"LEPIDÓPTEROS" - JAVIER SERRANO



LEPIDÓPTEROS
por Javier Serrano

El día de su cumpleaños Genoveva tuvo dos certezas: cumplía cuarenta años y su marido ya no la amaba. Tras la ducha y frente al espejo, extendía la crema corporal por toda su piel, recordando cómo aquella mañana su marido había salido de viaje sin darle un beso de despedida. Aquel detalle, en apariencia insignificante, había hecho reflexionar a Genoveva. En quince años de matrimonio, siempre que él se marchaba de viaje, le había dado aquel beso, una parte importante de su liturgia conyugal. Además, ¿cómo era posible que lo hubiera olvidado el día de su cumpleaños? ¿No habría otra? Genoveva observó la imagen desnuda que le devolvía el espejo. Aquel cuerpo, el suyo, era el producto de su lucha diaria por mantenerlo joven. Tan sólo aquella arruga en la frente, descubierta meses atrás, única pero perceptible, delataba su edad. Si Vidal tenía otra, desde luego sería más joven que ella, de eso podía estar segura. Siguió contemplando el cuerpo, recreándose, como si no le perteneciera, acariciándolo con la crema. La verdad es que en los últimos tiempos echaba en falta hacer el amor con más frecuencia; con más pasión, también. Evocaba, con añoranza, los primeros años de novios, aquellos días en que se enganchaban en cualquier lugar, a hurtadillas. Recordó también que hacía dos meses se había comprado un picardías, en raso negro, que había pasado totalmente desapercibido. Como no era derrotista, Genoveva concluyó que, en el peor de los casos, sólo había empezado a perderlo. Todavía estaba a tiempo, bastaría con esforzarse un poco más.
Aquella noche su marido telefoneó, como era habitual, desde Bruselas. Le habló de aburridas reuniones de trabajo, pero no la felicitó. Incluso lo encontró más distante que en otras ocasiones. Aquella noche tuvo problemas para conciliar el sueño.
Al día siguiente, tras la ducha, volvió a ver su imagen reflejada en el espejo. Mientras se daba la crema hidratante, le pareció que aquel espejo deformaba de un modo grotesco su cuerpo. Y, sin embargo, había de reconocer que aquella mujer de cuerpo ancho y bajo era ella misma. Horas más tarde, en la clase de natación, nadó cinco largos más de lo que era habitual en ella.
De nuevo en casa, alguien llamó a la puerta. Un mensajero. Abrió una cajita que venía desde Estados Unidos, empaquetada de un modo especial. Una mariposa muerta con olor a naftalina. Un ejemplar hermoso de mariposa monarca. Ámbar y negro. Una mancha en el centro de sus alas traseras indicaba que se trataba de un macho. Por aquella mancha liberaba sus feromonas. Un texto, en inglés, acompañaba al lepidóptero. Prefería comprarlas muertas a tener que ser ella quien las sacrificara con éter. Recordó que mariposas como aquella fueron liberadas, a puñados, el día de su boda, en la iglesia. Genoveva tomó una caja de madera que tenía preparada y, con minuciosidad, procedió a clavar alfileres a ambos lados de la cabeza, del tórax y del abdomen del insecto. Después, con la ayuda de una pinza, acomodó las alas y colocó nuevos alfileres alrededor, con cuidado de no lastimarlas. Aquella alas eran capaces de llevar al animal, si los vientos eran favorables, desde Estados Unidos hasta Gran Bretaña. Situó el montaje en la pared, junto al resto de mariposas -más de un centenar- y luego estuvo un rato contemplándolo. Las alas desplegadas se asemejaban, en miniatura, a las vidrieras de una catedral. Mientras sus manos y su cabeza habían estado ocupadas, se había olvidado de su marido; ahora, finalizado el proceso, Vidal regresaba a su cabeza.
Algunos días después, al regresar de la clase de baile, encontró un folleto en el buzón. Era la publicidad de un centro de cirugía estética. Como no tenía otra cosa que hacer y la clínica no estaba lejos, decidió acercarse hasta allí. No fue fácil encontrarla. Finalmente, una placa dorada y discreta le indicó que la clínica del Doctor Morello estaba en el segundo derecha. Un diploma acreditaba que aquel hombre de cabeza calva, ojos de crótalo y barba caprina, era un especialista en Cirugía Plástica, Estética y Reparadora. Claro que, por lo inquietante de su aspecto, bien podía ser un echador de cartas o un asesino en serie. Mientras hablaba, sus dedos alargados se entretenían acariciando una masa de silicona transparente. Una hora más tarde, seducida por la oratoria y el tono convincente de la voz de Morello, Genoveva se entregaba a aquellas manos delicadas y recibía la primera dosis de botoína. Una aguja se clavó en su frente, sin demasiado dolor, y Genoveva se acordó de su colección de mariposas disecadas. “Arrugas como esta –explicó Morello- se deben a una gesticulación exagerada o bien a una preocupación excesiva”.
Tal y como prometía la publicidad, a los cinco días la arruga desapareció de la frente de Genoveva. Cuando su marido regresó de Bruselas, se disculpó por el error imperdonable de haber olvidado la fecha de su cumpleaños. Copularon de una manera que a Genoveva le pareció fría –Vidal venía cansado del viaje-, y no hubo ni una sola palabra sobre la arruga.
La vida siguió su curso. Hubo otros viajes y llegaron más lepidópteros. Cierto día, al terminar la clase de natación, una compañera se fijó en el abdomen de Genoveva, justo en la zona donde la piel aparecía flácida. Genoveva aparentó no darle mayor importancia, pero en las clases siguientes sustituyó el bikini por un bañador. La noche en que, como cada semana, Vidal volvió de Bruselas, hicieron el amor y, a petición de ella, lo hicieron completamente a oscuras.
La semana siguiente, él voló otra vez y Genoveva acudió de nuevo a visitar al Doctor Morello. Se cruzó con una mujer con la que había coincidido en la visita anterior: una anciana con el cutis de una adolescente. Un nuevo pinchazo –para la anestesia epidural- hizo que Genoveva se acordara de la mariposa cristal que había disecado la tarde anterior. Después, la grasa fue saliendo, lentamente, por una cánula, y se preguntó qué harían con todo aquel material sobrante. ¿Sería verdad la noticia que un dia dieron por la tele sobre una empresa holandesa que fabricaba alimentos a partir de grasa humana procedente de liposucciones? ¿O más bien se destinaría a la fabricación de cosméticos que luego otras mujeres utilizarían para aparecer más bellas?
Cuando abandonara la clínica, le esperaba un mes con una faja, algo de ejercicio, masajes y cambio de dieta. Genoveva hubiera deseado que Vidal se quejara por la presencia de la faja, eso implicaría que se fijaba en ella, que la amaba. Nada de eso ocurrió.
Cuatro meses después de la primera visita, la arruga reapareció y Genoveva se vio obligada a recurrir otra vez al doctor. Mientras esperaba en una sala, se fijó que casi todos los pacientes de Morello eran mujeres. No sólo eso, los rostros de aquellas mujeres, sin excepción, tenían un cierto parecido, una impronta. Sus nervios faciales, paralizados, conferían intemporalidad a las caras. Nada más entrar en su despacho, Morello se percató de la mirada triste y cansada de Genoveva. Como empezaba a haber confianza, ella le confesó que era por desamor. “Si yo fuera usted, me buscaría un amante”, le propuso el médico, mientras le inyectaba una nueva dosis de bótox. Al cabo de una hora, Morello empezó a extraer la grasa de los párpados de la mujer. Genoveva abandonó la clínica con bolsas de hielo sobre sus ojos. Tampoco en esta ocasión consiguió que, días después, Vidal se fijara en su nueva mirada, mucho más resplandeciente. “Debería seguir los consejos de Morello”, pensó para sus adentros.
Una noche soñó que era una preciosa mariposa, con enormes alas verdosas y de nervios marrones. Volaba entre la noche, sin detenerse. Al final, llegaba otra mariposa, idéntica pero con llamativas colas, que la montaba. Despertó, empapada, abrazada a Vidal, que seguía roncando. Al día siguiente, con su marido ya en Bruselas, cuando regresaba de la piscina le pareció que todas las mujeres que encontraba por la calle eran idénticas. A la vuelta de cada esquina, se topaba con el inevitable toque Morello. Fue en ese momento cuando decidió que debía ir más allá.
Al día siguiente, regresó a la consulta. Morello se tomó como un reto la proposición de la mujer: “Quiero una boca como ésta”, le dijo, mostrándole una foto de la Gioconda. Morello hizo lo que pudo y transcurrido un mes Genoveva tenía una sonrisa, si no giocondina, sí al menos enigmática. En aquella ocasión, ni siquiera se preocupó de la reacción de su marido. Éste, por su parte, tampoco protestaba ni preguntaba sobre el destino de los talones que le eran cargados puntualmente en el banco.
No había pasado un mes y Genoveva volvía a entrar en la clínica. Rinoplastia. Quería una rinoplastia. “Quiero la nariz de una Diana”, le explicó a Morello. “Una Diana de la escuela de Fontainebleau”, precisó. Como de costumbre, Vidal no dijo ni una palabra, a pesar de lo aparatoso del vendaje nasal. Semanas después, cuando desapareció completamente la hinchazón, Genoveva respiró mucho mejor y se sintió más cercana a aquella mariposa ideal que se le aparecía en sueños.
El siguiente retoque tuvo lugar no mucho tiempo después, aprovechando la estancia de Vidal en un Congreso en Chicago. A pesar de que los suyos todavía eran bonitos, Genoveva buscaba ahora los pechos de la Venus de Milo. Morello, que no era ningún especialista en arte, se limitó a remodelar sus tetas. Esa noche la tuvo que pasar allí, ingresada. Por la mañana, el doctor le informó de que el talón que le había extendido no era válido por no haber fondos en el banco. Como no tenía otra posibilidad, la mujer se vio obligada a pagarle en carne allí mismo, sobre la mesa del quirófano. Cuando regresó de Chicago, Vidal le hizo el amor, aferrándose a aquellos pechos, pequeños pero con una pujanza inusitada. Tampoco hubo comentarios esta vez. Todo lo que ocurría entre ellos se daba por sobreentendido, incluido el problema de los fondos bancarios. Genoveva se quedó dormida y volvió a soñar con mariposas y atardeceres.
La mañana en que disecó un ejemplar de macaón, amarillo y negro, volvió a pasarse por la clínica de Morello. Después de que su frente recibiera su habitual aporte de botulina, le expresó su deseo al facultativo. Estaba contenta con su nueva nariz, pero percibía que su rostro estaba algo descompensado. Le mostró una foto de Ava Gardner, donde “el animal más bello del mundo” posaba con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, desafiante. “Quiero un mentón como ese”, añadió. Sin mediar más palabras, se agachó, abriendo la bata del cirujano y poniendo su boca y todo su empeño en el pago por adelantado. A la vuelta de Bruselas, su esposo le preguntó si se había hecho algo en el pelo, pues la notaba cambiada.
La siguiente intervención debería haberse llevado a cabo una mañana de abril. Cuando Genoveva apareció por la consulta de Morello, lo único que encontró fue un precinto policial prohibiendo el paso. Lástima, ya no podría tener la mirada de Jeanne Moreau. Caminó hasta su casa y luego enmarcó una hembra de Morpho rethenor, azul cobalto, que le había llegado esa misma tarde. Hasta que su marido regresara del viaje, le quedaban todavía algunas horas. Se desnudó y observó el cuerpo magnífico que reflejaba el espejo. No eran necesarias más metamorfosis, ahora era un imago perfecto. Impregnó un pañuelo de seda con el éter que en alguna ocasión había utilizado para sacrificar mariposas. Lo acercó hasta su nariz de Diana. Aquella fragancia deletérea no sólo no le parecía un olor desagradable, sino que la excitaba. Se tumbó y volvió a humedecer el pañuelo. Después, sintió que su nariz se quedaba fría. Luego fue el resto de su cara, más tarde su sexo, y finalmente todo el cuerpo. La habitación empezó a llenarse de mariposas de todos los colores que copulaban entre sí, frenéticas, a veces en pleno vuelo.
Vidal llegó de madrugada, el avión había sufrido un retraso. Erotizado por la visión del cuerpo desnudo de su mujer, deseó hacerle el amor, pero se quedó dormido.

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