Extraído de "A partir de ahora el combate será libre" (Ladinamo Libros).
–¡Me ahogo, doctor, me ahogo! –dijo el rey de los belgas al doctor Thiriart. El doctor Thiriart le puso unas inyecciones. Mientras tanto el rey falleció.
Desde ese momento no se ha tenido más noticias de él. Sin embargo, cuando morimos de repente es probable que al ser despedidos de este mundo conservemos cierta velocidad adquirida y describamos un resto de trayectoria. Así le ha sucedido a Leopoldo. Quiero contaros su viaje póstumo, en el que ha invertido un mes y medio.
Al volver del sofocón, se encontró tendido en su lecho de muerte. Le velaban miembros de su familia y demás dignatarios. Personas, muebles y muros parecían fluidos. Leopoldo se sentó en la cama. Nadie dio señales de extrañeza. Se levantó, marchó a través de sus hijos y de sus consejeros, masas vaporosas que no le opusieron resistencia alguna, y salió a la calle.
Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, es que el muerto soy yo.
Le satisfacía, en medio de tantos seres etéreos, sentir su carne palpable, consistente, dura. Notó que le habían vestido de general, con grandes charreteras, y todas sus cruces.
Luego calculó:
–Estoy muerto y vivo a un tiempo. ¡Dios existe!
Empujado por un instinto misterioso y certero, se dirigió a la frontera de Francia.
–Sin duda voy a comparecer ante Dios...
Confiaba en que su hermosa barba blanca y su uniforme de general impresionarían favorablemente. Además, había recibido los santos sacramentos y el Papa era su amigo. Y caminaba: cruzó campos de un verde traslúcido, surcados por vagas siluetas laboriosas, arroyos en cuya linfa de ensueño se desleía el alma de los sauces, aldeas de silencio, ciudades cuajadas en el vacío de lo imposible, y alcanzó París a medianoche, su París, familiar y fantástico, construido de estelas de gas fosforescente, horno glacial en que se movían innumerables comparsas mudos, con un lamentable gesto de salamandras felices. Leopoldo comprendió que Dios no estaba en París, y siguió caminando hacia el Sur.
Empezó a fatigarse. Empezó a sufrir. La tierra se le hacía acaso menos irreal. Y caminaba... Tuvo que atravesar landas inmensas, en que los espectros de los pinos se retorcían bajo pesadillas de huracanes. Tuvo que buscar desfiladeros entre la nieve de las cordilleras. Descendió a llanuras, donde ondulaban los penachos rubios del maíz. El sol frío brilló después sobre los trigos y los olivares. Y el muerto caminaba hasta que lo detuvo el fantasma del mar, o tal vez el mar mismo. A la orilla, un grupo de pescadores sórdidos sacaba una larga red, en cuyo vientre oscuro hervían escamas de plata. Era evidente que Dios no estaba en Europa.
Leopoldo, suspirando, se quitó su traje de general y nadó sin tregua, siempre hacia el Sur. Sus carnes se ablandaban, se hacían transparentes. En la noche, hilacha de tinieblas flotando
en las tinieblas, perdía la fe. “¿Por qué se me retiene sobre el planeta? ¿Dónde estará Dios?”. A veces, un buque de alto bordo, coronado de luces, hendía el abismo, con un grito monstruoso. Y el muerto nadó tres días.
Desnudo, rendido, angustiado, se internó en el África. Las cosas materiales iban recobrando su aspecto normal, a medida que él se aniquilaba. Vio extrañas plantaciones, casas de soledad, tapiadas y blanquísimas, terrazas y alminares donde los muecines se delineaban en el fuego del crepúsculo, chozas techadas de follajes exóticos, pozos entre palmeras; conoció a los árabes y los beduinos, las lentas caravanas; oyó el aullido de los chacales y la voz del león. Y todo aquello vivía, y él se moría definitivamente. “Quizá no hay Dios... quizás estaré juzgado sin saberlo”. Y se arrastraba en su rumbo fatal hacia el interior del país. Y seguía arrastrándose, jirón de bruma dolorida, entre los matorrales, sobre las arenas abrasadoras, herido del sol despiadado. Y pasaron los días y las noches y al fin llegó.
Leopoldo, que no era ya sino el recuerdo de un suspiro humano, el eco de un hueco donde hubo una sombra, contuvo el átomo de vida que aún le restaba, y miró –mirada postrera– en torno. El paisaje trajo a su memoria una de las fotografías tomadas en el Congo. Al pie de un árbol, un negrito recién nacido dormía profundamente. No había más Dios por allí. Leopoldo entonces se disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey...
Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo otra de las infinitas aristas del poliedro universal.
NOTICIAS DE LEOPOLDO
–¡Me ahogo, doctor, me ahogo! –dijo el rey de los belgas al doctor Thiriart. El doctor Thiriart le puso unas inyecciones. Mientras tanto el rey falleció.
Desde ese momento no se ha tenido más noticias de él. Sin embargo, cuando morimos de repente es probable que al ser despedidos de este mundo conservemos cierta velocidad adquirida y describamos un resto de trayectoria. Así le ha sucedido a Leopoldo. Quiero contaros su viaje póstumo, en el que ha invertido un mes y medio.
Al volver del sofocón, se encontró tendido en su lecho de muerte. Le velaban miembros de su familia y demás dignatarios. Personas, muebles y muros parecían fluidos. Leopoldo se sentó en la cama. Nadie dio señales de extrañeza. Se levantó, marchó a través de sus hijos y de sus consejeros, masas vaporosas que no le opusieron resistencia alguna, y salió a la calle.
Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, es que el muerto soy yo.
Le satisfacía, en medio de tantos seres etéreos, sentir su carne palpable, consistente, dura. Notó que le habían vestido de general, con grandes charreteras, y todas sus cruces.
Luego calculó:
–Estoy muerto y vivo a un tiempo. ¡Dios existe!
Empujado por un instinto misterioso y certero, se dirigió a la frontera de Francia.
–Sin duda voy a comparecer ante Dios...
Confiaba en que su hermosa barba blanca y su uniforme de general impresionarían favorablemente. Además, había recibido los santos sacramentos y el Papa era su amigo. Y caminaba: cruzó campos de un verde traslúcido, surcados por vagas siluetas laboriosas, arroyos en cuya linfa de ensueño se desleía el alma de los sauces, aldeas de silencio, ciudades cuajadas en el vacío de lo imposible, y alcanzó París a medianoche, su París, familiar y fantástico, construido de estelas de gas fosforescente, horno glacial en que se movían innumerables comparsas mudos, con un lamentable gesto de salamandras felices. Leopoldo comprendió que Dios no estaba en París, y siguió caminando hacia el Sur.
Empezó a fatigarse. Empezó a sufrir. La tierra se le hacía acaso menos irreal. Y caminaba... Tuvo que atravesar landas inmensas, en que los espectros de los pinos se retorcían bajo pesadillas de huracanes. Tuvo que buscar desfiladeros entre la nieve de las cordilleras. Descendió a llanuras, donde ondulaban los penachos rubios del maíz. El sol frío brilló después sobre los trigos y los olivares. Y el muerto caminaba hasta que lo detuvo el fantasma del mar, o tal vez el mar mismo. A la orilla, un grupo de pescadores sórdidos sacaba una larga red, en cuyo vientre oscuro hervían escamas de plata. Era evidente que Dios no estaba en Europa.
Leopoldo, suspirando, se quitó su traje de general y nadó sin tregua, siempre hacia el Sur. Sus carnes se ablandaban, se hacían transparentes. En la noche, hilacha de tinieblas flotando
en las tinieblas, perdía la fe. “¿Por qué se me retiene sobre el planeta? ¿Dónde estará Dios?”. A veces, un buque de alto bordo, coronado de luces, hendía el abismo, con un grito monstruoso. Y el muerto nadó tres días.
Desnudo, rendido, angustiado, se internó en el África. Las cosas materiales iban recobrando su aspecto normal, a medida que él se aniquilaba. Vio extrañas plantaciones, casas de soledad, tapiadas y blanquísimas, terrazas y alminares donde los muecines se delineaban en el fuego del crepúsculo, chozas techadas de follajes exóticos, pozos entre palmeras; conoció a los árabes y los beduinos, las lentas caravanas; oyó el aullido de los chacales y la voz del león. Y todo aquello vivía, y él se moría definitivamente. “Quizá no hay Dios... quizás estaré juzgado sin saberlo”. Y se arrastraba en su rumbo fatal hacia el interior del país. Y seguía arrastrándose, jirón de bruma dolorida, entre los matorrales, sobre las arenas abrasadoras, herido del sol despiadado. Y pasaron los días y las noches y al fin llegó.
Leopoldo, que no era ya sino el recuerdo de un suspiro humano, el eco de un hueco donde hubo una sombra, contuvo el átomo de vida que aún le restaba, y miró –mirada postrera– en torno. El paisaje trajo a su memoria una de las fotografías tomadas en el Congo. Al pie de un árbol, un negrito recién nacido dormía profundamente. No había más Dios por allí. Leopoldo entonces se disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey...
Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo otra de las infinitas aristas del poliedro universal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario