«LA CARPA Y OTROS CUENTOS» - DANIEL SUEIRO

... fragmentos extraídos de "La carpa", novela corta incluida en el libro La carpa y otros cuentos, de Daniel Sueiro, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Viajamos en tren, en camión, en carro y a veces a pie. Depende. En esto, ya se sabe: hoy hay y mañana no hay. ¿Tarrasa? Pues Tarrasa. ¿Medina? Pues Medina. Vamos de un lado a otro echando mano a lo que se puede y poniendo la cara que mandan. Reus, Elche, El Escorial, Rota, Alcoy, Alepuz, donde le dio el ataque a Lorencito; Salamanca, Guernica, Betanzos, Bermillo de Sayago... De aquí para allá con los zapatos rotos y el hambre amaestrada en los largos, en los insensibles, somnolientos silencios del vagón de tercera. Caras pintadas, narices postizas, apolillados uniformes de santones y generales, billetes falsos, versos de Zorrilla, gritos, trampas, palabras, palabras, palabras... Incluso mujeres de guardarropía. Y maricas. ¡Qué negocio! Y, como nosotros, docenas y cientos de gentes de esta afición y de este oficio andan por los pueblos y por las ciudades, por las aldeas, por los caminos adelante, en verano e invierno, en Navidades, en Carnaval, en las fiestas de agosto y en las ferias de octubre, con el tinglado a cuestas y sin más gloria ni fortuna que las que ellas mismas se inventan. La farsa se detiene todos los años en Semana Santa. Baja el telón el lunes y no vuelve a levantarse hasta el sábado. En Semana Santa no se trabaja, y esos días dramáticos, nebulosos, agónicos, para nadie lo son tanto como para nosotros, los de la carpa. Aquel año nos cogió en Valladolid. Estábamos los nueve: Don Pancho, el director; Harry, el apuntador; Avilés Vinagre, Lucio, Veremundo, yo y las mujeres: «La Casta», Doña Pura y Milagritos. A Lorenzo, «El Calado», lo habíamos dejado enterrado en Mungía».

«Ellos aman el teatro. Lo llevan dentro, como una manzana puede llevar, comiéndola, un gusano. Sus padres también fueron así, y también sus abuelos. Nacieron en eso y sería una locura que ellos pensaran que había en el mundo alguna otra cosa que hacer, aparte de esa».

«Yo no amo el teatro. A mí el teatro siempre me importó un huevo. Cuando fui a verlos, en La Coruña, allá por el treinta y tantos, don Pancho y doña Pura, que entonces eran como dos «vedettes», me recibieron desde la cama, a la hora de la siesta.
Entré todo decidido y lo primero que vi fue una gran faja tubular de color rosa. Hablé con don Pancho, que ya entonces tenía compañía propia, y se lo dije. Doña Pura no me quitaba los ojos de encima. Les pregunté cuánto me iban a dar.
—¿Cuántos días resiste usted sin comer, joven? —me dijo don Pancho.
—No lo sé. Nunca hice la prueba.
—Pues hágala. Y cuando sea capaz de aguantar quince o veinte días, vuelva».

«PORNOGRAFFITI. CUERPO Y DISIDENCIA» - JORGE FERNÁNDEZ GONZALO

Fragmentos del ensayo Pornograffiti. Cuerpo y disidencia, de Jorge Fernández Gonzalo, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Un cuerpo tiene sus pasajes, sus epicentros y desplomes, que poco o nada tienen que ver con la construcción cultural de lo somático, con sus zonas erógenas preestablecidas y totalitarias, con las letras ya diseñadas para cada curvatura, la línea de los hombros, la fina piel alrededor de la axila o las comisuras del labio; cada segmento o zonificación que, como si de un texto se tratara, se ha garabateado sobre la carne y puede, una y otra vez, borrarse y reescribirse con el tacto. Rasgar un libro como quien rasga un vestido. Cada instante de cuerpo que lleguemos a gozar, más allá de los códigos eróticos y sus predicados normativos, es un modo de revolución».

«La literatura es lo de ayer, con su prestigio y sus demarcaciones, su mercado, sus géneros y entrecruzamientos de obras, discursos, instituciones. La pornografía, por el contrario, carece de tiempo, con su ageneridad, su falta de basamentos institucionales, sus formas de no-discursividad, su condición de no-saber que aún no ha sido recodificado por un modelo científico-epistémico de configuración de marcos disciplinarios. Los signos del porno actúan como fuerzas de choque, signos flotantes que han esquivado el acoso de las disciplinas: no «disciplinemos», por tanto, la pornografía, no domestiquemos la espectacularidad de sus imágenes, no pretendamos legalizarlo. Su condición marginal o su carácter alternativo le permite reivindicar los espacios novedosos de la ruptura interdisciplinaria, frente a la potencia reguladora que constituye la literatura y el discurso literario con su aparato crítico, terminológico y archivístico. Cabría hablar, incluso, de utilizar el porno como una estrategia de recodificación, así como de la posibilidad delirante de ver porno en todo, incluso en la literatura misma. Las palabras, nuestros comportamientos, la cultura y el arte, los espacios urbanos, el dolor, los silencios. Cualquier cosa podría caer bajo una ingeniería pornotopizadora. El porno actúa como una partícula desestabilizadora que pone bajo cuestión los paradigmas de poder, las relaciones de dominación y las instituciones disciplinarias. Escribir porno, descodificar desde el porno: la noción de pornograffiti supondría al mismo tiempo una escritura y una desescritura, un resorte imagoverbal de subversión y sabotaje. Estaríamos ante una amenaza deconstructora, una tecnología de contrapoder, con un eslogan definido: piensa en porno. Piensa en porno las instituciones, las prácticas, las tradiciones, el poder, las disciplinas teóricas, las relaciones socioafectivas, los parámetros de la moda, la literatura. El porno como una gran corrida deconstructora sobre aquello que habíamos dado por sentado».

«Pregunta: ¿por qué no se ha dejado de producir porno?
Tal y como sugería George Steiner, ¿no hemos visto ya todas las combinaciones, todas las tipologías somáticas, las posturas, las perversiones, escenarios, disfraces, situaciones y fantasías? La representación de los cuerpos no puede estar más saturada a través del arte, el cine, la televisión, los cómics, la publicidad y los videojuegos. ¿Acaso no hemos escrito ya todas las sutilezas de la carne? ¿No hemos filmado todas las regionalidades, todos los ángulos, las intersecciones, tamaños y texturas posibles? Si el porno no consiste en una narración, no merece la pena compararlo con la literatura, que no ha dejado de producir libros durante milenios, a pesar de sus limitaciones combinatorias relativamente escasas. Quizá haya algo más en relación a los cuerpos, algo que no alcanzamos a ver y que define la pornografía. Quizá sus intereses no pasen por una exaltación de lo obsceno, ni de los propios cuerpos, del sexo o de las fantasías. Quizá se trate, como ya adelantábamos, de la propia estructura del deseo, que descubre en la repetición su fuente de goce, o más propiamente de una continua sensación de poder que hemos de reescribir a cada instante: a través del porno rompemos la fina gasa de la intimidad, entramos en el cuarto del otro, accedemos a la superficie de un cuerpo, a las prácticas privadas, a un territorio siempre vedado y siempre a la espera de ser nuevamente profanado. Del panóptico al voyeurismo: el que ve porno tiene el poder de ver, de ver más allá del espacio, del tiempo, del pudor. Sin embargo, hoy es la pornografía quien nos devuelve la mirada. Las pornostars no simulan gozar, sino que nos arrastran con el poder de sus cuerpos, con la exuberancia imposible de sus implantes, sus tatuajes o su fastuosidad obscena. El glamour de ciertas producciones pornográficas sitúa cara a cara dos poderes que no se tocan, que no acaban por superponerse o enfrentarse: el poder de aquel que mira y el poder de quien muestra».

«LA HUELGA DE LOS ELECTORES» - OCTAVE MIRBEAU

«La huelga de los electores»
Octave Mirbeau

(Le Figaro, 28 Noviembre 1888)

Una cosa que me asombra prodigiosamente —me atrevería a decir que estoy estupefacto— es que en el momento científico en que estoy escribiendo, tras las innumerables experiencias y los escándalos periodísticos, pueda todavía existir en nuestra querida Francia (como dicen en la Comisión presupuestaria) un elector, un solo elector, ese animal irracional, inorgánico, alucinante, que consienta abandonar sus negocios, sus ilusiones o sus placeres, para votar a favor de alguien o de algo. Si se piensa un solo momento, ¿no está ese sorprendente fenómeno hecho para despistar a los filósofos más sutiles y confundir la razón?
¿Dónde está ese Balzac que nos ofrezca la psicología del elector moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y mentalidades de ese demente incurable?
Lo estamos esperando. Comprendo que un estafador encuentre siempre accionista, que la Censura encuentre defensores, la ópera cómica a su público, el Constitucional a sus abonados, el señor Carnot a pintores que celebren su triunfal y rígida entrada en una ciudad languedociana; comprendo también que Chantavoine se empeñe en buscar rimas; lo comprendo todo. Pero que un diputado, o un senador, o un presidente de la República, o el que sea, entre todos los farsantes que reclaman una función electiva, cualquiera que sea, encuentre a un elector, es decir, a un ser fantástico, al mártir improbable que os alimenta con su pan, os viste con su lana, os engorda con su carne, os enriquece con su dinero, con la sola perspectiva de recibir, a cambio de esas prodigalidades, golpes en la cabeza o patadas en el culo, cuando no son golpes de fusil en el pecho, verdaderamente, todo eso supera las nociones, ya muy pesimistas, que tengo sobre la estupidez humana en general, y la estupidez francesa en particular, nuestra querida e inmortal estupidez.
Está claro que hablo en este caso del elector avisado, convencido, del elector teórico, del que se imagina, pobre diablo, que actúa como un ciudadano libre, expresando su soberanía, sus opiniones, o imponiendo —locura admirable y desconcertante— programas políticos y reivindicaciones sociales; no me refiero pues al elector "que se las sabe" y que se burla, al que ve en "los resultados de su omnipotencia" nada más que una burla a la charcutería monárquica, o una francachela al vino republicano. Su soberanía consiste en emborracharse a costa del sufragio universal. Él conoce la verdad, porque sólo a él le importa, y se despreocupa del resto. Sabe lo que se hace. Pero ¿y los demás?
¡Ah, sí! ¡Los demás! Los serios, los austeros, el pueblo soberano, los que sienten una embriaguez al mirarse y decirse: "¡Soy elector!" Todo se hace por mí. Yo soy la base de la sociedad moderna. Por mi propia voluntad, Floquet hace las leyes a las que se ciñen treinta y seis millones de hombres, y Baudry d'Asson también, y Pierre Alype igualmente". ¿Cómo hay todavía gente de esta calaña? ¿Cómo, tan orgullosos, cabezotas y paradójicos como son, no se han sentido, después de tanto tiempo, descorazonados y avergonzados de su obra? ¿Cómo puede ser que exista en cualquier parte, incluso en el fondo de las landas más perdidas de Bretaña, o en las inaccesibles cavernas de Cévennes y de los Pirineos, un bonachón tan tonto, tan poco razonable, tan ciego ante lo que ve y tan sordo ante lo que se dice, que vote azul, blanco o rojo, sin que nadie le obligue, sin que nadie le haya pagado o le haya emborrachado?
¿A qué barroco sentimiento, a qué misteriosa sugestión puede obedecer ese bípedo pensante, dotado de una voluntad, orgulloso de su derecho, seguro de cumplir con un deber, cuando deposita en una urna electoral cualquiera una papeleta cualquiera, igual da el nombre que lleve escrito en ella? ¿Qué se dirá a sí mismo, para sí, que justifique o simplemente explique ese acto tan extravagante? ¿Qué es lo que espera? Porque, en fin, para consentir que se le entregue a dueños tan ávidos, que le engañan y golpean, será necesario que se le diga y que espere algo extraordinario que nosotros no nos imaginamos. Será necesario que, gracias a poderosos desvíos cerebrales, las ideas del diputado se traduzcan en él como ideas de ciencia, de justicia, de entrega, de trabajo y de probidad; será necesario que en los nombres de Barbe y Baïhaut, no menos que en los de Rouvier y Wilson, descubra una magia especial y que vea, a través de un espejismo, florecer y expandirse en Vergoin y en Hubbard promesas de felicidad futura y de consuelo inmediato. Y esto es lo verdaderamente horrible. Nada le sirve de lección, ni las comedias más burlescas, ni las más siniestras tragedias.
Sin embargo, por muchos siglos que dure el mundo y que se desarrollen y sucedan las sociedades, iguales unas a otras, un hecho único domina todas las historias: la protección de los grandes y el aplastamiento de los pequeños. No puede llegar a comprender que hay una razón de ser histórica, la de pagar por un montón de cosas de las que no disfrutará jamás, y morir por unas combinaciones políticas que no le atañen en absoluto.
¿Qué importa que sea Pedro o Juan el que le pida el dinero o la vida, si está obligado a desprenderse de uno y entregar la otra? ¡Pues, vaya! Entre sus ladrones y sus verdugos, él tiene sus preferencias, y vota a los más rapaces y feroces. Ha votado ayer y votará mañana y siempre. Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan nada. Pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el burgués que se los comerá. Más bestia que las bestias, más cordero que los corderos, el elector designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar ese derecho.
Oh, buen elector, incomprensible imbécil, pobre desgraciado, si en lugar de dejarte engañar por las cantinelas absurdas que te cantan cada mañana, a cambio de un céntimo, los periódicos grandes o pequeños, azules o negros, blancos o rojos, pagados para conseguir tu pellejo; si en lugar de creer en esos quiméricos halagos que acarician tu vanidad, que rodean tu lamentable soberanía andrajosa; si en lugar de pararte, papanatas, ante las burdas engañifas de los programas; si leyeras alguna vez al amor de la lumbre a Schopenhauer y a Max Nordau, dos filósofos que saben mucho sobre tus dueños y sobre ti, puede que aprendieras cosas asombrosas y útiles. Puede ser también que, después de haberlos leído, te vieras menos obligado a adoptar ese aire grave y esa elegante levita para correr hacia las urnas homicidas en las que, metas el nombre que metas, estás dando el nombre de tu más mortal enemigo. Los filósofos te dirían, como buenos conocedores de la humanidad, que la política es una mentira abominable, que todo va contra el buen sentido, contra la justicia y el derecho, y que tú no tienes nada que ver, pues tus cuentas ya están ajustadas en el gran libro de los destinos humanos.
Sueña después de esto, si así lo deseas, con paraísos de luces y perfumes, con fraternidades imposibles, con felicidades irreales. Es bueno soñar, y calma el sufrimiento. Pero no mezcles nunca al hombre en tus sueños, porque allí donde está el hombre está el dolor, el odio y la muerte. Sobre todo, acuérdate de que el hombre que solicita tu voto es, por ese hecho, un hombre deshonesto, porque a cambio de la situación y la fortuna a la que tú lo lanzas, él te promete un montón de cosas maravillosas que no te dará y que, por otra parte, tampoco podría darte. El hombre al que tu elevas no representa ni a tu miseria, ni tus aspiraciones, ni a nada tuyo; no representa más que a sus propias pasiones y sus propios intereses, que son contrarios a los tuyos. Para reconfortarte y animarte con esperanzas que pronto se verán defraudadas, no vayas a imaginarte que el espectáculo desolador al que asistes hoy día es propio de una época o de un régimen, y que todo pasará. Todas las épocas y todos los regímenes son equiparables, es decir, que no valen nada. Así que, vuelve a tu casa, buen hombre, y ponte en huelga contra el sufragio universal. No tienes nada que perder, te lo digo yo; y eso podrá divertirte por algún tiempo. En el umbral de tu puerta, cerrada a los solicitantes de limosnas políticas, verás desfilar a la muchedumbre, mientras te fumas tranquilamente una pipa.
Y si existiera, en algún lugar desconocido, un hombre honrado capaz de gobernarte y amarte, no lo eches en falta. Sería demasiado celoso de su dignidad como para enfangarse en una lucha de partidos, demasiado orgulloso para recibir cualquier orden de ti si no la diriges a la audacia cínica, el insulto y la mentira.
Ya te lo he dicho, buen hombre, vete a casa y ponte en huelga.

«EL ANTICIPADOR» - MORLEY ROBERTS

—Admitiré, desde luego, que no se trata de un plagio —dijo ferozmente Cárter Esplan—; será el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!
Y se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.
—La culpa es tuya, mi querido salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas cosas —esas ideas, esos motivos— están en el aire. La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las inventas?
—Hablas como un burgués, como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no da manzanas apenas fecundadas sus llores? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura...
—... y por ventura, ¿no exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tontería! —gruñó Esplan—, pero tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia, el flotante vilano del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la oscuridad del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo rechace el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del arte, y yo... yo no soy nada, soy apenas la última de las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con pasos irregulares el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que era médico, veía más hondo. Bplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los centros del habla.
«¿Será la morfina? —pensó—. ¿La estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?». Pero Esplan estalló una vez más.
—No me importaría tanto si Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el serrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear.
—Tomas muy en serio tu vocación —dijo Vincent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo.
Esplan se encaró con él.
—Bueno, bueno —dijo casi a gritos—, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo doral, morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar vejigatorios... ¡Qué estupidez! —contestó Esplan con dureza—. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.
Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto cambió un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que...
—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.
—No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo.
Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.
La conversación cambió y poco después los amigos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó ociosamente por la sala, pero luego sintió en el cerebro el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más rápido, y por último con furia.
Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento.
—¡Es bueno, es bueno! —decía, sonriendo—. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que acabo de escribir? El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco fisurado —dijo—. Debo cuidarme.
Y antes de dormirse pronunció conscientes tonterías. Ideas incongruentes se eslabonaban en su cerebro; se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa.
—Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos —dijo. Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la Luz.
Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxi que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado comatoso.
Dos días más tarde recibió una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero...
«Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté».
Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó con champaña. El espumoso vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera especialmente, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera.
Al día siguiente se encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle la palabra —murmuró—. ¡No me atrevo...!
Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan... de la frase brillante, el toque justo de color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la herencia, la exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera de relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y lo hace mejor —repetíase Burford—. Tiene mala intención.
Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz deslumbrante de esas páginas magistrales) la fría pasta del bibelot de Burford, éste sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo momentáneamente y siguió su camino pequeño y laborioso.
El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado, de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.
Y en efecto, el desastre se produjo, por fin. Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese momento había sido territorio exclusivo de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después con sutileza, y llegó a sentirse dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano. El hecho de que un comentarista señalara la estrecha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por encima de toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la situación.
Pero la amarga exactitud de la crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?
 Esplan llevaba una vida subracional. Era un maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y escribía planes. Sus cuentos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a punto de entregarse a la policía por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el sendero que se había trazado.
—Lo haré, lo haré —murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él.
—Mañana —dijo, pero después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun cuando el rojo planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los demás querrían oír esa historia increíble y verdadera, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno. Era raro verlo.
—Mañana —dijo por último. Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y soltó a reír, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta! —gritó a su fantasía enloquecida, segregada de él—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa.
Entonces le llegó la inmortalidad con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de luces, relámpagos en un cielo osado, un espantoso trueno. El firmamento se abrió en un blanquísimo resplandor, vio cosas inimaginables. Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de su propia sangre.
Y el Anticipador, aterrorizado, huyó por una callejuela.

«EVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN Y ANARQUÍA» - ÉLISÉE RECLUS

Fragmentos del libro Evolución, revolución y anarquía, de Élisée Reclus, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Cada transformación de la materia, cada realización de una idea es, durante el periodo mismo del cambio, rechazada por la inercia del medio, y el fenómeno nuevo no puede culminarse si no es con un esfuerzo tanto más violento o por una fuerza tanto más poderosa cuanto mayor es la resistencia. Ya lo dijo Herder, a propósito de la Revolución Francesa: "La semilla cae en la tierra, durante mucho tiempo parece muerta, después, de repente, empuja su brote, desplaza la dura tierra que lo cubre, se abre paso entre la arcilla enemiga, y finalmente se convierte en una planta que florece y madura su fruto". ¿Y el niño, cómo nace? Tras haber pasado nueve meses entre las tinieblas del vientre de la madre, se escapa rompiendo con violencia su envoltura, a veces incluso matando a su madre. Así son las revoluciones, consecuencias necesarias de las evoluciones que les precedieron». 

«Se puede decir que la evolución y la revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, la evolución precede a la revolución, y esta precede a una nueva evolución, madre de revoluciones futuras. ¿Puede hacerse un cambio sin provocar repentinos cambios de equilibrio en la vida? ¿No debe la revolución suceder necesariamente a la evolución, al igual que el acto sucede a la voluntad de actuar? La una y la otra sólo difieren en la época de su aparición».

«El movimiento general de la vida en cada ser en particular y en cada serie de seres no muestra por ninguna parte una continuidad directa, sino más bien una sucesión indirecta, revolucionaria, por así decir. La rama no se añade a lo largo a ninguna otra rama. La flor no es la prolongación de la hoja, ni el pistilo lo es del estambre, y el ovario difiere de los órganos que le dieron nacimiento. El hijo no es la continuación del padre o de la madre, sino que es un ser nuevo. El progreso se hace merced a un cambio continuo de los puntos de partida para cada individuo distinto. Ocurre lo mismo con las especies. El árbol genealógico de los seres es, como el propio árbol, un conjunto de ramas donde cada una encuentra su fuerza vital no en la rama precedente sino en la savia originaria. En las grandes evoluciones históricas no es diferente. Cuando los viejos cuadros de mando, las formas demasiado limitadas del organismo, se vuelven insuficientes, la vida se mueve para realizarse en una nueva formación. Una revolución tiene lugar».
 
«Las revoluciones no tienen por qué ser necesariamente un progreso, igual que las evoluciones no están siempre orientadas hacia la justicia. Todo cambia, todo se mueve en la naturaleza con un movimiento eterno, pero aunque haya progreso, puede haber también retroceso, y si las evoluciones tienden hacia un aumento de vida, hay otras que tienden hacia la muerte. Imposible detenerse, hay que moverse en un sentido o en otro, y el reaccionario endurecido y el templado liberal, que dan gritos de pavor al escuchar la palabra «revolución», marchan a pesar de todo hacia una revolución, la última, que es el gran reposo. La enfermedad, la senilidad y la gangrena son evoluciones al igual que la pubertad. La aparición de los gusanos en el cadáver, como el primer vagido del bebé, indica que se ha hecho una revolución. La fisiología, la historia, nos muestran que hay evoluciones que se llaman decadencia y revoluciones que son la muerte».


«La contemplación de la naturaleza y de las obras humanas, la práctica de la vida, son estas las escuelas donde se hace la verdadera educación de las sociedades contemporáneas. Aunque las escuelas propiamente dichas también hayan efectuado su evolución en el sentido de la enseñanza verdadera, tienen una importancia relativa muy inferior a la de la vida social que nos rodea. Huelga decir que el ideal de los anarquistas no es en absoluto suprimir la escuela, sino todo lo contrario, aumentarla, hacer de la misma sociedad un inmenso organismo de enseñanza mutua, donde todos serían a la vez alumnos y profesores, donde cada niño, después de haber recibido nociones generales de todo en los primeros estudios, aprendería a desarrollarse integralmente, en proporción a su fuerza intelectual, según el modo de vida libremente elegido por él».