«EJERCICIOS NEGATIVOS» (4) - EMIL CIORAN

Fragmentos de Ejercicios negativos, de Emil Cioran, publicado por Taurus y traducido por Alicia Martorell.

«Y me tumbé a la orilla de un río y, sediento sucesivamente de sombra y de sol, olvidé las horas: «Soy hijo del gran Descanso; aborrezco el tiempo bullicioso que zarandeó la inmensa y primordial Pereza. La inmovilidad fue anterior a los actos y sobrevivirá a ellos. He nacido para tumbarme indolente, al margen del torbellino, lejos del furor de los seres y de los astros. ¿Quién suspenderá el amplio circuito y congelará la trepidación de los instantes? Sueño con océanos como charcas, chopos resignados como sauces llorones, suspiro por una voluptuosidad de la inacción, por un infinito no desencadenado, por la atonía extática de los elementos. Sueño con una hibernación a pleno sol, con un sueño que envuelva a las criaturas, desde el cerdo a la libélula».


«Solo veo a mi alrededor osamentas gesticulantes. Quisiera averiguar el sentido de sus movimientos, pero no soy capaz. ¿La vida? Un compuesto de todo aquello que «no vale la pena». Y me repito: «Sólo eres un fanático de la futilidad universal. Por fin has encontrado tu obsesión, como tantos otros encontraron las suyas: el dinero, el amor, el poder, Dios. Ya has entrado en posesión de un absoluto, de un salvoconducto, ya has sentado la cabeza».

RECUERDO
«Hubo un tiempo en el que en cada morada veía alzarse una horca, de la que colgaba un cadáver, que se balanceaba nauseabundo antes de expirar. Y recorría las calles, perseguido por ejecuciones invisibles: los instantes se desgranaban como ataúdes y saboreaba el tormento de sentirme único superviviente de una ejecución universal en la horca.
Hubo otro tiempo en el que cada persona con la que me cruzaba me parecía un asesino, en el que sólo esperaba la cuchillada fría entrando en mi carne. ¡Cuántas veces debí renacer tras la prueba del puñal imaginario y temido! O también, en otros momentos, abrumado por la sensación de ser la hez, el veneno se convertía en mi único alimento, mientras la turbamulta de las criaturas, rumiando una dosis inagotable de hostia, ascendía al nivel de los ángeles y los santos, entre los que arrastraba mi envilecimiento gracias a un descuido del Altísimo: una piltrafa en medio del rebaño santificado.
Pero, por encima de estos pánicos, reinaba otro, más acuciante, del que me quería deshacer: interrogaba a los filósofos y a los poetas: no encontraba respuesta en sus razonamientos o sus cánticos. Tal es así que un día, abrumado por una exasperación mórbida, me abalancé sobre un policía cualquiera: «Agente, ¿usted me sabría decir si el mundo existe, si yo existo?». Y mataba mi pánico con el ridículo; pero no sé por qué milagro, todavía subsiste...»

TÉRMINO DE GLORIA
«Todo sentimiento representa una experiencia filosófica completa. Veamos el amor. En sus comienzos, te hace dueño del universo; llevas una corona invisible: el tiempo yace a tus pies, como la eternidad; los místicos te parecen demasiado tibios, los poetas demasiado renuentes: vives en una angustia de luz, nada existe salvo tú —y el otro—: diríase que la realidad ha dejado de merecer el esfuerzo de tu percepción, la atención de tu mirada. Se sosiega, la vida se reanuda alrededor: los objetos se delimitan, vuelven a tener una existencia independiente; los contemplas con dulzura e indulgencia; la amada vuelve a ser mujer, como tu yo: individuo; el éxtasis se va apagando; lo sustituye la felicidad. Y esta felicidad está amenazada: sometida al tiempo, se marchita; ya no hay «eternidad» —simple palabra patética—. La felicidad se degrada: todo se te resiste, estás más solo de lo que nunca estuviste; ajeno a los instantes, eres libre, pero en el vacío: sufrimiento incoloro, alma evaporada. Una vez desaparecida la locura, ya sólo queda la indiferencia o el conocimiento. Al cabo de todo sentimiento, el espíritu vuelve por sus fueros: vuelve a descubrir el objeto. El amante que ha dejado de amar es filósofo: se analiza y todo lo que fue le asombra. ¿De dónde vuelve? ¿De qué maravillas fue dueño? Lo fue todo sin saberlo; no es nada y es consciente de ello. Un encanto que se rompe ya es una posibilidad de conocer: el espíritu se ensancha a medida que los sentimientos se desintegran; su reinado se extiende a las agonías del amor y sólo prospera sobre los delirios raídos. Se venga de todas las humillaciones que le ha hecho sufrir la embriaguez; pulveriza los sueños; ve claro a expensas de nosotros; le dejamos actuar: nos moldea a su gusto. Y, frustrados de todos nuestros sueños, nos convertimos en fantasmas clarividentes».

LA MUERTE VIVIFICANTE
«Sin la idea de suicidio me hubiera matado hace tiempo. Sólo vivo porque puedo morir cuando quiera. Y me asombro de que no se hayan vuelto locos los que viven ajenos a esta idea. ¿De qué fuerza disponen para soportarse, cómo toleran tanta aflicción sin la obsesión del término que le podrían poner? Darse muerte me parece el acto más natural, el consuelo más positivo que se pueda encontrar; el resto no es sino extravagancia y divagar... Cuando preparamos al niño para que haga frente a los males y desengaños de la vida, habría que hacerle sentir, antes de atiborrarlo de preceptos e ilusiones, que ha sido propulsado a un universo diabólico, que le triturará si él no consigue triturarlo con la idea de la nada. ¡Tantos desórdenes psíquicos se deben a que el individuo no ve ninguna salida a la existencia! ¡Tanta gente se mata porque no ha pensado suficientemente en la posibilidad de matarse! ¿Podemos vivir realmente sin manejar la idea de morir? Si hubiera podido concebir el suicidio desde siempre, nunca habría conocido la desesperación. La educación debería hacérnoslo concebir antes de que tropecemos con la desgracia, que nos sorprende sin que la podamos combatir o menospreciar. Ya que la idea de la muerte lo permite todo, incluso vivir, seamos cadáveres dignos: ¿habrá existencia más honorable que la que reivindica sólo el suicidio?»

EL DESPRECIO
«Cuando las nimiedades y las plagas te causan la misma intensidad de sufrimiento, cuando todo te alarma —el paso de una mosca o la demencia del planeta—, estás perdido si no apelas a la única arma de que dispone el hombre herido por los instantes y por los seres: el desprecio. Coloca las criaturas al mismo nivel: una mujer, lepra maquillada como las otras; un amigo, caricatura adosada a un alma; unos transeúntes, enemigos desconocidos. En cada corazón circula una sangre de indeseable, en todos los ojos centellea el crimen, todas las manos están crispadas de no poder estrangular. Elévate por encima de la esperanza, mira la vida como un recuerdo y las dimensiones del tiempo como otras tantas calamidades. En ti se agita la misma ferocidad que en los demás; que al menos te sirva para alcanzar las alturas a las que se eleva un asesino que, considerando todos los crímenes que no ha cometido, desdeñase demasiado a los hombres como para rematarlos... ¡Que ningún vínculo te siga atando a los seres vivos, que ninguna pasión te convierta en esclavo martirizado de una mortal! ¡Que nunca más te aparees con ninguna de ellas! Y cuando hayas agotado toda la gama de la desesperación y de la rabia, cuando, para enternecerte o para rebelarte, ya no te queden sentimientos ni fuerzas, purificado de las taras de la existencia, siempre tendrás un cielo en el que hacer resonar tu exclamación: «¡Señor, cuánto he odiado este mundo!».

INCOHERENCIAS SOBRE EL MATRIMONIO
«No hay institución de la que se puedan decir más cosas malas y buenas. Lo tiene todo, la eternidad y el bidé. Contrato entre dos impudicias; espasmo bendecido por el alcalde y el cura; regularización de los suspiros; gruñido común hasta la agonía...
Admiro a todos los casados: su coraje o su inconsciencia me asustan. Vincularse oficialmente hasta la muerte es cosa que me llena de vértigo: es la aventura mayor que se pueda emprender y, comparada con ella, la exploración de los polos no pasa de divertimento. La vida en pareja es seguramente más glacial...
El absurdo de semejante empresa debería corregirse: hay que reconocer que la idea más sensata, más razonable, que el hombre ha concebido es la del divorcio. Sólo esta idea hace soportable el matrimonio, como la idea del suicidio hace soportable la vida. Dos escapatorias sin las cuales cada instante sería un martirio.
El soltero es un ser sin misterio, ha comprendido, es prudente, no ha osado; pero todo marido es un jugador: lo apuesta todo en la aventura más cotidiana y más aterradora, en la imbecilidad y el heroísmo del lecho común, de la tumba común. El espectáculo de una pareja da miedo, como lo dan todas las mezclas de abyección y audacia. Llevar una alianza es convertirse en presidiario aplaudido que exhibe triunfalmente sus vergüenzas, es la aceptación más terrible del engaño.
—Pero frente a ese engaño, el soltero se desespera: no es capaz de ignorar el amplio aliento sórdido que anima los matrimonios».

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