«EL DESBARRANCADERO» (I) - FERNANDO VALLEJO

Fragmentos de la novela de Fernando Vallejo, El desbarrancadero, galardonada con el Premio Rómulo Gallegos 2003 y publicada por Alfaguara:

«Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la gravedad. Sin fe no se puede vivir».

«-Hombre, Darío, la próstata es un órgano estúpido. Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los hombres, y como no sea para la reproducción no sirve para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pronto mejor, no bien nazca el niño y antes de que madure y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto estorbo, podrá correr más ligero el angelito y no tendrá ocasión de hacer el mal.
Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con la naturalidad de la beata que comulga todos los días, le fui explicando el plan mío que constaba de los siguientes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina, que nunca se había usado en humanos pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la diferencia entre la humanidad y los bovinos como no sea que las mujeres producen con dos tetas menos leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sacarle la próstata. Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro, publicar en El Colombiano, el periódico de Medellín, el consabido anuncio de «Gracias Espíritu Santo por los favores recibidos». Y quinto, irnos de rumba a la Cóte d'Azur».

«Todo lo que tuvo se lo gastó y nada les dejó a los gusanos».

«Y abajo España, país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!».

«Hay una edad en el ciclo vital del Homo sapiens en que el rey de la creación empieza a levantarse temprano, no bien rompe la mañana, a recoger el periódico que le acaban de echar por debajo de la puerta y lo abre con avidez a ver quién se murió. Hombre, cuando uno llega a eso ya el muerto es uno».

«Ahí, instalados en esa atalaya desde donde dominábamos a Colombia y sus miserias, hablábamos por horas y horas de nuestra pobre patria, de nuestra patria exangüe que se nos estaba yendo entre derramamientos de sangre y de petróleo saqueada por los funcionarios, sobornada por el narcotráfico, dinamitada por la guerrilla, y como si lo anterior fuera poco, asolada por una plaga de poetas que se nos vinieron encima por millones, por trillones, como al Egipto bíblico la plaga de la langosta. Pero la última vez que conversamos me cambió el tema.
—¿Qué habrá después de la muerte, m'hijo? —me preguntó.
—Nada, papi —le contesté—. Uno no es más que unos recuerdos que se comen los gusanos. Cuando vos te murás seguirás viviendo en mí que te quiero, en mi recuerdo doloroso, y después cuando yo a mi vez me muera, desaparecerás para siempre.
—¿Y Dios?
—No existe. Y si no, mira en torno, por todas partes el dolor, el horror, el hombre y los animales matándose unos a otros. ¡Qué va a existir ese asqueroso!»

«¡Qué va, Colombia no se acaba! Hoy la vemos roída por la roña del leguleyismo, carcomida por el cáncer del clientelismo, consumida por la hambruna del conservatismo, del liberalismo, del catolicismo, moribunda, postrada, y mañana se levanta de su lecho de agonía, se zampa un aguardiente y como si tal, déle otra vez, ¡al desenfreno, al matadero, al aquelarre! Colombia, Colombina, Colombita, palomita: ¿no es verdad que cuando yo me muera no me vas a olvidar?»

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