"EL NACIMIENTO DE UNA CONTRACULTURA" (3) - THEODORE ROSZAK


A continuación un fragmento del libro "El nacimiento de una contracultura" de Theodore Roszak, de Editorial Kairós. Se trata en concreto de un texto obtenido del capítulo 2, que lleva un título entre poético y de ciencia-ficción: "Una invasión de centauros". Dice así:

"Conforme el pensamiento científico o cuasi-científico se ha ido extendiendo en nuestra cultura, desde las ciencias físicas a las llamadas del comportamiento, y por último a la misma formación en artes y letras, se ha impuesto simultáneamente la tendencia a considerar todo lo que la consciencia despierta no pone de manera total y clara a disposición de la manipulación empírica o matemática, como categoría negativa, como cubo de basura cultural en el que hay que arrinconar todo eso llamado «lo inconsciente», «lo irracional», «lo místico» o, simplemente, «lo puramente subjetivo». Comportarse según estos confusos estados de consciencia revela, en el mejor de los casos, la presencia de una divertida especie de excentricidad, y en el peor, una locura galopante. Al contrario, se supone que el comportamiento normal, valioso, productivo, mentalmente sano, socialmente respetable, intelectualmente defendible, decente y práctico no tiene nada que ver con la subjetividad. Cuando nos decimos unos a otros que hemos de «ser razonables», .hablar con propiedad», «tener los pies en el suelo», «atenerse a los hechos», «ser realistas», etc., queremos indicar que es conveniente evitar el hablar de sentimientos «íntimos», de las cosas que uno siente por dentro, y que hemos de mirar el mundo más o menos como un ingeniero contempla una obra en construcción o un físico el comportamiento de las partículas atómicas. Nos parece que las cosas realmente valiosas provienen de este último modo de actividad mental (conocimiento, solución de problemas, realizaciones brillantes, dinero, poder), mientras que cualquier cosa improductiva proviene de deambular en el vacío de los «simples sentimientos». Los más lúcidos admitirán incluso la licitud de dejar a los artistas contemplar la luna y soñar despiertos. El mundo, como sabe cualquier hombre práctico, puede funcionar perfectamente sin poemas y sin pinturas; pero sin pantanos, carreteras, bombas y una política seria y responsable, no. El arte es para las horas de ocio, para el tiempo que deja libre el tratar de la realidad y de las necesidades.
En los últimos capítulos volveremos a insistir en consideraciones más completas sobre la visión científica del mundo y sus fallos. Lo dicho ahora pretende solamente sugerir la dificultad que tiene la contracultura para determinar en forma clara sus ideas y proyectos. Se ha apartado tanto de nuestras tendencias culturales actuales que apenas puede decir una palabra sin caer en un lenguaje completamente extraño. Los jóvenes empiezan a hablar de que, en un mundo que entiende la sociedad como simple auxiliar adjunto cada día más subordinado a un gigantesco mecanismo tecnológico que exige constante e instantánea coordinación del centro, cosas tales como «comunidad» y «democracia de participación» son totalmente impracticables. De esta manera, vuelven a un estilo de relaciones humanas característico de la aldea y la tribu, insistiendo en que la única política de hoy es aquella que lleva a la confrontación profundamente personal con todas estas envejecidas formas sociales. ¿Y dónde encontrar el camino de acceso a la comprensión de ese ideal tan entrañable en un mundo dominado por enormes abstracciones políticas enmascaradas tras relucientes símbolos propagandísticos, eslóganes y mediciones estadísticas: nación, partido, corporación, área urbana, gran alianza, mercado común, sistema socio-económico...? Falta en nuestra cultura la simple consciencia de los hombres y las mujeres tal como son en su vida cotidiana, que ha sido desplazada por esas gigantescas ficciones. Afirmar que la esencia de la sociabilidad humana es, sencillamente, la abierta comunicación de hombre a hombre y no la realización de prodigiosas hazañas técnicas y económicas, ¿no es un puro absurdo?
Por otra parte, ¿qué significa afirmar la primacía de las facultades no intelectivas, sino poner en tela de juicio todos nuestros valores culturales, entre otros, sobre todo, el de «razón» y el de «realidad»? Negar que el verdadero yo es este pequeño y simple átomo de objetividad viva que cada uno pilotamos diariamente mientras construimos puentes y carreteras es, sin duda, tomar el camino mejor y más rápido para acabar en una clínica de psicopatología. Es atacar a los hombres en el meollo mismo de su sistema de seguridad negando la validez de todo lo que quieren decir cuando pronuncian la más preciada palabra de su vocabulario, la palabra .«Yo». Y, sin embargo, esto es lo que hace la contracultura cuando, con sus místicas tendencias o la experiencia de la droga, acomete contra la realidad del ego que es, hoy, una unidad de identidad puramente cerebral. Al hacerlo, de nuevo trasciende la consciencia de la cultura dominante y corre el riesgo de parecer un ejercicio extravagante de perversos sinsentidos.
De todas formas, ¿qué otra perversidad, audaz y esperanzadoramente humana, puede lanzar un desafío radical a la tecnocracia? Si la desgraciada historia de la revolución en los último cincuenta años nos enseña algo, es precisamente la inutilidad de una política centrada exclusivamente en derrocar gobiernos, clases dirigentes o sistemas económicos. Son los fundamentos del edificio lo que hemos de buscar. Esa actividad política termina, al cabo, reconstruyendo las torres y castillos de la ciudadela tecnocrática. Sus fundamentos están entre las ruinas de la imaginación visionaria y el sentido de la comunidad humana. Ciertamente, esto es lo que Shelley ya veía en los primeros días de la Revolución Industrial cuando proclamó que, en defensa de la poesía, hemos de implorar la «luz y el fuego de las regiones eternas donde la facultad de cálculo no se atreve a remontar el vuelo con sus alas de lechuzas».

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