Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de
un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el
cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en
retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en
el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana,
que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que
esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible,
pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un
título inexpresivo.
Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas
quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que
tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e
impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te
resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de
un modo natural, que nadie te ordene nada pero que sepas, simplemente, qué ha
de suceder cada día.
Que una noche te despierte el rumor del roce de las
sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo desnudo y cálido; que la mujer
o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante pese a la
evidencia de su entrega; que su piel tenga el sabor y los detalles de lo
conocido; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el
aire usado, la devolución de un aliento vivido.
Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una
revelación inminente, y que no llegue.
Que esa noche puedan ser varias noches o una sola
interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero
siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio
elocuente que agradezcas. Que en la facilidad del contacto, en el modo en que
la busques cada vez, te acoples, y finalmente la penetres, exista una
naturalidad implacable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual que reconozcas
pero no puedas describir. Que ella se vuelque una y otra vez sobre ti, como
oleadas de cálida memoria que te invadieran desde los sentidos; que su lengua
te acaricie el interior de la boca como si no estuvieras allí y sólo existiera
el tanteo dulce e insistente en tu secreta oscuridad tras algo perdido que tú
poseas y ella busque para mostrarte; que sus pechos te revelen, sutiles, lentos
y fugaces, el vello erizado de propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje
con leves contactos espaciados, apenas pespuntes que evoquen un dolor ambiguo;
que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar
tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas
de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto
suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese cuerpo y
su influencia como de una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese
centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado
al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana
en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.
Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo
pueble desde entonces.
Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés
pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida,
que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad
sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados,
vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se
te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro
y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te
haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:
—Todo tuyo, Subjuntivo.
Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo,
con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga
sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que
reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el
interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna
forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el
interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un
repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se
aterroricen. Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado
Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi
casualmente:
—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos
dos... Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento
de la foto.
Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el
rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente
agregue:
—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos
semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en
este dificio, puestos a tu disposición.
—¿Una especie de test? —acaso preguntes.
—Supongamos que sí —se te conceda.
—Supongamos que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a
parodiar.
—...Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto
haya acabado —acaso concluya él.
Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de
dragones, y te deje solo.
Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes
la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable
aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te
empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese
extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.
Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas
diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día
y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que
durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego
al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento
desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a
ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.
Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y
utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos
completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los
recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad
de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese
teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y
finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a
reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus
peripecias: huida, captura y desaparición— y que te atrevas a pedir una reunión
con Subjuntivo para mostrarle tus logros.
Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas
con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas
terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te
diga que nunca hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por
segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo
sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. Que
saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma
que la anterior pero ampliada —que se pueda ver ahora el signo del dragón
tauado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados—
y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer
plano, de espaldas pero reconocible —sobre todo para ti— disparándole a los dos
aterrorizados.
Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.
Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que
Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.
Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que
acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la
tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no
de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te
encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:
—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no
lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso
no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido
accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no
hayamos querido matarte en la ignorancia —esa forma sutil y tramposa de la
inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor,
te otorgaras alguna razón mentirosa.
Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos
de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te
desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las
claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. Supongamos que hayamos
creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo
en este momento.
Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que
cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero
sí entiendas por qué.
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