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"CONTINUIDAD EN LOS PARQUES" - JULIO CORTÁZAR


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

CARTA DE JULIO CORTÁZAR A JUAN JOSÉ ARREOLA

Esta es la carta de elogio que dirigió Cortázar a Arreola en 1954, tras haber leído dos de las obras de éste, "Varia invención" y "Confabulario".
En ella Cortázar compara el cuento con la novela y la poesía. Afirma que el cuento está mucho más cercano a la poesía que a la novela, y que un error cometido a menudo es escribir un relato con la mentalidad del que va a escribir una novela. Pero leamos lo que dice la carta:

"París, 20 de septiembre de 1954

Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver “Gone with de Wind” que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos terribles de “Un chien andalou”. El resultado es que los cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!). ¿No deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos, como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos cuentistas.
Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de concentración, de “ataque”. Y me parece que lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace de que usted posee lo que Rimbaud llamaba “le lieu et la formule”, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay, por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos —y releer los que más me gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo—, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? Juegan al fútbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven —y esto es capital— que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta, pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos. En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia Invención, donde habla de “balbuceo”), donde se ve cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el cuento se queda con una pata en el aire (“El Fraude”, por ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi totalidad de los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en los bordes (2 puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Yo empiezo a leer “De balística” —no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco—, o “El lay de Aristóteles”, y se acabó: instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la otra). ¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además en la poesía —por lo menos escribo poemas—, no he podido advertir hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los “cuentos poéticos” me producen más horror que la fiebre amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad
dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el rodeo del que prepara literariamente su terreno y “crea una atmósfera”, como si la atmósfera no debiera ser el cuento mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe “El rinoceronte”, le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de diez minutos le van a avisar que la comida está pronta. El “extrañamiento”, el traspaso al cuento es fulminante. Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro palabras y zás, adentro. Pero vale la pena ser comido por usted.
Como esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su brevedad. Quizá con excepción de “El cuervero”, tan sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. “Sinesio de Rodas”, por ejemplo —que como otras cosas suyas me hace pensar en Borges, y creo que no es poco decir—, y el conmovedor y hermosísimo “Epitafio”, que me trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito, con toda su dolida humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y sentimentales.
Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.

Su amigo,
Julio Cortázar"

"CASA TOMADA" - Julio Cortázar


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

JULIO CORTÁZAR


AMOR 77

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman,se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

THE CANARY MURDER CASE II
(extraído de "Último round", vol. 2)

Es terrible, mi tía me invita a su cumpleaños, yo le compro un canario de regalo, llego y no hay nadie, mi almanaque es defectuoso, al volver el canario canta a chorros en el tranvía, los pasajeros entran en amok, le saco boleto al animal para que lo respeten, al bajarme le doy con la jaula en la cabeza a una señora que se vuelve toda dientes, llego a casa bañado en alpiste, mi mujer se ha ido con un escribano, caigo rígido en el zaguán y aplasto al canario, los vecinos claman por la ambulancia y se lo llevan en una tablita, me quedo toda la noche tirado en el zaguán comiéndome el alpiste y oyendo el teléfono en la sala, debe ser mi tía que llama y llama para que no vaya a olvidarme de su cumpleaños, ella siempre cuenta con mi regalo, pobre tía.

CORTÍSIMO METRAJE

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror crece poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no ha que descuidarse.