No sé qué hacer del trigo. No puedo ya darte nada. Lo siento, porque soy bueno. ¡Vete!
Pedro tenía su escopeta.
Juan se alejó lentamente hacia el mar.

«GUMMO» - HARMONY KORINE

Publicado en larepublicacultural.es

Título original: Gummo
Director: Harmony Korine
Guión: Harmony Korine
Intérpretes: Linda Manz, Max Perlich, Jacob Reynolds, Chlöe Sevigny, Jacob Sewell, Nick Sutton, Lara Tosh, Carisa Bara
Fotografía: Jean-Yves Escoffier
Música: Randall Poster
Año: 1997
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Productora: Fine Line Features / Independent Pictures




Gummo se desarrolla en Xenia (Ohio), una pequeña localidad que ha sido asolada por un devastador tornado. Quizá por ello, en Xenia, en Gummo, todo es feo, sucio, viejo, roto, decadente… La película prescinde de un hilo argumental: el espectador se asoma a momentos, a veces aparentemente banales (todo lo banal que puede ser cualquier existencia), de la vida de los personajes, mientras escucha la voz en off, rugosa y triste, del narrador. El azar, en forma de accidente meteorológico, ha cambiado el destino de los protagonistas, acaso para siempre, ha hecho que la tristeza y el nihilismo se instale en sus baqueteados hogares; de ahí que todo en la película sea feo. Sus personajes también son feos, están enfermos, tienen taras físicas… Los actores (que salvo excepciones son no profesionales) son gordos o escuálidos, albinos, negros enanos, deficientes mentales…, y se interpretan a sí mismos, en situaciones espontáneas y diálogos improvisados. Coquetean con el mundo del crimen, la prostitución, el tráfico de drogas… Pertenecen a una clase obrera vapuleada que malvive en esas casas destrozadas por el tornado, llenas de muebles rotos y de objetos y de basura por doquier. Estos seres, procedentes de familias desestructuradas de adultos fracasados, buscan alguna caricia, un poco de belleza que les haga escapar de su mundo sombrío. La mayoría de ellos son jóvenes (los pocos adultos que aparecen o a los que se hace alusión son personajes fracasados por una razón u otra), niños o adolescentes descamisados que se drogan, follan lo que pueden, u ocasionalmente dan rienda suelta a la violencia que llevan dentro. Es como si de alguna manera el destino los abocara a un fracaso similar al de sus padres, de ahí el rictus serio de Salomon, el protagonista adolescente incapaz de sonreír durante toda la película, que parece haber vislumbrado ya de qué va la vida.
La película transpira violencia, ya sea como juego, en forma de armas de juguete o a puño desnudo, o en violentos y blasfemos diálogos que imitan el lenguaje de las películas; o como violencia real: abusos sexuales, racismo, homofobia… La muerte, como culminación de toda violencia, también está presente en Gummo, sobrevolando la vida de los personajes: así esos gatos que son aniquilados a lo largo de toda la película (y que a veces son torturados); las constantes referencias —con fragmentos nerviosos de vídeos de aficionados o de película de diferente metraje— al tornado que asoló la localidad y aniquiló animales pero también personas; en la confesión suicida de un personaje nihilista, en la eutanasia, o en ese componente autodestructivo que parece habitar en el alma de todos los habitantes de Xenia… Afortunadamente, también hay en Gummo conversaciones o confesiones llenas de ingenuidad, incluso ternura. Con la banda sonora de la cinta ocurre otro tanto, es capaz de alternar momentos de rock metalero con la voz edulcorada de Roy Orbison cantando Crying.
Como se ve, la América que refleja la película no es precisamente la que sale en el habitual cine de Hollywood, sino que es la América real, la América sórdida que padecen muchos de sus habitantes. A pesar de todo, y en medio de la miseria y la fealdad de esos barrios pobres de Nashville en que se rodó el filme, se hace cierto lo que dice la voz en off: «La vida es hermosa… Llena de hermosura e ilusión… Si no fuera por eso, estarías muerto».
La cinta alterna momentos realistas con otros de cierto tono surrealista. Contiene algunas secuencias memorables, como esa en que Salomon, el protagonista, hace pesas delante de un espejo al ritmo del Like a Prayer de Madonna, o esa otra que tiene lugar en una bañera llena de agua oscura, en un cuarto de baño cutrísimo, donde Salomon toma un baño al mismo tiempo que se come unos espagueti que su madre acaba de servirle.
Gummo se rodó a lo largo de cuatro semanas en el verano de 1996. Es eso que llaman una película de culto, uno de esos filmes cuyos rendidos admiradores acuden a ver cada vez que se proyectan en una sala de cine, y donde, al terminar la proyección, no faltan los aplausos. Cosechó algunos premios: Premio FIPRESCI, del Festival de Venecia (1997), o el Premio Especial del Jurado en el Festival de Gijón (1998).


«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (y 6) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama. 
Columna Durruti

(Pág. 237)

La leyenda recoge anécdotas, aventuras y secretos; busca lo que necesita y descarta lo que no le sirve; y de este modo obtiene una concordancia que defiende tenazmente. El enemigo, que se obstina en destruirla y «desenmascarar» al héroe, se estrella contra la consistencia de esas narraciones colectivas, contra su carácter consecuente y su densidad. La refutación científica de ciertos detalles afecta menos aun a la historia de un héroe. Esta inmunidad otorga al héroe una extraña influencia política, que incluso los más escaldados ajedrecistas de la política realista tienen que tomar en cuenta; no se opondrán a él, sino que tratarán más bien de explotar su autoridad, sobre todo cuando éste está muerto y no puede defenderse.
La dramaturgia de la leyenda heroica ya ha sido establecida en sus rasgos esenciales. Los orígenes del héroe son modestos. Se destaca de su anonimato como luchador individual ejemplar. Su gloria va unida a su valor, a su sinceridad y a su solidaridad. Sale airoso en situaciones desesperadas, en la persecución y en el exilio. Donde otros caen él siempre se escapa, como si fuera invulnerable. Sin embargo, sólo a través de su muerte completará su ser. Una muerte así siempre tiene algo de enigmático. En el fondo sólo puede explicarse por una traición. El fin del héroe parece un presagio, pero también una consumación. En este preciso instante se cristaliza la leyenda. Su entierro se convierte en manifestación. Se pone su nombre a las calles, su retrato aparece en las paredes y en los carteles políticos; se convierte en talismán. La victoria de su causa habría conducido a su canonización, lo que casi siempre equivale a decir al abuso y la traición. Así, también Durruti habría podido convertirse en un héroe oficial, en un héroe nacional. La derrota de la revolución lo preservó de este destino. Así siguió siendo lo que siempre fue: un héroe proletario, un defensor de los explotados, de los oprimidos y perseguidos. Pertenece a la antihistoria que no figura en los libros de texto. Su tumba se halla en los suburbios de Barcelona, a la sombra de una fábrica. Sobre la blanca losa siempre hay flores. Ningún escultor ha cincelado su nombre. Sólo quien se fije bien podrá leer lo que un desconocido raspó con una navaja y mala letra sobre la piedra: la palabra Durruti.


(pág. 258)

Es un mundo aparte, muy disperso geográficamente, y sin embargo estrecho: un mundo con sus propias reglas, su código de preferencias y aversiones, donde cada uno sabe lo que hace el otro, incluso cuando pasan años sin verse. Este mundo de los viejos compañeros no está exento de frustración y celos, de desavenencias y alienación, los estigmas de la emigración. El promedio de edad es alto; los rumores y novedades se difunden fácilmente y persisten con tenacidad; el recuerdo se ha solidificado hace tiempo; todos saben de memoria cuál fue su papel durante los años decisivos; también pagan su tributo a la obstinación y pérdida de la memoria típicas de la vejez.
Pero esta revolución vencida y envejecida no ha perdido su integridad. El anarquismo español, por el cual han luchado toda su vida estos hombres y estas mujeres, nunca ha sido una secta al margen de la sociedad, una moda intelectual ni un burgués «jugar con fuego». Fue un movimiento proletario de masas, y tienen menos que ver con el neoanarquismo de los grupos estudiantiles actuales, de lo que manifiestos y consignas hacen suponer. Estos octogenarios contemplan con sentimientos contradictorios el renacimiento que experimentaron sus ideas en el Mayo de París y en otras partes. Casi todos han trabajado toda la vida con sus manos. Muchos de ellos van aún hoy todos los días a las obras y a la fábrica. La mayoría trabaja en pequeñas empresas. Declaran con cierto orgullo que no dependen de nadie, que se ganan la vida por sí mismos; todos son expertos en su especialidad. Las consignas de la «sociedad del tiempo libre» y las utopías del ocio les son ajenas. En sus pequeñas viviendas no hay nada superfluo; no conocen la disipación ni el fetichismo del consumo. Sólo cuenta lo que puede usarse. Viven con una modestia que no los oprime. Ignoran tácitamente las normas del consumo, sin entrar en polémicas.
Las relaciones de los jóvenes con la cultura les inquieta. Les parece incomprensible el desprecio de los situacionistas hacia todo lo que huele a «ilustración». Para estos viejos trabajadores, la cultura es algo bueno. Esto no es nada sorprendente, ya que ellos conquistaron el abecedario con sangre y sudor. En sus pequeñas habitaciones oscuras no hay televisores, sino libros. Ni en sueños se les ocurriría arrojar el arte y la ciencia por la borda, aunque sean de origen burgués. Tampoco comprenden el analfabetismo de un «escenario» cuya conciencia está determinada por los cómics y la música rock. Omiten sin comentarios la liberación sexual, que copia al pie de la letra antiquísimas teorías anarquistas.
Estos revolucionarios de otros tiempos han envejecido, pero no parecen cansados. Ignoran lo que es la irreflexión. Su moral es silenciosa, pero no permite la ambigüedad. Están familiarizados con la violencia, pero miran con profunda desconfianza el gusto por la violencia. Son solitarios y desconfiados; pero una vez traspasado el umbral de su exilio, que nos separa de ellos, se abre un mundo de generosidad, hospitalidad y solidaridad. Cuando uno los conoce, se sorprende al comprobar cuán poca desorientación y amargura hay en ellos; mucho menos que en sus jóvenes visitantes. No son melancólicos. Su amabilidad es proletaria. Tienen la dignidad de las personas que nunca han capitulado. No tienen que agradecerle nada a nadie. Nadie los ha «patrocinado». No han aceptado nada, ni han gozado de becas. El bienestar no les interesa. Son incorruptibles. Su conciencia está intacta. No son fracasados. Su estado físico es excelente. No son hombres acabados ni neuróticos. No necesitan drogas. No se autocompadecen. No lamentan nada. Sus derrotas no los han desengañado. Saben que han cometido errores, pero no se vuelven atrás. Los viejos hombres de la revolución son más fuertes que el mundo que los sucedió.

«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (5) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama. Este fragmento corresponde a uno de los varios que aparecen en el libro en los que la historia no está contada desde puntos de vista diversos, sino que es el autor, Hans Magnus Enzensberger, el que desliza su propio punto de vista; en este caso expone cuáles fueron, a su entender, las razones del fracaso de la revolución anarquista.

(pág. 191)

QUINTO COMENTARIO

EL ENEMIGO

¿Dónde está el enemigo? En esta historia sólo aparece al margen del campo visual: es una mancha movediza en una ventana detrás de la ametralladora, una sombra del otro lado de la barricada, un anciano en una oficina, una silueta en las trincheras. Es casi siempre anónimo. Pero al mismo tiempo ubicuo. No es una imaginación ilusoria. La revolución y la guerra son dos cosas distintas. Quien desee no sólo vencer a un adversario militar, sino también revolucionar la sociedad en la que vive, para ese no existe un frente principal en el cual amigos y enemigos puedan reconocerse visiblemente a lo lejos.
La revolución española no sólo se enfrentó con Franco y el ejército que estaba bajo su mando. Sus enemigos actuaban también desde el primer día dentro del propio campo de la revolución. En julio de 1936 los anarquistas se hallaron comprimidos en una coalición con sus enemigos hereditarios. La inconsistencia de esta unión era evidente. La CNT-FAI luchaba contra los fascistas, lado a lado con los restos de un ejército y una policía que poco antes había organizado batidas en contra suya. Lluís Companys se sentaba en su palacio gubernamental frente a unos hombres a quienes había ordenado encarcelar durante años. La República española alardeó durante toda la Guerra Civil de su legitimidad y su fidelidad a la constitución; se distinguía entre «rebeldes», o sea los generales golpistas, y leales», es decir los defensores de la República. Sin embargo, la fuerza principal de la resistencia, los anarquistas, eran totalmente ajenos a esa lealtad a un Estado al cual antes bien habían despreciado con todo su corazón y combatido con todas sus fuerzas. Sólo para los auténticos «republicanos», es decir los partidos burgueses de centro y sus aliados, los socialdemócratas, era la disputa armada una guerra defensiva: ellos querían mantener el statu quo anterior, y el poder del Estado en sus manos, y con ello también el dominio de clase, por el cual respondían contra las pretensiones de los fascistas. Sin embargo no se oponían totalmente a un compromiso o acuerdo con el enemigo. En cambio, la CNT-FAI, como vanguardia organizada del proletariado urbano y rural, quería hacer cuentas claras. Su lucha era ofensiva. Su objetivo era una nueva sociedad. Para lograr este objetivo había que desembarazarse del Estado débil y manifiestamente desahuciado de la pequeña burguesía y sus partidos. Fieles a sus principios, los anarquistas se proponían abolir al Estado como tal, y erigir en España un reino de libertad. Para ello no podían contar, por supuesto, con el pequeño Partido Comunista español; desde el principio éste se había puesto resueltamente al lado de los republicanos burgueses. Las contradicciones en el propio campo eran irreconciliables; la guerra civil dentro de la Guerra Civil era una amenaza permanente. En cambio, Franco logró disimular y reprimir las oposiciones existentes en su sector (entre la junta militar y la Falange, y entre los partidarios de los Borbones y los carlistas). Exteriormente aparecía la imagen de una unidad monolítica: «Un Estado. Un país. Un caudillo».
Los generales descartaban la posibilidad de que el pueblo español emprendiera una guerra contra ellos. Su confianza se basaba en la superioridad material del ejército. Todo recuento de tropas y medios económicos, fusiles y municiones, aviones y tanques, conducía a la misma conclusión: que la resistencia contra Franco era inútil. Pero todas las revoluciones tienen que enfrentar a un enemigo militarmente superior. El pueblo que resuelve derribar violentamente el poder estatal se enfrenta siempre a un ejército incomparablemente mejor adiestrado y armado. Mientras las tropas permanezcan «leales» y obedezcan a sus superiores, no hay probabilidades de éxito. La fuerza política es decisiva para el resultado de la lucha. «Es indudable que el destino de toda revolución se decide, en cierta etapa, a través de un cambio en la moral del ejército», dice Trotski en su Historia de la Revolución Rusa. «Los soldados en su mayoría son tanto más capaces de dar la vuelta a sus bayonetas o de pasarse con ellas al pueblo, cuanto más convencidos estén que los insurrectos se han levantado de verdad; que no se trata sólo de una manifestación, después de la cual hay que regresar al cuartel a rendir cuentas; que es una lucha de vida o muerte y que el pueblo está en condiciones de vencer si se unen a él».
De ello se deduce que la victoria de Franco no se explica, o en todo caso no se explica únicamente, por su superioridad material, la ayuda de potencias extranjeras y el terror y la violencia en el interior. Es evidente que el fascismo puso en acción, también en España, fuertes motivaciones ideológicas. El papel que desempeñó este factor en la derrota de la revolución española ha sido subestimado con frecuencia. Pero es preciso tomarlo en cuenta.
La plataforma ideológica de los anarquistas era simple hasta el primitivismo, era comprensible a primera vista para quienes vivían de su propio trabajo, y tan racional que se ofrecía al examen de la práctica; no sólo permitía una crítica inmediata, sino que la estimulaba del modo más ingenuo. Los anarquistas siempre estuvieron alejados de la tradicional cautela de los marxistas, que contaban con incalculables e ininteligibles periodos de transformación. Su convicción absoluta y la espontaneidad con que prometen saltar al reino de la libertad, los fortalece y da alas a la fantasía de sus adeptos, mientras no haya pasado el examen de la práctica. Pero tan pronto como la revolución obtiene sus primeras victorias y tropieza con las interminables dificultades de la construcción, se demuestra su debilidad política. La confianza de las masas se convierte en desmoralización cuando la gran promesa no puede ser cumplida, cuando la práctica falsifica a la ideología.
La firmeza de principios de los anarquistas se vuelve entonces contra ellos. Los dirigentes de la CNT-FAI no eran corruptos; esto es evidente. La mayoría de ellos eran obreros; la organización no les pagaba; eran todo lo contrario del jerarca, del capitulador o del burócrata. Pero la moral incondicional que se exigían a sí mismos y al movimiento, contribuyó a su ruina. Ésta se volvió contra ellos en forma de dudas corrosivas y escrupulosas demoras tan pronto como se les exigió que dieran el primer paso táctico en el camino del poder. Eran incapaces de desarrollar una política de alianzas. Se enredaron en las alternativas inexorables de su propia ideología.
En cambio, las promesas del fascismo estaban más allá de toda práctica posible, desde el principio. Se excluía un conflicto con la realidad social. ¿Quién podría definir racionalmente lo que exige el honor de la nación española o a qué aspiran los deseos de la Santa Virgen? El cielo no suele desautorizar a sus beneficiarios ideológicos. Cuanto más trascendentales son los valores que invoca una ideología, tanto más grande suele ser la falta de escrúpulos de sus defensores. El cristianismo de Franco fue, en efecto, uno de los puntales ideológicos más firmes de la España franquista; el otro fue el «nacionalismo», que se manifestó al internacionalizarse la guerra. En tercer lugar, el bando nacional supo también enarbolar el atractivo señuelo de la tradición, del pasado glorioso, que procuró traer al presente actualizando gran parte de sus sofismas o de sus innegables realidades.
Fue precisamente la total irracionalidad de sus consignas lo que favoreció la fascinación ideológica del fascismo. En España, como antes lo había hecho en Italia y en Alemania, el fascismo activó fuerzas inconscientes en cuya existencia la izquierda no había reparado: temores y resentimientos que existían también en el seno de la clase obrera. Lo que los anarquistas prometían y no pudieron realizar era un mundo completamente terrenal, un mundo enteramente futuro en el cual desaparecían el Estado y la Iglesia, la familia y la propiedad. Estas instituciones eran odiadas, pero también se estaba familiarizado con ellas, y el futuro de la anarquía no sólo evocaba anhelos, sino también recónditos temores llenos de fuerza elemental. En cambio, el fascismo ofrecía el pasado como refugio, un pasado que naturalmente nunca había existido. El odio contra el mundo moderno, que tan mal había tratado a España desde el Siglo de las Luces, pudo encastillarse en una Edad Media ficticia, y la identidad amenazada se aferró a las rejas institucionales del Estado autoritario.
Los teóricos anarquistas eran incapaces de comprender esos mecanismos. Su horizonte se limitaba a la próxima barricada. No comprendían la estructura interna del fascismo ni la dinámica internacional dentro de la cual éste operaba. Aunque ya desde la época de Bakunin venían hablando de la revolución mundial y se sentían internacionalistas, observaron estupefactos e irritados cómo las democracias occidentales, en acuerdo tácito con Mussolini y Hitler, representaban la comedia de la no intervención. Habían leído en sus folletos acerca de la organización internacional del capital, pero no contaban con las consecuencias; ellos mismos habían sucumbido, hasta cierto punto, a una mistificación nacional. Al fin y al cabo sus experiencias de lucha se habían limitado durante décadas a sus propios pueblos, a la fábrica y al barrio que conocían. La forma organizativa extremadamente descentralizada que poseían redundó con frecuencia en su beneficio; pero la pagaron a cambio de una considerable restricción de su radio de acción. Los anarquistas contemplaron desamparados las maniobras de la política soviética, que hacía tiempo había aprendido a calcular a escala mundial. El suministro de armas de la Unión Soviética a la España republicana fue en realidad muy limitado; sin embargo tuvo, en determinados momentos, una importancia decisiva. El precio político que exigían y que hubo que pagar fue astronómico. La influencia del Partido Comunista aumentó diariamente, aunque nunca había tenido arraigo en el proletariado español; aparecieron comisarios y agentes soviéticos en Madrid, Valencia y Barcelona, y asumieron funciones de «consejeros» en el aparato militar y policial. Stalin manipuló la revolución española como si fuera una pieza de ajedrez. La convirtió en un instrumento de la política exterior rusa. Los anarquistas se enfrentaron sobresaltados a un tipo muy especial de internacionalismo. Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. La CNT-FAI fue arrinconada, no sólo en el plano militar, sino también político; cuando una revolución se deja desarmar ideológicamente y pasa a la defensiva, es que ha llegado el principio de su fin.