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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (XIV) - Teodora

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 4

Invasiones recurrentes afligieron la ciudad de Teodora en los siglos de su historia; por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y amenazaba la supervivencia de los habitantes. Liberado el cielo de cóndores hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el exterminio de las arañas permitió multiplicarse y negrear las moscas; la victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma. Una por una las especies inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir y se extinguieron. A fuerza de destrozar escamas y caparazones, de arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora la exclusiva imagen de ciudad humana que todavía la distingue. 
Pero antes, durante largos años, no se supo si la victoria final no sería de la última especie que quedara para disputar a los hombres la posesión de la ciudad: los ratones. De cada generación de roedores que los hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz una progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a todo veneno. Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora volvían a poblarse de hordas de ratas prolíficas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres logró la victoria sobre las desbordantes actitudes vitales de los enemigos. 
La ciudad, gran cementerio del reino animal, volvió a cerrarse aséptica sobre las últimas carroñas enterradas con las últimas pulgas y los últimos microbios. El hombre había restablecido finalmente el orden del mundo perturbado por él mismo: no existía ninguna otra especie viviente que volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había sido la fauna, la biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los tomos de Buffon y de Linneo. 
Así creían por lo menos los habitantes de Teodora, lejos de suponer que una fauna olvidada se estaba despertando del letargo. Relegada durante largas eras a escondrijos apartados, desde que fuera desposeída del sistema por especies ahora extintas, la otra fauna volvía a la luz desde los sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables, daba saltos desde los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera de los durmientes. Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los hircocervos, las arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a tomar posesión de su ciudad.
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (XIII) - Cecilia

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES CONTINUAS. 4

Me reprochas que cada relato mío te transporte al centro mismo de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento. 
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que azuzaba, rozando las paredes, un rebaño tintineante.
-Hombre bendecido por el cielo —se detuvo a preguntarme—, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos? 
-¡Los dioses sean contigo! —exclamé—. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia? 
-Compadéceme —repuso—, soy un pastor trashumante. Mis cabras y yo a veces atravesamos ciudades pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro y donde las cabras se espantan en los cruces y se desbandan. El perro y yo corremos para mantener junto el rebaño. 
 -Al contrario de ti —afirmé—, yo sólo reconozco las ciudades y no distingo lo que está fuera. En los lugares deshabitados, cada piedra y cada hierba se confunden a mis ojos con todas las piedras y las hierbas. 
Muchos años pasaron desde entonces; conocí muchas otras ciudades y recorrí continentes. Un día andaba entre esquinas de casas todas iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte: -Los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde estamos? 
-¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió. —Hace tanto que andamos por sus calles, mis cabras y yo, y no conseguimos salir… Lo reconocí a pesar de larga barba blanca: era el pastor de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas que ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios en los contenedores de basura. 
-¡No puede ser! —grité—. Yo también, no sé cuándo, entré en una ciudad y desde entonces no hago más que adentrarme por sus calles. ¿Pero cómo hice para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, muy lejos de Cecilia, y todavía no he salido de ella? 
-Los lugares se han mezclado —dijo el cabrero—. Cecilia está en todas partes; en otro tiempo aquí debía de estar el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas que crecen en la mediana de las avenidas¨.
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (XII) - Procopia

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino
 
LAS CIUDADES CONTINUAS. 3
 
Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he detenido a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras mis: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían las raspas. 
Así un año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar tan lejos con la mirada. 
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo mismo que me aleje de la ventana. 
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte. 
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (XI) - Leonia

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino
 
LAS CIUDADES CONTINUAS. 1

La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio. 
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar mas en ellas. 
Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso. 
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros. 
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan. 
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.


«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (X) - Olinda

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 1

En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos las antenas las claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las rayas de las calzadas, los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de caballos. Ese punto no se queda ahí: después de un año se lo encuentra grande como medio limón, después como un hongo políporo, después como un plato de sopa. Y entonces se convierte en una ciudad de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia afuera. 
Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto amurallado, ceñidísimo, bien apretado, del que brotan resecos los campanarios las torres los tejados las cúpulas, mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un cinturón que se desata. En Olinda no: las viejas murallas se dilatan, llevándose consigo los barrios antiguos, que crecen en los confines de la ciudad, manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos circundan barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y afinados para dejar sitio a los más recientes que empujan desde adentro; y así hasta el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera Olinda y de todas las Olindas que han brotado una de la otra; y dentro de ese círculo más interno ya brotan —pero es difícil distinguirlas— la Olinda venidera y aquellas que crecerán a continuación.
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (IX) - Moriana

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino 

LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 5 

Vadeado el río, traspuesto el paso, el hombre encuentra enfrente, de pronto, la ciudad de Moriana, con sus puertas de alabastro transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostienen los frontones con incrustaciones de piedra serpentina, sus villas todas de vidrio como acuarios donde nadan las sombras de las bailarinas de escamas plateadas bajo las arañas de luces en forma de medusa. Si no es su primer viaje, el hombre sabe ya que las ciudades como ésta tienen un reverso: basta recorrer un semicírculo y será visible la faz oculta de Moriana, una extensión de metal oxidado, tela de costal, ejes erizados de clavos, caños negros de hollín, montones de latas, muros ciegos con inscripciones desteñidas, asientos de sillas desfondadas, cuerdas buenas sólo para colgarse de una viga podrida. 
De parte a parte parece que la ciudad continuara en perspectiva multiplicando su repertorio de imágenes: en cambio no tiene espesor, consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con una figura de este lado y otra del otro, que no pueden despegarse ni mirarse.

«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (VIII) - Baucis

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino 

LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 3 

Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje. 
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (VII) - Ersilia

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES Y LOS TRUEQUES. 4 

En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros, según indiquen las relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar por en medio, los habitantes se marchan: las casas se desmontan; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos. 
Desde la ladera de un monte, acampados con sus enseres, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia y ellos no son nada. 
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus casas. 
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma.

«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (VI) - Leandra

LAS CIUDADES INVISIBLE
Italo Calvino

LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 2 

Dioses de dos especies protegen la ciudad de Leandra. Unos y otros son tan pequeños que no se ven y tan numerosos que no se pueden contar. Unos están en las puertas de las casas, en el interior, cerca del perchero y del paragüero; en las mudanzas siguen a las familias y se instalan en los nuevos alojamientos a la entrega de las llaves. Los otros están en la cocina, se esconden de preferencia bajo las cacerolas, o en la campana de la chimenea, o en el sucucho de las escobas: forman parte de la casa y cuando la familia que la habita se marcha, ellos se quedan con los nuevos inquilinos; tal vez ya estaban allí cuando la casa aún no existía, entre las malas hierbas del solar, escondidos en una lata oxidada; si se echa abajo la casa y en su lugar se construye otra como un palomar para cincuenta familias, se los encuentra multiplicados en las cocinas de otros tantos apartamentos. Para distinguirlos llamaremos a los unos Penates y a los otros Lares. 
No es que en una casa los Lares estén siempre con los Lares y los Penates con los Penates; se frecuentan, pasean juntos por las cornisas de estuco, por los tubos de los radiadores, comentan las cosas de la familia, es fácil que se peleen pero pueden llevarse bien durante años; viéndolos a todos en fila no se distinguen el uno de otro. Los Lares han visto pasar entre sus muros a Penates de las más diversas procedencias y costumbres; a los Penates les toca acomodarse codo con codo con los Lares de ilustres palacios en decadencia llenos de quietud, o con Lares de barracas de chapa, quisquillosos y desconfiados. 
La verdadera esencia de Leandra es tema de discusiones interminables. Los Penates creen que son ellos el alma de la ciudad, aunque hayan llegado el año anterior, y que cuando emigran se llevan consigo a Leandra. Los Lares consideran a los Penates huéspedes provisionales, inoportunos, invasores; la verdadera Leandra es la de ellos, la que da forma a todo lo que contiene, la Leandra que estaba allí antes de que llegaran todos esos intrusos, y que se quedará cuando todos se hayan ido.
Tienen en común esto: que sobre cuanto sucede en la familia y en la ciudad siempre han de criticar algo, los Penates sacando a relucir a los viejos, a los bisabuelos, las tías segundas, la familia de otros tiempos; los Lares el ambiente tal como estaba antes de que lo arruinaran. Pero no es que vivan sólo de recuerdos: urden proyectos sobre la carrera que harán los niños cuando sean grandes (los Penates), sobre lo que podría llegar a ser aquella casa en la zona (los Lares) si estuviese en buenas manos. Prestando atención especialmente de noche, en las casas de Leandra, los oyes parlotear y parlotear, hacerse reproches, soltarse pullas, exabruptos, risitas irónicas.
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«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (V) - Octavia

 LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES SUTILES. 5

Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Octavia, ciudad-telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se camina sobre tos travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé mas abajo el fondo del despeñadero. 
Esta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante. 
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.


«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (IV)

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

El Gran Kan ha soñado una ciudad; la describe a Marco Polo: 
-El puerto esta expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son altos sobre el agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra bajan resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el fondeadero a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las familias. Las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace frío; todos llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la demora, el viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los que se quedan; desde la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura empequeñecida, desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra el escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo blanco. 
-Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad —dice el Kan a Marco—. Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad. 
-Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en aquel muelle —dice Marco—, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos. 

«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (III) - Armilla

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino 

LAS CIUDADES SUTILES. 3

Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas. 
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas. 
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.


«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (II) - Valdrada

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino

LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 1 

Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los parapetos de balaustres. Así el viajero ve al llegar dos ciudades. una directa sobre el lago y una de reflejo invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios. 
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando como ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo en las venas negras del cuello y cuanta más sangre coagulada sale a borbotones más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo. 
El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega No todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertidos punto por punto. Las dos Valdradas viven una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman. 


«LAS CIUDADES INVISIBLES» - ITALO CALVINO (I) - Cloe

LAS CIUDADES INVISIBLES
Italo Calvino 

LAS CIUDADES Y LOS TRUEQUES. 2

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen. 
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos. 
Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.

«EL HUÉSPED» - ALBERT CAMUS

El relato «El huésped» está incluido en la obra El exilio y el reino del escritor Albert Camus. La película Loin des hommes (Lejos de los hombres) de David Oelhoffen (con los actores Viggo Mortensen y Reda Kateb)  se inspira en este relato.


El maestro vio a los dos hombres que venían hacia él. El uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían emprendido el ascenso de la abrupta ladera que conducía a la escuela, construida en el flanco de una colina. Avanzaban trabajosamente, progresando con lentitud en la nieve, entre las piedras, sobre la inmensa llanura del páramo desierto. De vez en cuando el caballo se encabritaba a ojos vistas. Aún no se le oía pero se veía el chorro de vapor que le brotaba entonces de los ollares. Al menos uno de los hombres conocía la comarca. Seguían la pista que sin embargo había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no llegarían a la colina antes de media hora. Hacía frío; volvió a entrar en la escuela para buscar un guardapolvos.
Cruzó el aula vacía y helada. En la pizarra los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro barras de tiza de colores diferentes, bajaban hacia sus estuarios desde hacía tres días. La nieve había empezado a caer brutalmente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin que hubiera habido una transición lluviosa, y la veintena de escolares que vivían en los pueblos diseminados por el páramo ya no venían. Había que esperar al buen tiempo. Daru sólo calentaba la habitación única que constituía su alojamiento, junto al aula de clase, abierta también hacia el páramo, al este. También, como en las aulas, una ventana daba además al mediodía. Por aquella parte, la escuela se hallaba a unos kilómetros del lugar donde la meseta comenzaba a inclinarse hacia el sur. En tiempo claro se podían distinguir las masas violetas de los contrafuertes montañosos donde se abrían las puertas del desierto.
Después de entrar algo en calor, Daru volvió a la ventana desde donde había descubierto por primera vez a los dos hombres. Ya no se les podía ver. Por lo tanto habían empezado a subir la loma. El cielo estaba menos oscuro: la nieve había dejado de caer por la noche. Había amanecido con una luz sucia que apenas se había ido haciendo más intensa a medida que se levantaba el techo de nubes. A las dos de la tarde se hubiera dicho que la mañana apenas comenzaba. Pero más valía eso que los tres días en que la nieve había estado cayendo en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeños saltos de viento que sacudían la puerta de doble batiente del aula. Daru había aguardado entonces pacientemente durante largas horas en su habitación, de la que no había salido salvo para ir al cobertizo a ocuparse de las gallinas y coger carbón. Afortunadamente, la camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano, al norte, había traído las provisiones dos días antes de la borrasca. Volvería dentro de cuarenta y ocho horas.
Tenía, por otro lado, con qué resistir un asedio, con aquellos sacos de trigo que la administración le había dejado como reserva para distribuir a los escolares cuyas familias habían sido víctimas de la sequía y que abarrotaban su pequeña habitación. En realidad, la desgracia los alcanzaba a todos porque todos eran pobres. Daru había distribuido a los más pequeños una ración cada día. Bien sabía que durante aquellos días les habría faltado. Quizá viniera aquella tarde alguno de los padres o algún hermano mayor y podría aprovisionarle de grano. Había que cubrir el paréntesis hasta la próxima cosecha, sencillamente. Ahora llegaban barcos con cereal de Francia, lo más duro ya había pasado. Pero sería difícil olvidar aquella miseria, aquel ejército de fantasmas harapientos errantes bajo el sol, los páramos calcinados un mes tras otro, la tierra resquebrajándose poco a poco, literalmente torrefactada, cada piedra deshaciéndose en polvo bajo los pies. Entonces las ovejas habían muerto a millares, y también algunos hombres, aquí y allá, sin que pudiera saberse a ciencia cierta.
Ante aquella miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento por otro lado con lo poco que tenía y con aquella vida ruda, se había sentido como un señor, entre sus paredes enfoscadas, con su estrecho diván, sus estanterías de madera sin barnizar, su pozo y su abastecimiento semanal de agua y alimentos. Y de repente, toda aquella nieve, sin advertencia previa, sin el relajamiento de la lluvia. Así era la tierra, cruel con la vida, incluso sin hombres, los cuales, además, no solucionaban nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otra parte se sentía exiliado.
Salió al exterior y avanzó hacia la explanada, delante de la escuela. Los dos hombres se hallaban ya a media ladera. Distinguió al hombre de a caballo, Balducci, el viejo gendarme al que conocía desde hacía mucho tiempo. Balducci traía a un árabe a pie detrás de él, con las manos atadas al cabo de una cuerda y la frente baja. El gendarme hizo un gesto de saludo al que Daru no respondió, absorto mientras contemplaba al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había sido azul, con los pies calzados con sandalias pero cubiertos con gruesos calcetines de lana cruda, con la cabeza cubierta con un fez estrecho y corto. Se fueron acercando. Balducci llevaba su cabalgadura al paso para no forzar al árabe y el grupo avanzaba lentamente.
Al alcance de la voz Balducci gritó: «¡Una hora para hacer los tres kilómetros desde El Ameur hasta aquí!» Daru no respondió. Corto y cuadrado en su espeso guardapolvos, les fue viendo subir. El árabe no había levantado la cabeza ni una sola vez. «Bienvenidos —dijo Daru cuando hubieron llegado a la explanada—. Entrad a calentaros.» Balducci se apeó trabajosamente del caballo sin soltar la cuerda. Sonrió al maestro de escuela con sus bigotes enhiestos. Sus pequeños ojos oscuros, muy hundidos bajo la frente curtida, y su boca rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru tomó al caballo por la brida, lo condujo al cobertizo y regresó a la escuela donde los dos hombres le estaban esperando. Les hizo pasar a la habitación. «Voy a calentar el aula —dijo—. Estaremos más a gusto.» Cuando volvió a la habitación, Balducci se había tumbado en el diván. Había desanudado la cuerda que le mantenía atado al árabe y éste se había acuclillado cerca de la estufa. Con las manos todavía amarradas y el fez en el cogote, miraba a través de la ventana. Al principio Daru sólo vio sus enormes labios, lisos, abultados, casi negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos oscuros, llenos de fiebre. El fez dejaba al descubierto una frente obstinada y, bajo la piel requemada aunque algo descolorida por el frío, toda su cara tenía un aire a la vez inquieto y rebelde que sorprendió a Daru cuando el árabe, volviendo el rostro hacia él, le clavó los ojos. «Pasad al lado, dijo el maestro, voy a preparar té a la menta.» «Gracias —dijo Balducci—. ¡Vaya faena! ¡A ver si me jubilo de una vez!» Y dirigiéndose al árabe prisionero: «Tú, ven.» El árabe se levantó y, lentamente, manteniendo las muñecas por delante, pasó a la escuela.
Daru trajo una silla con el té. Pero Balducci ya se había instalado en el primer pupitre y el árabe se había acuclillado contra el estrado del maestro, frente a la estufa, que se encontraba entre la mesa y la ventana. Cuando ofreció el vaso al prisionero Daru dudó ante sus manos atadas. «A lo mejor se le podría desatar.» «Claro que sí —dijo Balducci—. Era sólo para el viaje.» Hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había arrodillado junto al árabe. Éste, sin decir nada, le dejó hacer mirándole con sus ojos enfebrecidos. Cuando tuvo las manos libres se frotó una contra otra las muñecas hinchadas, tomó el vaso de té y bebió el líquido ardiente a pequeños sorbos rápidos.
—Bien —dijo Daru—. ¿Dónde vais así?
Balducci sacó sus bigotes del té:
—Aquí, hijo mío.
—Vaya alumnos. ¿Vais a dormir aquí?
—No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú vas a entregar aquí al compañero a Tinguit. Le esperan en la comuna mixta.
Balducci miró a Daru con una leve sonrisa amistosa.
—Qué me estás contando —dijo el maestro—. ¿Me estás tomando el pelo?
—No, hijo mío, no. Son órdenes.
—¿Ordenes? Yo no puedo… —Daru titubeó; no quería molestar al viejo corso—. Pero bueno, ése no es mi oficio…
—¡Eh! ¡Qué me quieres decir con eso! En la guerra se hacen todos los oficios.
—Entonces esperaré la declaración de guerra.
Balducci aprobó con la cabeza.
—Bueno. Pues aquí están las órdenes y te conciernen a ti también. Parece que va a haber jaleo. Se habla de que se prepara una revuelta. En cierto modo estamos movilizados.
Daru seguía con su aire obstinado.
—Escúchame, hijo —dijo Balducci—. Yo te aprecio, y me tienes que comprender. En todo El Ameur somos una docena para patrullar por un territorio de la extensión de un pequeño departamento y yo tengo que regresar. Me han dicho que te entregue a este pájaro y que regrese sin tardanza. En su pueblo empiezan a moverse, querían liberarle. Tienes que llevarle a Tinguit mañana. No me digas que a un hombre fuerte como tú le dan miedo esos veinte kilómetros. Después, se acabó. Te vuelves con tus alumnos a la buena vida.
Se oía al caballo agitarse y patear con el casco detrás de la pared. Daru miraba por la ventana. Era evidente que el tiempo empezaba a aclarar, la luz se iba extendiendo sobre el páramo nevado. Cuando toda la nieve se hubiera fundido el sol reinaría de nuevo y abrasaría una vez más los campos de piedra. Y otra vez, durante días enteros, el cielo volcaría su luz seca sobre la llanura solitaria donde no había nada que recordara la presencia del hombre.
—En fin —dijo volviéndose hacia Balducci—. ¿Qué es lo que ha hecho? —Y antes de que el gendarme abriera la boca preguntó—: ¿Habla francés?
—Ni una palabra. Se le buscaba desde hacía un mes, pero lo estaban ocultando. Mató a su primo.
—¿Está contra nosotros?
—No lo creo. Pero eso nunca se puede saber.
—¿Por qué le ha matado?
—Creo que por asuntos de familia. Al parecer el uno le debía grano al otro. No está claro. En fin, resumiendo, mató a su primo de un tajo de hoz. Ya sabes, como a un cordero, ras…
Balducci hizo el gesto de pasar una cuchilla por la garganta y atrajo la atención del árabe que le miró con una especie de inquietud. De repente a Daru le invadió una súbita cólera contra aquel hombre, contra todos los hombres y su sucia maldad, sus odios incansables, sus sangrientas locuras.
Pero la tetera empezaba a silbar sobre la estufa. Volvió a servir té a Balducci, dudó un instante y sirvió de nuevo al árabe que bebió con avidez por segunda vez. Al levantar los brazos se entreabría su chilaba y el maestro pudo ver su pecho flaco y musculoso.
—Gracias, hijo —dijo Balducci—. Y ahora me largo.
Se levantó y se dirigió hacia el árabe sacando un cordel de su bolsillo.
—¿Qué haces? —preguntó secamente Daru.
Balducci, sorprendido, le mostró la cuerda.
—No es necesario.
El viejo gendarme titubeó.
—Como quieras. Me imagino que estás armado.
—Tengo mi escopeta de caza.
—¿Dónde?
—En el baúl.
—Deberías tenerla cerca de la cama.
—¿Por qué? No tengo nada que temer.
—Estás loco, hijo. Si se rebelan, nadie estará a salvo, estamos todos en el mismo saco.
—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.
Balducci se echó a reír y luego de repente los bigotes volvieron a cubrir sus dientes todavía blancos.
—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo digo. Siempre has estado algo majara. Y por eso te aprecio, porque mi hijo era también así.
Al mismo tiempo, sacó el revólver y lo dejó sobre el escritorio.
—Guárdalo. De aquí a El Ameur no tengo necesidad de dos armas.
El revólver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió su olor a cuero y a caballo.
—Escucha, Balducci —dijo Daru de repente—. Todo esto me asquea, y lo que más me asquea de todo es el tipo éste. Pero no iré a entregarle. Si es necesario combatiré. Pero esto no.
El viejo gendarme se mantenía frente a él y le miraba con severidad.
—Estás haciendo tonterías —dijo lentamente—. A mí tampoco me gusta esto. A pesar de los años nunca se acostumbra uno a pasarle una cuerda a un hombre, incluso da vergüenza, sí. Pero no se les puede dejar hacer lo que quieran.
—No iré a entregarle —repitió Daru.
—Es una orden, hijo. Te lo repito.
—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: no le entregaré.
Balducci hizo un visible esfuerzo de reflexión. Miró al árabe y a Daru. Al fin se decidió:
—No. No les diré nada. Si no quieres cooperar, haz lo que quieras, no te denunciaré. Tengo órdenes de entregar al prisionero y eso es lo que hago. Y ahora me vas a firmar un papel.
—Es inútil. No voy a negar que me lo has entregado.
—No te portes mal conmigo. Ya sé que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un hombre. Pero tienes que firmar, son las normas.
Daru abrió su cajón, sacó un pequeño frasco de tinta violeta, el palillero de madera roja con el plumín estilo sargento que utilizaba para trazar los modelos de caligrafía y firmó. El gendarme dobló cuidadosamente el papel y lo guardó en su portafolios. Después se dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño —dijo Daru.
—No —dijo Balducci—. No es necesaria tanta cortesía. Me has insultado.
Miró al árabe, inmóvil en el mismo lugar, suspiró con aire pesaroso y se volvió hacia la puerta: «Adiós, hijo», dijo. La puerta batió tras él. Balducci surgió del otro lado de la ventana y desapareció. Sus pasos se ahogaron en la nieve. El caballo se agitó detrás de la pared y las gallinas se alborotaron. Un instante después, Balducci volvió a pasar delante de la ventana llevando al caballo por la brida. Fue avanzando hacia el terraplén sin volverse, desapareció primero y el caballo le siguió. Una piedra gruesa rodó blandamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que no apartaba la mirada de él. «Espera», dijo el maestro en árabe, y se dirigió hacia la habitación. En el momento de cruzar el umbral tuvo un reflejo, fue hacia el escritorio, cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entró en su habitación.
Permaneció tendido largo rato en el diván, viendo cómo el cielo se iba cerrando poco a poco, escuchando el silencio. Lo que más penoso le había parecido a su llegada, después de la guerra, había sido aquel silencio. Había solicitado un puesto en aquella pequeña ciudad al pie de los contrafuertes que separan el desierto de los altos páramos. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras hacia el norte, rosadas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Le habían destinado en un puesto más al norte, en los mismos páramos. Al principio, la soledad y el silencio en aquellas tierras ingratas que únicamente habitaban las piedras le habían sido duros. A veces, algunos surcos hacían pensar en cultivos, pero habían sido cavados para extraer cierta piedra adecuada para la construcción. Allí solamente se labraba la tierra para cosechar guijarros. Otras veces se arrancaban algunos puñados de tierra, acumulada en las hondonadas, para nutrir los escuálidos huertos de las aldeas. Así era, las tres cuartas partes de la comarca estaban cubiertas de guijarros. Allí las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los hombres pasaban, se amaban o se lanzaban dentelladas a la garganta, y después morían. En aquel desierto nadie era nada, ni él ni su huésped. Y sin embargo, Daru sabía que ni el uno ni el otro hubieran podido vivir de verdad fuera de aquel desierto.
Cuando se levantó no llegaba ningún ruido procedente del aula. Se alegró del franco júbilo que le invadió al pensar que el árabe pudiera haber huido, y que se iba a encontrar solo, sin tener que decidir nada. Pero el prisionero estaba allí. Únicamente se había acostado todo a lo largo entre la estufa y el escritorio. Miraba el techo con los ojos abiertos. En aquella postura se veían sobre todo sus labios abultados que le daban un aspecto burlón. «Ven», dijo Daru. El árabe se levantó y le siguió. El maestro le señaló una silla cerca de la mesa, bajo la ventana de la habitación. El árabe se acomodó sin dejar de mirar a Daru.
—¿Tienes hambre?
—Sí —dijo el prisionero.
Daru instaló dos cubiertos. Tomó harina y aceite, amasó una torta en una fuente y encendió el hornillo de butano. Mientras la torta se cocía salió para volver con queso, huevos, dátiles y leche condensada que había cogido del cobertizo. Cuando la torta terminó de cocerse la puso a enfriar en el pretil de la ventana, calentó la leche condensada disuelta en agua y para terminar batió una tortilla con los huevos. En uno de sus movimientos se topó con el revólver que tenía hundido en el bolsillo derecho. Dejó el tazón, pasó al aula y puso el revólver en el cajón del escritorio. Cuando regresó a la habitación la noche estaba cayendo. Encendió la luz y sirvió al árabe. «Come», dijo. El otro tomó un pedazo de torta, se lo llevó rápidamente a la boca y se detuvo.
—¿Y tú? —dijo.
—Después de tí. Yo también comeré.
Los abultados labios se abrieron un poco. El árabe titubeó y luego mordió resueltamente la torta.
Cuando terminaron de comer, el árabe miró al maestro.
—¿Eres tú el juez?
—No, yo te guardo hasta mañana.
—¿Por qué comes conmigo?
—Tengo hambre.
El otro se calló. Daru se levantó y salió. Regresó del cobertizo con un catre de campaña, le extendió entre la mesa y la estufa, perpendicular a su propio lecho. De una maleta grande que servía, de pie en un rincón, de estantería para los archivos, sacó dos mantas y las dispuso sobre el catre. Después se detuvo, se sintió inactivo, se sentó en su cama. Ya no había más que hacer ni que preparar. Había que mirar a aquel hombre. Por lo tanto le miró, intentando imaginarse aquel rostro arrebatado por el furor. No lo conseguía. Únicamente veía su mirada, a la vez sombría y brillante, y su boca de animal.
—¿Por qué le mataste? —preguntó con una voz cuya hostilidad le sorprendió.
El árabe apartó la mirada.
—Se escapó. Eché a correr detrás de él.
Alzó los ojos hacia Daru. Estaban llenos de una especie de interrogación infeliz.
—¿Qué me van a hacer ahora?
—¿Tienes miedo?
El otro se irguió apartando los ojos.
—¿Lo lamentas?
El árabe, con la boca abierta, no le miró. Aparentemente no comprendía nada. La irritación se iba apoderando de Daru. Al mismo tiempo se sentía torpe y crispado dentro de su corpachón, atrapado entre las dos camas.
—Túmbate ahí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.
El árabe no se movió. Se dirigió a Daru:
—¡Oye!
El maestro le miró.
—¿Vuelve mañana el gendarme?
—No lo sé.
—¿Vienes con nosotros?
—No lo sé. ¿Por qué?
El prisionero se levantó y se tumbó sobre las mismas mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla eléctrica le caía justo en los ojos y los cerró al momento.
—¿Por qué? —repitió Daru, de pie delante del catre.
El árabe abrió los ojos bajo la luz cegadora y le miró esforzándose por no pestañear.
—Ven con nosotros —dijo.
Más tarde, en medio de la noche, Daru seguía sin poder dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: normalmente se acostaba desnudo. Pero cuando se encontró sin ropa en medio de la habitación dudó unos instantes. Se sintió vulnerable y le vino la tentación de volver a vestirse. Después se encogió de hombros; se había visto en otras y si era necesario haría pedazos al adversario. Le podía observar desde su cama, tendido de espaldas, aún inmóvil y con los ojos cerrados bajo la luz violenta. Cuando Daru apagó la luz, las tinieblas parecieron congelarse de golpe. Poco a poco la noche resucitó en la ventana, donde el cielo sin estrellas se agitaba blandamente. El maestro distinguió pronto el cuerpo tendido delante de él. El árabe seguía sin moverse pero sus ojos parecían abiertos. Un viento tenue rondaba alrededor de la escuela. Quizá despejaría las nubes y volvería el sol.
El viento aumentó durante la noche. Las gallinas se removieron un poco, luego callaron. El árabe se volvió de lado presentando la espalda a Daru, y éste creyó oírle gemir. Después estuvo al acecho de su respiración, más fuerte y regular. Escuchó aquel aliento cercano y soñaba sin poder dormirse. En la habitación, donde hacía un año que dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero le molestaba también porque le imponía una especie de fraternidad que en las circunstancias presentes rechazaba, y que conocía bien: los hombres que comparten la misma habitación, soldados o prisioneros, quedan unidos por un extraño lazo, como si se despojaran de sus armaduras al mismo tiempo que de sus vestidos, y como si cada noche se juntaran, por encima de sus diferencias, en la antigua comunidad del sueño y la fatiga. Pero Daru despejó esos pensamientos, no le gustaban esas tonterías, tenía que dormir.
Sin embargo, algo más tarde, cuando el árabe se agitó imperceptiblemente, el maestro seguía sin poder dormir. Al segundo movimiento del prisionero se puso tenso, en alerta. El árabe se incorporó lentamente sobre un brazo, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado sobre la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cabeza hacia Daru, como si estuviera escuchando con la mayor atención. Daru no se movió: se le acababa de ocurrir que el revólver se había quedado en el cajón del escritorio. Más valía actuar enseguida. Sin embargo continuó observando al prisionero, que, con el mismo movimiento sin roces, había plantado los pies en el suelo y, después de esperar un rato, comenzaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarle cuando el árabe empezó a andar, esta vez con un paso natural, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo, que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió tirando de la puerta tras de él, sin llegar a cerrarla. Daru no se movió. Únicamente pensó: «Se escapa. Un problema menos.» Sin embargo aguzó el oído. Las gallinas no se movían: por lo tanto el otro estaba en el campo. Entonces le llegó un débil ruido de agua y no entendió de qué se trataba hasta que el árabe apareció otra vez en el marco de la puerta, la volvió a cerrar con cuidado y se acostó de nuevo sin un ruido. Daru entonces le volvió la espalda y se durmió. Más tarde aún le pareció oír desde el fondo del sueño unos pasos furtivos alrededor de la escuela. «Estoy soñando, estoy soñando», repitió. Y dormía.
Cuando se despertó el cielo se había despejado; por entre las juntas de la ventana entraba un aire frío y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, totalmente entregado al sueño. Pero cuando Daru le sacudió tuvo un sobresalto terrible, mirando a Daru sin reconocerle, con ojos dementes, y una expresión tan aterrorizada que el maestro retrocedió un paso. «No tengas miedo. Soy yo. Hay que comer.» El árabe sacudió la cabeza y dijo sí. La calma volvió a su rostro pero su expresión seguía ausente y distraída.
El café estuvo listo. Lo bebieron sentados ambos en el catre de campaña, mordisqueando un pedazo de torta. Después Daru acompañó al árabe al cobertizo y le mostró el grifo donde él se aseaba. Regresó a la habitación, recogió las mantas y el catre, hizo su propia cama y puso orden en el cuarto. Entonces salió a la explanada pasando por la escuela. El sol se alzaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba el páramo desierto. La nieve se fundía en algunos lugares de la ladera. De nuevo iban a aparecer las piedras. En cuclillas, al borde del terraplén, el maestro contempló la extensión desierta. Pensó en Balducci. Le había ofendido, le había despedido de manera desagradable, como si no quisiera que le metieran en el mismo saco que él. Volvió a oír la despedida del gendarme y, sin saber por qué, se sintió extrañamente vacío y vulnerable. En aquel momento, del otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru le escuchó, casi a pesar suyo, después, furioso, tiró una piedra que silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen estúpido de aquel hombre le sublevaba, pero entregarle era contrario al honor: sólo pensarlo le volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y también le maldecía a él, que se había atrevido a matar sin haber sabido huir. Daru se levantó, dio vueltas en círculo en el terraplén, después esperó, inmóvil, y finalmente volvió a entrar en la escuela.
Inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo el árabe se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miró y después dijo: «Ven». Regresó a la habitación precediendo al prisionero. Se puso un chaquetón de caza por encima de su guardapolvos y se calzó unos zapatos de monte. Esperó fuera, de pie, a que el árabe se pusiera su fez y sus sandalias. Pasaron a la escuela y el maestro señaló la salida a su compañero: «Ve andando», dijo. El otro no se movió. «Te sigo», dijo Daru. El árabe salió. Daru volvió a la habitación para hacer un paquete con galletas, dátiles y azúcar. Antes de salir titubeó unos segundos en el aula, delante de su escritorio, después cruzó el umbral de la escuela y cerró la puerta. «Es por allí», dijo. Tomó la dirección del este, seguido del prisionero. Pero a poca distancia de la escuela le pareció oír un leve ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos para inspeccionar los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe le veía actuar sin comprender aparentemente nada. «Vamos», dijo Daru.
Anduvieron durante una hora y descansaron cerca de una especie de pitón calizo. La nieve iba fundiéndose cada vez más deprísa, el sol se bebía los charcos al instante, limpiaba a toda velocidad el páramo que, poco a poco, se secaba y vibraba como el mismo aire. Cuando prosiguieron su ruta, el suelo resonaba bajo sus pasos. De vez en cuando un ave rasgaba el espacio delante de ellos con un grito alegre. Daru bebía la luz fresca con profundas inhalaciones. Una suerte de exaltación nacía en él delante de aquel gran espacio familiar, ahora casi enteramente amarillo, bajo la cúpula de cielo azul. Anduvieron todavía una hora más, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de prominencia chata, hecha de rocas friables. A partir de allí, en dirección este, el páramo se inclinaba hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles esqueléticos y, en dirección sur, hacia un caos rocoso que daba un aspecto atormentado al paisaje.
Daru inspeccionó las dos direcciones. Sólo el cielo cerraba el horizonte donde no asomaba ni un ser viviente. Se volvió hacia el árabe, que le miraba sin comprender. Daru le ofreció un paquete: «Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Podrás aguantar un par de días. Toma mil francos también.» El árabe cogió el paquete y el dinero pero conservando sus manos llenas a la altura del pecho, como si no supiera qué hacer con lo que le daban. «Ahora mira —dijo el maestro mostrándole la dirección del este—, ésa es la ruta de Tinguit. Hay dos horas de camino. En Tinguit está la administración y la policía. Te esperan.» El árabe miró hacia el este, manteniendo contra su cuerpo el paquete y el dinero. Daru le tomó por el brazo y le obligó a girar bruscamente un cuarto hacia el sur. Al pie de la ladera en la que se encontraban se adivinaba un camino apenas dibujado. «Ésa es la pista que cruza los páramos. A un día de marcha de aquí encontrarás pastizales y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán cobijo, según su ley.» El árabe se había vuelto hacia Daru y una especie de pánico asomó a su rostro: «Escúchame», dijo. Daru sacudió la cabeza: «No, cállate. Ahora te dejo». Le volvió la espalda y se alejó dos largos pasos en dirección a la escuela, luego miró con aire indeciso al árabe inmóvil y se marchó. Durante algunos minutos sólo escuchó sus propios pasos sonoros sobre la tierra fría y no volvió la cabeza. Sin embargo, al cabo de un momento se dio la vuelta. El árabe seguía allí, en lo alto de la colina, ahora con los brazos a lo largo del cuerpo, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Lanzó un juramento de impaciencia, hizo un gran ademán con las manos y se alejó. Ya estaba lejos cuando de nuevo se detuvo a mirar. En la colina no había nadie.
Daru titubeó. Ahora el sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a morderle la frente. Volvió sobre sus pasos, al principio algo incierto, después con mayor decisión. Cuando llegó a la pequeña colina chorreaba de sudor. La subió a toda prisa y se detuvo sin aliento en la cumbre. Al sur, los campos de roca se dibujaban con nitidez contra el cielo azul, pero en la llanura, al este, empezaba a levantarse un vaho de calor. Y en aquella bruma ligera, con el corazón acongojado, Daru descubrió al árabe andando lentamente camino de la prisión.
Algo más tarde, de pie frente a la ventana del aula, el maestro contemplaba sin verla la luz tierna que saltaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la llanura. Detrás de él, en la pizarra, entre los meandros de los ríos franceses, trazada con tiza por una mano poco hábil, se veía la inscripción que acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru contemplaba el cielo, la llanura y, más allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquella vasta región que tanto había amado se encontraba solo.

«JARDINES EFÍMEROS (ME ACUERDO)» - JAVIER SERRANO SÁNCHEZ

... así empieza la obra Jardines efímeros (me acuerdo), de Javier Serrano Sánchez, ya en librerías y en www.librosdeitaca.com ...


1
… me acuerdo de que en el colegio, en aquellos fríos días
de invierno, algunos de mis compañeros llevaban
puesto el pijama debajo de la ropa…

2
… me acuerdo del pegamento Imedio…

3
… me acuerdo de que cuando tenías una mancha en la cara
tu madre te la quitaba con un dedo mojado de saliva…

4
… me acuerdo de las pelotas azules de Nivea…

5
… me acuerdo de unas pelusas voladoras a las que
llamábamos «molinillos de viento» y que viajaban
suspendidas en el aire. Si conseguías atrapar un
«molinillo de viento», podías pedir un deseo y se te
concedía…

6
… me acuerdo de haberme sentido un delincuente
ante la mirada de la policía…

7
… me acuerdo de los coches de choque,
de la música,
de las luces
y de los tipos duros…


«JARDINES EFÍMEROS (ME ACUERDO)» - JAVIER SERRANO SÁNCHEZ

Ya está a la venta la obra titulada Jardines efímeros, que sigue la estela que dejó el norteamericano Joe Brainard con su original y aparentemente simple obra titulada I remember, editada en 1970, y continuada después por el francés Georges Perec en su libro Je me souviens (1978). «Siento que realmente no estoy escribiéndolo, sino que más bien soy yo el que está siendo escrito. Siento también que trata sobre todos los demás tanto como sobre mí mismo, y eso me agrada», escribía el de Arkansas.
Jardines efímeros es un cajón de sastre de reminiscencias individuales y a menudo colectivas, generacionales a veces (de esa generación que nació a finales de los 60), un collage de fogonazos que comienzan con el evocador «… me acuerdo…», una miscelánea de recuerdos que remiten a distintas épocas y lugares, recuerdos a veces tristes, incluso trágicos, y otras divertidos; una mixtura de personas y personajes, de fragmentos de películas y de libros, de lugares físicos y lugares comunes, de olores y sabores, de programas de televisión y de radio… que afloran, que regresan al presente, revelados sin ningún orden ni lógica por el azar o la asociación de ideas, o que, parafraseando a Perec, por un milagro son arrancados de su insignificancia y reencontrados por unos instantes, provocando unos segundos de una impalpable y pequeña nostalgia.
Jardines efímeros o la persistencia de un estímulo a través del tiempo, más allá de su presencia física; un viaje al pasado, un ir y venir por aquellos jardines efímeros por los que nunca más se ha de transitar y que sin embargo siempre permanecerán ahí.

El libro se puede adquirir en librerías y en la página web de la editorial: www.librosdeitaca.com


«EL GRAN INQUISIDOR» - FIÓDOR DOSTOIEVSKI

Incluido en «Los hermanos Karamazov».

Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al desaparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignaos, aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la Tierra.
 Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
 No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
 Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
 El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor, cúrame para que pueda verte!”. Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!”.
 Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
 —¡Él resucitará a tu hija! —le grita el pueblo a la desconsolada madre.
 El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
 Pero la madre profiere:
 —¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
 Y se prosterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).
 La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
 En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.
 Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
 —¡Prendedle!— les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.
 Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
 Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
 Muere el día, y una noche de luna, una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
 De pronto, en las tinieblas se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos del umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lentamente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
 —¿Eres Tú, en efecto?
 Pero, sin esperar la respuesta prosigue:
 —No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda...
 Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
 —El Espíritu terrible e inteligente — añade, tras una larga pausa —, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y las Escrituras atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo en aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de las Escrituras, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la Tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia. ¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...
    Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no les permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras”. Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que “no solo de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que solo hay hambrientos. “Dales pan si quieres que sean virtuosos”. Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos —huyendo aún de la persecución, del martirio—, para gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!”. Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y pan!”. Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca —¡nunca!— sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que —¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles!— nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
 Como ves, la primera de las tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!”. Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la Tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir, preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?”. Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la Tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos —haciéndoles felices —: el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos”. Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la Tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
    Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiada poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la Tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.
 La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfecho del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata sólo de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él...; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo —¡ocho siglos!— que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la Tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la Tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la Tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la Tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
 Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia —los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia—; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te enorgulleces de tus elegidos, pero son una minoría: nosotros les daremos la paz y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causarlos con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros —los más—, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”.
 No se les ocultará que el pan —obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en hogazas, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada lo dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad, no como Tú el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con qué facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero les organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar —¡su naturaleza es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
 Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz, pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te atreves!”. No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.
 Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.
     Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
 El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca..., nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad”. El preso se aleja.
¿Y el anciano?
El beso arde en su corazón, pero el anciano se sigue aferrando a su idea.