El texto titulado «El asesino desinteresado Bill Harrigan» forma parte de la obra Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges.
Billy the Kid (circa 1879) |
El desierto veteado de
metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años
debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes—"sin contar
mejicanos".
El estado larval
Hacia 1859 el hombre que
para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo
subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés,
pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado
que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser
blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la
pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban
entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel
fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de
un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después
a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también
famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla
de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un
transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida
los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un
sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de
aprendizaje de Bill Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las
ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que
eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
Go west!
Si los populosos teatros
del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban «¡Alcen el trapo!" a la menor
impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la
facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás
de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los
ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del
bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las
ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la
desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de
los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado
pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa
progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de
una celda rectangular.
Demolición de un
mejicano
La Historia (que, a
semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes
discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el
todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche
del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (New México). La tierra es
casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones
de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la
tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos
caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único
mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen
ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un
borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses,
que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill
Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par
de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo.
Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos,
felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos
caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz
del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja.
Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés
desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo.
Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente
que el Dago—el Diego—es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación
retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha
disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el
hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto
lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice. "Pues yo
soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando,
insignificante.
Ya se adivina la apoteosis.
Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies.
Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para
significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese
alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello,
acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme
hasta la aurora —ostentosamente.
Muertes porque sí
De esa feliz detonación
(a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo
Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de
frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la
manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de
Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue
acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy, puso en los
mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras
que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los
troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a
ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico
lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio,
organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin,
asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló,
fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera.
Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he
ejercitado mucho la puntería, matando búfalos." "Yo la he ejercitado
más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son
irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes— "sin
contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo:
el coraje.
La noche del veinticinco
de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle
principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las
lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un orredor, sacó
el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete
se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El
pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas.
La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron
acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de
cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo
envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera
del mejor almacén.
Hombres a caballo o en
tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que
maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario